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Juan Ignacio Brito: El país esquizofrénico

Parece que vivimos en un Chile con dos personalidades que no conversan entre sí y se miran cada vez con mayor recelo y desconfianza. Se está produciendo de manera silenciosa e inexorable un peligroso “abandono recíproco” entre la élite ensimismada y la ciudadanía crecientemente indignada.

Dos hechos, desconectados el uno del otro, dan cuenta de la descomposición de nuestra convivencia y de la escasa capacidad de respuesta de una élite apocada. Aunque distintos, cada uno de ellos constituye una nueva señal del deterioro y el descuido que hieren el alma nacional desde hace unos años.

Por un lado, el estallido social en Quintero y Puchuncaví luego de un nuevo episodio de contaminación expone la crónica incapacidad del Estado y las empresas (privadas y públicas) para dar respuesta a asuntos que afectan a la población de forma muy concreta. Por otra parte, la acusación constitucional presentada por la oposición (y que sería apoyada por algunos diputados oficialistas) contra tres jueces de la Corte Suprema representa un nuevo desborde institucional, como tantos otros que se han venido repitiendo en el último tiempo, que pone en evidencia el ensimismamiento de nuestra clase política y su predilección por desgastarse en temas que sólo son prioritarios para ella.

Asuntos diferentes que, sin embargo, constituyen las dos caras de una misma moneda: el deterioro social e institucional por el que atraviesa el país, eso que el filósofo Hugo Herrera denomina “la crisis del Bicentenario”. La relación entre ambos hechos pasa por la incapacidad de atender y gestionar políticamente los problemas. Curiosamente, pese a que por un largo tiempo se puso énfasis en proveer soluciones técnicas y que luego ha ganado fuerza un discurso que sostiene que la política está de vuelta en desmedro de las consideraciones tecnocráticas, la realidad muestra que nuestras élites no son capaces de proveer soluciones técnicas ni políticas que resulten satisfactorias, como queda ilustrado en los dos casos que aquí se comentan.

Es evidente la frustración que ello provoca en la gente común y también en una élite que nuevamente se cuestiona si está haciendo bien las cosas. El gobierno parece perdido debido a la  ausencia de brújula doctrinaria; los empresarios reclaman por una falta de hoja de ruta; la oposición persigue la unidad a través del rechazo a toda iniciativa del Ejecutivo y, en especial su ala más radical, busca no dejar títere con cabeza, acusando a jueces de la Corte Suprema, buscando la remoción del fiscal nacional, consiguiendo la renuncia express del ministro de Cultura y agudizando la conflictividad para dividir al país en segmentos opuestos.

 

La gente, indignada y desilusionada, no atiende a la elite y opta por concentrarse en sus propios asuntos, protagonizando estallidos ocasionales cuando la paciencia se agota ante problemas que se arrastran sin solución; la elite, por su parte, siente miedo y prefiere incrementar su aislamiento y desentenderse.

 

Lo de Quintero y Puchuncaví está lejos de ser un caso único. La corrosiva mezcla de indiferencia, negligencia e incapacidad para resolver el problema de contaminación en esa zona se repite en problemas como el Transantiago y su trato indigno a millones de personas, la persistencia de la inseguridad ciudadana o de las colas en hospitales para atenciones médicas supuestamente garantizadas, las muertes en el Sename y la aparente ocultación al respecto (en Brasil, Dilma Rousseff perdió su puesto por manipular las cifras fiscales; acá en Chile, a quien se acusa de hacer algo similar en el Sename es premiada con un asiento en el Consejo de Defensa del Estado), la violencia en La Araucanía con sus víctimas de lado y lado, etc. Estas situaciones han sido inexcusablemente invisibles o intratables durante demasiado tiempo. Todas ellas responden a un imperdonable patrón de insensibilidad, incapacidad y frivolidad que ya le pasa la cuenta a una elite cuya autoridad moral se ve disminuida y que, inmovilizada por el temor y la duda, prefiere hacerse la lesa y continuar habitando en su torre de marfil, donde cobran importancia asuntos que para el país real son irrelevantes y no reciben atención los problemas para los cuales la ciudadanía demanda solución urgente.

Caminamos, entonces, por un callejón sin salida. La gente, indignada y desilusionada, no atiende a la elite y opta por concentrarse en sus propios asuntos, protagonizando estallidos ocasionales cuando la paciencia se agota ante problemas que se arrastran sin solución; la elite, por su parte, siente miedo y prefiere incrementar su aislamiento y desentenderse. La consecuencia es que parece que vivimos en una suerte de esquizofrenia social: un Chile con dos personalidades que no conversan entre sí y que se miran cada vez con mayor recelo y desconfianza. Se está produciendo aquí de manera silenciosa e inexorable el “abandono recíproco” que hace unos años diagnosticaba el cientista político irlandés Peter Mair: “Los ciudadanos –decía— se retiran a sus esferas privadas y particulares de interés (y) los líderes políticos y de partidos se retiran a su propia versión de esa esfera privada y particular, que está constituida por el mundo cerrado de las instituciones de gobierno. El alejamiento es mutuo y general”.

La fractura puede resultar mortal si no se introducen pronto correctivos fuertes. La respuesta tiene que ser primordialmente política, aunque sin duda debe ir acompañada por capacidad de gestión. Hoy escasean lo uno y lo otro. Mientras nuestra elite sigue distraída, discutiendo –como en la fábula— si lo que se le viene encima son galgos o podencos, se acercan nubarrones que presagian tormenta.

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