Juan José Monsant Aristimuño: Marcando a la gente
Yaritagua es un pueblito de paso en la región occidental de Venezuela, no muy lejos de la costa caribeña, pero tampoco de las montañas de Sorte, la tierra sagrada de la reina María Lionza, la diosa de la tierra, del bien y del mal, que montada sobre una danta, o mapire, como también se le conoce en algunas partes de Suramérica a este mamífero, vela por sus hijos indígenas de esas tierras. Tierras por donde circuló el temible Tirano Aguirre, alzado contra el Rey de España porque no le reconocía su valía, y por ello se dedicó a sembrar la muerte y el dolor desde Perú, desde donde bajó por el impetuoso Amazonas hasta Margarita en el mar Caribe, para encontrar la muerte a las puertas de Barquisimeto, por allá en 1561. Curioso López de Aguirre, mejor conocido en el bajo mundo de aquel entonces como El loco, El marañón o simplemente El tirano, quien pretendió crear su propio reino en América, independiente de España; algo que solo se conseguiría trescientos años después con hombres como Bolívar, Ricaurte, Santander, Matías Delgado, O´Higgins, San Martin, Cabañas, Morazán, Sucre, Miranda, y tantos otros; hombres y mujeres que hoy añoramos, sedientos de respeto, justicia y libertad como estamos, desde México hasta la Patagonia y, quizá, desde Estados Unidos hasta Usuhaia.
Lo cierto es que Yaritagua, aparte de las numerosas y letales serpientes de cascabel y mapanares, también produce el dulce sabor de la caña de azúcar que debía ser transportado hasta los ya extintos o abandonados centrales azucareros del Estado Lara; y las viejas casonas coloniales que aún perviven, parecieren de pronto las calles salvadoreñas de Suchitoto o las nicaragüenses de León. Esa villa pertenece a otro Estado, a Yaracuy, tierra natal de la diosa, cuya capital, San Felipe, se caracterizó por las buenas costumbres de su gente, la limpieza, el orden de sus calles, parques naturales y su inclinación a las charlas vespertinas a las puertas de sus casas coloniales. Ellos dicen orgullosos que esas cualidades son por llamarse San Felipe, el nombre de uno de los apóstoles de mayor confianza de Jesús, y a quien se recurría para acceder hasta el Mesías.
Hoy, Yaritagua, como toda Venezuela, ya no es Yaritagua ni Venezuela es Venezuela; como si fuera cualquier Antoñito de Camborio, diría García Lorca en su Romancero gitano. Hoy Venezuela está hundida en el caos del inframundo, no hay costumbres ni modales, ni aguas con sabor a papelón, ni luz, ni gas, ni gasolina, ni libertad, tampoco educación, se les acabó el petróleo, la caña de azúcar, los frijoles y el arroz. Pero abunda el mal y la sin razón, la tortura, la violación y la expatriación, la palería y la santería, y militares en patios de honor ejercitándose bajo la figura de un chávez de cartón, que aseguran les observa.
Y de Yaritagua (qué bello y sonoro nombre indígena), surgió, así de repente un alcalde, de un municipio, un tal Juan Parada, quien decidió marcar a sus vecinos, como hicieron los musulmanes en España con judíos y cristianos, más tarde los católicos a los judíos en el medioevo, y luego los nazis que los estigmatizaron con una estrella amarilla adherida a su ropa. El objetivo siempre a sido identificar, diferenciar, señalar para cuando haya que eliminar. Y eso hizo Juan Parada, en pleno siglo XXI, al dirigirse a unos manifestantes de su municipio, aún después del Informe de la ONU: “Hay que marcar a la gente cuerpo a cuerpo. Si marcamos a la gente cuerpo a cuerpo, esa gente va a desistir…no te vayas a quejar si eres un comerciante y te escoñetan tu comercio. No te vas a quejar después si salen los colectivos”, dijo.
Son espíritus que han suplantado la compasión por el odio al diferente, al insumiso, a quienes hay que marcar para ser los primeros en eliminar. Algo que ya vienen haciendo, desde años atrás.