Juan José Monsant: Armagedón
Esa madrugada el cielo se iluminó como si fuera celebración de año nuevo, o día de la independencia. De lo alto del caían destellos amarillos y rojizos que nunca llegaban a desgranarse para multiplicarse en mil colores. No, tocaban tierra y esos mil colores se convertían en mil mortales proyectiles que se dispersaban en todas direcciones, en medio de un conocido estruendo que hacía temblar el suelo, puertas y ventanas. No eran fuegos artificiales de celebración de bodas o Año Nuevo, eran los mortales cohetes Qassam de corto y mediano alcance que, desde la Franja de Gaza, comenzaron a caer sobre Israel en la madrugada del pasado domingo cinco de mayo. En los dos días que duró el ataque más de seiscientos misiles cayeron en territorio israelí.
Al día siguiente de la fundación de Israel como Estado, el 14 de mayo de 1948, los países árabes del entorno lo invadieron; ya antes, habían declarado que con la fuerza de las armas impedirían su creación. Y desde entonces no han dejado de agredir.
Hoy Israel es una nación con sentido de pertenencia, un estado formal, eficiente, creativo, próspero y útil para sus ciudadanos y el mundo. Los árabes palestinos no han podido constituirse como estado, ni logrado un gobierno autónomo, atrapados como están por la irrealidad, la ineficiencia y el islamismo político que les rodea, absorbe y les impide tomar sus propias decisiones. Están atrapados, como los venezolanos.
Muchos olvidan el origen de la Organización Septiembre Negro de la OLP, fundada en 1970 en recuerdo de la acción tomada por el rey Hussein I de Jordania contra los palestinos asentados en su territorio, cuando atentaron contra su vida para apoderarse del país que los había acogido como refugiados. El ejército real los acorraló, derrotó y expulsó del país. Entonces, ellos y sus mentores son el problema, no los países que desean prosperar, desarrollarse y proteger en paz a sus ciudadanos.
Armagedón, porque tiene relación con cielos iluminados, trompetas, guerras, destrucción, fin de mundo, y lucha definitiva entre el bien y el mal, según el Libro de las Revelaciones (16:16) del judeo cristiano Juan el Evangelista. Que se me ocurre sitúa el escenario en el valle de Jezreel, allí donde la profetisa Deborah y la única mujer juez nombrada en el Antiguo Testamento, guió la batalla contra el tirano Sisera, rey de los cananeos, para infringirle una contundente derrota.
Por supuesto, cada libro de la Torah o de la Biblia cristiana, es una tentación para la expresión literaria, fílmica, pictórica, tal como lo ha sido; y el Armagedón de Juan no podría ser la excepción, plasmándose en un film de 1998 protagonizado por Bruce Willis, Ben Affleck, Owen Wilson y Liv Tyler, y dirigida por Michael Bay, el mismo de Transformer, La Roca, Viernes 13. En su Armageddon, la lucha no fue entre humanos, sino entre el hombre y un enorme asteroide que se dirigía a la Tierra.
Recientemente el prestigioso comunicador social de origen dominicano, Oscar Haza, realizó un viaje a Israel que reprodujo en su programa nocturno en una serie de cinco entregas. En uno de ellos, sostiene un diálogo con una sicoterapeuta asignada a un colegio ubicado a pocos kilómetros de la Franja, quien le habla de los refugios antibombas, a donde tienen apenas cinco segundos para protegerse, desde que oyen la alarma. Haza se sorprende y le pregunta qué puede tener una persona en su espíritu para bombardear un parvulario. Y ella, Judith, le, nos, explica que para los integristas musulmanes, la muerte es un valor que conduce al Paraíso si se hace en nombre de Alá, por lo que no hay remordimiento alguno; en tanto que para el hombre occidental la vida en sí, constituye un valor. Son dos posiciones excluyentes que, al no aceptarse la diferencia, produce la necesidad de la destrucción del otro.
Si la Comunidad Internacional oficial y el mundo árabe consolidado, no intervienen para sacar de la Edad Media al islamismo político, no habrá paz en el Medio Oriente y el horror se extenderá por el mundo, tal como se observa. Entre tanto, Israel tiene el derecho a defenderse y vivir su tiempo.