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Juan Manuel de Prada: ‘Don de la insolencia’

T03E02: Juan de Tassis (1582-1622), conde de Villamediana y poeta | Grandes Maricas de la Historia | Podcasts on Audible | Audible.com

 

Juan de Tassis, Conde de Villamediana (1582-1622), cuyas hazañas amorosas han inspirado durante siglos a poetas, novelistas y dramaturgos, vuelve a nuestras librerías de la mano de Carlos Aganzo en Don de la insolencia (Siruela), un libro único y trino que nos ofrece una biografía del poeta legendario, un análisis penetrante sobre su poesía y una antología suculenta de sus versos. Don Juan de Tassis, correo mayor del Rey, fue sin duda uno de esos hombres que, como Oscar Wilde, pusieron todo su genio en su vida, dejando para su obra sólo el talento. Desde muy joven se hizo notar en la Corte por su elegancia indumentaria (que acaso degenerase con cierta frecuencia en el empalago) y sus lances de alcoba, que no desdeñaban a las damas casadas, ni siquiera cuando estaban muy entradas en años. En su inclinación juvenil hacia las mujeres maduras, incluso muy maduras, ya apuntaba Villamediana maneras de donjuán tentado por las frutas prohibidas.

 

Como Wilde, Tassis puso todo su genio en su vida, dejando para su obra sólo el talento

 

Aganzo nos cuenta con especial viveza el ascenso de Villamediana durante los años en que Felipe III trasladó su residencia oficial a Valladolid, convirtiéndola en una corte bulliciosa y alegre, donde no había justa o festejo taurino donde Villamediana no diese la campanada. Aunque se llegaría a casar con una descendiente de los duques del Infantado y de Medinaceli, el matrimonio nunca aplacaría sus propensiones adulterinas. Y tampoco sus dádivas, sus festejos, sus gastos en timbas y lucimientos, más propios de un príncipe que de un caballero particular. Por causa de su vida desportillada, Villamediana llegaría a ser desterrado a Italia, donde además de impregnarse de las escuelas poéticas en boga adquiriría renombre de magnífico y cortés caballero. Muerto el rey Felipe III, su hijo levantaría el castigo a Villamediana, que así pudo al fin regresar a Madrid. Pero, como nos enseña Quevedo, nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres; y, de regreso a la Corte, Villamediana volvería a ponerse en manos de usureros y a brindarse a las flechas de Cupido, mientras se dedicaba a escribir versos satíricos feroces que no dejaban honra sana ni reputación ilesa.

De todos sus episodios amatorios de esta época última ninguno causaría mayor escándalo que su presunto (y seguramente platónico) idilio con la mismísima reina Isabel. Ni siquiera sabemos a ciencia cierta si tal episodio existió, o si más bien fue ensoñación de Villamediana, que en una corrida donde alanceó toros, en la Plaza Mayor de Madrid, se presentó lujosamente ataviado con una enseña donde se leía: «Son mis amores reales». Posteriormente, según nos cuenta Aganzo, Villamediana se gastaría un potosí en organizar en Aranjuez una función teatral en honor a la reina, donde se representaron su obra La gloria de Niquea y El vellocino de oro, de Lope de Vega. Al parecer, Villamediana provocó un incendio durante la representación, con la intención de liberar a la reina de las llamas, abrazándola y tomándola en brazos.

Aquella osadía no tardaría en costarle muy cara. El 21 de agosto de 1622, el Conde caía en la calle Mayor traspasado por una ballesta que, en palabras de Luis de Góngora –su maestro y amigo– «le pasó del costado izquierdo al molledo del brazo derecho», dejándole una herida «que aun en un toro diera horror». Según Góngora, Villamediana tendría tiempo para solicitar confesión y ser absuelto; algo que Quevedo –enemigo acérrimo de Villamediana– niega con encono y mala baba. Villamediana, aparte de la culpa de sus amores reales, ciertos o falsos, y los muchos enemigos que debía a su mordaz musa (empezando por el propio Olivares, valido de Felipe IV), era hombre muy envidiado por los alfeñiques y mediocres que pululaban en la Corte. Y seguramente no fue totalmente ajena a su muerte su vida irregular, que tal vez incluyó incursiones en lo que entonces se llamaba ‘pecado nefando’, según demostró el académico Narciso Alonso Cortés. Fundándose en los descubrimientos de este Alonso Cortés, Gregorio Marañón elaboraría su célebre tesis sobre Don Juan –no olvidemos que Villamediana fue el modelo humano de Tirso de Molina en El burlador de Sevilla–, que considera que el alarde galante y el coleccionismo de conquistas eróticas encubren tendencias homosexuales.

Aganzo desbroza en Don de la insolencia la vida y la obra de Villamediana de infundios y hojarascas legendarias, para ofrecernos un retrato vigoroso del personaje, con sus grandes virtudes y sus grandes vicios, pero llevando en el fondo de su pecho la trágica y redonda honradez del poeta. Y nos brinda la posibilidad de volver a leerlo en sus mejores poemas amatorios y satíricos, que tal vez no fuesen los más profundos o penetrantes que se escribieron en su tiempo; pero en los que se jugó la vida hasta perderla.

 

 

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