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Karina Sainz Borgo: «Acogimiento lingüístico»

La expresión suena a entremés cervantino, a enjuague supremacista

Jim, el esclavo africano de la miniserie ‘Raíces‘, recibe una doble reprimenda. La primera, por ansiar la libertad. La segunda, por no aceptar el nombre que le ha sido impuesto. No importa cuántas veces lo azoten, él dirá llamarse Kunta Kinte, en lugar de Jim. Esta semana, Junts pidió al Gobierno la transferencia a la Generalitat de las competencias sobre inmigración, así como lo correspondiente a los asuntos de integración, identidad y lengua.

Míriam Nogueras, la portavoz de los nacionalistas en el Congreso, pensará que los españoles son mansos, dóciles y holgazanes, de la misma forma en que los amos veían al esclavo fugitivo en la serie televisiva basada en la novela de Alex Haley. Para alguien que sugiere la existencia de una excepción catalana y discrimina la concesión de un permiso de residencia según el idioma, el asunto presupone segregación. Quienes no hablan catalán merecen, como Kunta Kinte, un castigo. Mejor Jordi que Jorge.

Hace casi un siglo, los padres de la escritora y Nobel de Literatura Nadine Gordimer escaparon de una tragedia para meterse en otra. Llegaron a Sudáfrica huyendo de la ola antisemita que ya a comienzos del siglo XX recorría Europa. Mitad inglesa, mitad judía, Gordimer creció en una sociedad donde la discriminación tenía rango legal. Como Doris Lessing o J.M. Coetzee, Gordimer plasmó en sus libros la violencia que avasalla, día a día: el grifo roto de la palabra y los sentimientos. La paranoia de la pureza. Eso que comienza en el lenguaje y se hincha como un pan venenoso en el corazón de las sociedades.

Hay quienes pueden creer en la paz, incluso en la paz a cualquier precio, pero cuando asoma la pulsión de la segregación, la xenofobia y el nacionalismo, ninguna paz merece ser considerada como tal. Ese odio jurásico que el nacionalismo guarda en la gaveta sirve de mucho, hoy, a los que desean conservar el poder y a aquellos que desean asaltarlo. Hay quienes llevan años sacándole brillo a ese agravio. Días y días abjurando de esos impíos especímenes castellanohablantes que deberían de ser desterrados o expulsados, según las exigencias del partido de Puigdemont.

La expresión «acogimiento lingüístico» utilizada por el nacionalismo catalán, y repetida al dedillo por los portavoces del Ejecutivo, suena a lo que el ‘Retablo de las Maravillas’ en el entremés homónimo cervantino. Presos de miedo a ser considerados cristianos conversos o bastardos, y por tanto a perder el apoyo parlamentario, los miembros del gabinete de Pedro Sánchez dan por mágico el trampantojo del secesionismo: se asombran, dicen ver lo que no existe, incluso sobreactúan con tal de no ser tomados por infieles, como aquellos habitantes de la villa a la que llegaron los pícaros Chanfalla y Chirinos, con su tablón de madera. Ahí donde el PSOE dice ver el progresismo, como los parroquianos aseguraban ver al señor en un trozo del palo, ante la tablilla del nacionalismo se congrega una turba capaz de azotar, como a Kunta Kinte, a aquellos que se resistan a ser llamados Jordi.

 

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