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Karina Sainz Borgo: Aquí yace un hombre que buceaba

Habrá que convocar un certamen para hablar de los que, aún viviendo en este mundo, no aparecen ... y de aquellos a los que -incluso en el más allá- alguien les arrebata el derecho de palabra

Es costumbre en ayuntamientos pequeños organizar concursos de epitafios, certámenes convocados para catar el buen gusto de quienes tengan a bien redactar un texto en honor a un difunto. Andamos necesitados de ingenio para glosar y conservar la memoria de personas de las que nadie habló en vida y que ahora que están muertas tampoco aparecen registradas en ninguna estadística. Habrá que erigir algún monumento al vacío que siguen ocupando esos hombres y mujeres en el mundo que abandonaron.

El tema de la semana que aún no acaba tiene que ver con la retórica de lo póstumo. Lo irremediable como excusa para otras fantasmagorías. Tradicionalmente, las redacciones funerarias debían enaltecer la figura del fallecido. En los epitafios de políticos se mencionan los logros, en los de escritores y artistas se apela a las fórmulas más variadas: desde el «Hice lo que pude» de Max Aub o el «Perdone que no me levanteseñora«, de Groucho Marx.  ¿Pero cuántas palabras y qué tono se necesitan para honrar la memoria de gente que no importó a nadie mientras vivía?

¿A los fallecidos durante la pandemia conviene escribirles una única nota, a la manera de una tumba al Soldado desconocido? ¿O esa será asignada a los médicos? Hay personas cuyas vidas caben en el renglón de una sepultura, otras ni a eso… porque las apean del derecho a ser recordadas. Eso ocurría antes, cuando Arnaldo Otegui era etarra y aún no negociaba los presupuestos con el gobierno. Entonces, más que enterrar a sus muertos, los españoles del País Vasco los escondían, por temor a que vandalizaran sus lápidas.

Se amontonan, pues, los compromisos funerarios y harán falta palabras para inscribir con letra clara la placa de piedra bajo la que descansarán los atropellados por la indolencia, la mezquindad o incluso la torpeza de quienes gestionan la cosa pública. Urge redactar epitafios, muchos epitafios, para honrar los peores muertos de todos: los invisibles e invisibilizados, los que alguien guarda bajo la moqueta de los adjetivos con los que Moncloa decora sus salones.

Menos mal que vaciarán el valle de los Caídos. No habrá sitio en ningún camposanto de la España democrática para sepultar a los 50.000 fallecidos por covid

Esta semana, el consejo de Ministros ha aprobado el anteproyecto de la nueva Ley de Memoria Democrática. Ahí dice que se podrán revocar los juicios del franquismo. Si tal cosa es posible, ¿por qué en los asuntos del presente la Fiscalía pide al Supremo rechazar las veinte querellas contra Ejecutivo? Menos mal que vaciarán el valle de los Caídos. No habrá sitio en ningún camposanto de la España democrática para sepultar a los más de 50.000 fallecidos por covid.

Incluso las muertes que ocurren lejos, al otro lado del mar, hablan esta semana. Es imposible no pensar en José Luis Rodríguez Zapatero al escuchar a la ONU certificar que, en Venezuela, el régimen con el que el expresidente de gobierno hace de mediador, comete crímenes de lesa humanidad.  Pero ésa, claro, es una fosa común que ya no computa para un Princesa de Asturias de la Concordia o un Nobel de la Paz.

Antiguamente la inscripción que se hacía sobre los sepulcros solía estar compuesta en verso o prosa, pero el paso del tiempo ha secado el dique y en lugar de hexámetros o poemas funerarios como el que dedicó Zorrilla a Larra, apenas se usan frases breves. El estilo es libre, así que existen tantos epitafios como muertes. «Aquí yace un hombre que buceaba», podría rezar el de Fernando Simón. «Los abuelos nunca mueren, sólo se vuelven invisibles», inscrito en letras de bronce sobre la fachada de una residencia de ancianos. «Inteligencia y voluntad: las echaremos de menos», para la placa que los ciudadanos colocarán en la carrera de San Jerónimo, junto al Congreso de los Diputados. Porque también en el hemiciclo habrá que erigir algún monumento al vacío que ocupan sus representantes  en la vida de quienes los eligieron.

La cosa pública se ha vuelto, cómo no, un asunto de fantasmas.

 

 

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