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Karina Sainz Borgo: «Preferiría no hacerlo»

No creo en las literaturas nacionales, y cuando me piden que me defina en una, contesto, con pudor, lo que el Bartleby de Mellville

        Juan Cruz, Sainz Borgo, Sergio Ramírez y Jorge Eduardo Benavides en el Instituto          Cervantes. ISABEL PERMUY

 

Literaturhaus, Frankfurt, ocho de la tarde. «Karina ha sido traducida dos veces al alemán… » —dice en perfecto español Roland Spar, editor del sello Fischer— «…¿por qué no la habéis invitado a la Feria», pregunta el alemán a Ferran Ferrando, director del Instituto Cervantes de esa ciudad. Spar, con quien trabajo desde hace cinco años, se refiere a la selección de autores que viajaron al Meno cuando España acudió como país invitado al evento editorial más importante del mundo.

Roland parecía intrigado con ese asunto. Lo preguntó dos veces desde mi llegada a Alemania para la promoción de ‘Das dritte land’, la versión germana de ‘El tercer país’, mi segunda novela publicada en España en 2021 por Lumen. Tras la pregunta del editor, Ferrando dijo, girándose hacia mí. «Pero… ¿tú tienes pasaporte español?». Sentí un timbrazo de disgusto, un profundo desconsuelo y una hondísima pena. «Sí… », dije, entre dientes. Terminamos el vino y pregunté a mis editores si podíamos marcharnos. Roland asintió. Julia, también. Salimos sin decir nada.

No creo en las literaturas nacionales. Antes sí, y con fervor. Me sentía parte de una estirpe, de un lenguaje, de la conjunción entre la tierra arrasada de Comala, el Yoknapatawpha de Faulkner y La Mancha cervantina. Acabé marchándome incluso de mis afectos. Mejor dicho: aprendí que no se debe esperar demasiado de los afectos, sean literarios o reales, incluso patrios, si es que tal cosa como esa existe. Mi identidad es fruto de muchas fracturas, las que he heredado y las que yo misma me he procurado.

Tengo dos pasaportes que de nada me valen: aunque hay lectores generosos, la verdad es que el país en el que nací no termino de ser vista como local —llevo mucho tiempo fuera, mi español les suena muy castellano— y en aquel que elegí para vivir y en el que nació toda la familia de mi padre, no terminan de percibirme como tal. Y lo entiendo, en ambos casos, lo entiendo. Solía dolerme, ahora lo acepto. Mis últimos dos libros, ‘El tercer país’ y ‘La isla del doctor Schubert’, los he escrito con una conciencia clarísima de despegarme de la experiencia regional y vaciarme por completo en la estética.

Las veces que he sido invitada o incluida en una fotografía regional, lo hago agradecida y consciente de que es un privilegio. Me agasaja compartir espacio con autores a los que admiro como Juan Gabriel Vásquez o que mi idioma me permita tener en Italia, Francia, Alemania y Suecia los mismos editores que Javier Marías. La lengua es la trenza que necesita la literatura para asirse a un lector. Forma parte de una identidad, pero no es la identidad en sí misma. Cuando me piden que defina mi literatura como latinoamericana, española o femenina, contesto, cual Bartleby: «preferiría no hacerlo».

Hace ya mucho que me interesa el dolor de un hombre o una mujer, que es el dolor de todos los hombres y todas las mujeres. Ya no atiendo a los matices, me vuelco en la única verdad que tengo: la escritura. No tengo ciudad, porque he aprendido a hacerlas mías el tiempo que pase por ellas. No tengo pareja, ni hijos. Lo duradero me rehúye. Hace ya doce años que no piso mi ciudad de origen, ni quiero hacerlo. Estoy incompleta y no me molesta, al contrario. Vivo sin país, sin lobbies, sin el idioma que se espera, sino en esa mezcla osada de caribeño y castizo gracias al cual dispongo ahora de más palabras para describir el mundo.

Llegué a España huyendo. No sólo de un régimen autoritario o de la violencia ciudadana, sino de aquello en lo que podía convertirme si no me marchaba. Estaba hambrienta de cosas distintas. Quería palabras que me permitieran escribir con la elegancia de Juan Rulfo y además con la contundencia de Thomas Bernhard, J.M Coetzee, Doris Lessing, Jorge Luis Borges o Javier Marías, por sólo mencionar la médula de mis ansiedades creativas. Nada de eso habría podido explicarlo aquella tarde en Frankfurt, tampoco tenía objeto. Habría sido inútil. Además, el único lugar al que realmente pertenezco es mi biblioteca y al recuerdo de un país que alguna vez amé.

 

 

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