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La causa palestina

«La defensa de los palestinos se usa para proteger las dictaduras árabes y promover la yihad»

La causa palestina

Ilustración representando a Hamás. | Alejandra Svriz

Acomienzos de la primavera de 1982 llegué a Beirut, enviado por la agencia EFE, para entrevistar a Yasir Arafat. La dirección de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), así como la mayoría de los combatientes fedayines, estaba entonces en el Líbano tras haber sido masacrados y expulsados de Jordania en 1970. Apenas unas semanas después de esa entrevista, las tropas de Israel invadieron el Líbano y llegaron hasta la capital, obligando a Arafat y a sus seguidores a huir a Túnez. Durante esa ocupación, las tropas israelíes permitieron la matanza de palestinos a manos de milicias cristianas libanesas en los campos de refugiados de Sabra y Chatila.

Antes de todo eso, los países árabes habían rechazado la opción de crear un Estado palestino en el territorio que la ONU les asignó en el plan de partición de 1947. En lugar de eso, prefirieron desencadenar una guerra en la que los palestinos perdieron una gran parte de la tierra que se les había entregado originalmente. Aún les quedó el espacio de Cisjordania y Gaza, que fue puesto bajo control, respectivamente, de Jordania y Egipto. Fue aquella otra oportunidad de convertir ese territorio (el único que hoy se reclama) en un Estado de Palestina. Pero, tampoco. Los países árabes decidieron volver a la guerra, en la que acabaron perdiendo también esas dos entidades.

En aquel viaje a Oriente Medio, entrevisté también al que entonces era alcalde de Belén, un cristiano de nombre Elias Freij, que en aquel momento patrocinaba una iniciativa de paz basada en el reconocimiento mutuo de Israel y Palestina -lo que hoy se conoce como la solución de dos Estados– y a la que se oponían rotundamente los países árabes, que acabaron por arruinar los esfuerzos de los que entonces eran considerados traidores.

Igualmente tuve oportunidad de visitar a la familia de un amigo palestino -el mismo que me había facilitado la entrevista con Arafat- en un campo de refugiados de Jordania. Era una gente amable y educada, que había sufrido mucho desde su huída de Nazaret y que ahora sólo deseaba que los jóvenes palestinos dejaran de morir en una guerra tras otra. Esa y otras familias similares alumbraron una generación de dirigentes palestinos moderados y pragmáticos que fueron capaces de llegar hasta la más sólida propuesta de paz que ha existido hasta la fecha en la región, los Acuerdos de Oslo. De nuevo, aquello fue saboteado por los radicales árabes, con la colaboración, en este caso, de los radicales israelíes que mataron a Isaac Rabin.

Hamás es, en gran parte, la consecuencia de aquel fracaso. Pero Hamás es un mero símbolo del desarrollo que ha tenido lo que, desde hace más de un siglo, se conoce en el argot diplomático como «la cuestión palestina». Los verdaderos responsables de la evolución sangrienta y fallida que ha tenido la causa palestina son los países árabes (más Irán, desde 1979).

«Hamás es un mero símbolo. Los verdaderos responsables de la evolución sangrienta y fallida que ha tenido la causa palestina son los países árabes e Irán»

Los Gobiernos árabes mo sólo son los causantes del mayor número de muertos entre los palestinos, sino que han sido los principales responsables del fracaso de todas las iniciativas de paz que han existido y los que han conducido a la resistencia palestina al callejón sin salida del radicalismo y el terrorismo.

Se puede discutir el acierto de la decisión primera sobre la partición del antiguo territorio colonial británico en Palestina. Se debe reconocer el derecho a un Estado de los millones de palestinos enraizados en esa tierra. La causa palestina es, sin duda, una causa legítima. Pero igualmente evidente es la forma en la que, a lo largo de décadas, esa causa ha sido instrumentalizada por los regímenes árabes por intereses internos.

En realidad, los Gobiernos árabes no han mostrado jamás el menor interés real en la creación de un Estado palestino, al margen de la retórica habitual. Más bien cabe decir que todo lo contrario. Un Estado palestino fronterizo con Israel, con una de las poblaciones más capacitadas del mundo árabe -los países petroleros del Golfo se han desarrollado gracias al talento de los palestinos-, con mayor diversidad religiosa que el resto, con mayor presencia de la mujer en el espacio público, lejos de representar un anhelo para el mundo árabe, supone un desafío intolerable. Si, además, ese Estado tuviera una mínima posibilidad de ser un país democrático -como en su día llegó a vislumbrarse- se hubiera convertido en un auténtico peligro para los regímenes árabes totalitarios.

Por esa razón, los países árabes (más Irán) llevan años tratando de eliminar todos los rasgos distintivos de los palestinos -su diversidad, su formación, su grado de tolerancia, su aperturismo-, hasta convertirlos en una extensión de la masa árabe sometida y radicalizada.

Cuando visité Belén en 1982, casi la mitad de la población de esa ciudad eran católicos. Hoy no llegan al 2%. Ni una sola mujer observé en aquel viaje con el rostro cubierto. Todas las mujeres de la familia palestina con la que comí en Jordania iban sin velo. Uno de sus miembros era diplomático y otro, ingeniero en Emiratos.

Un Estado palestino próspero y democrático actuaría como un catalizador que haría caer una tras otra todas las dictaduras árabes y la de Irán. Como han demostrado, la mayoría de sus Gobiernos están más que dispuestos a entenderse con Israel sin el menor asomo de preocupación por la suerte de los palestinos. Pese a que, de forma hipócrita, utilicen su causa para movilizar a su población y distraerla del hambre y la persecución que sufren.

La misma utilización que hace de la causa palestina el radicalismo islámico para promover la yihad en todo el mundo, con la benevolencia de la extrema izquierda europea, que ha permanecido impasible ante las atrocidades cometidas por Hamás en Israel contra la población civil por el sólo hecho de ser judíos.

Una victoria de Hamás en la guerra actual no sería, por tanto, una victoria de la causa palestina. Más bien todo lo contrario: sería la victoria del fanatismo, el radicalismo y el totalitarismo que ha conducido a la causa palestina a su triste situación actual.

 

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