Dichoso aquel que pudo conocer las causas de las cosas,
y los miedos todos y el hado inexorable
puso bajo sus pies, y el estrépito del Aqueronte avaro.
Virgilio, Geórgicas
Los estudiosos han fechado la vida de Lucrecio entre los años 99 y 55 a.C., pero no son más que elucubraciones, pues los datos sobre el poeta son dudosos y escasísimos. La gran mayoría de sus contemporáneos ignoró o calló acerca de su existencia. Cicerón apenas lo menciona en una carta: escribiendo a su hermano Quinto dice que el poema de Lucrecio muestra “mucho ingenio brillante y mucho arte también” (Ad Quintum Fratrem II 9, 3: multis luminibus ingenii, multae etiam artis). Ovidio, en sus Amores (I 15, 23), lo califica de “sublime” (carmina sublimis Lucreti) y dice que sus cantos “solo perecerán el día que se acabe el mundo”. Séneca lo cita algunas veces, Virgilio le dedica en sus Geórgicas (II 490-492) unos tímidos versos sin atreverse a nombrarlo y Tácito apenas menciona el poema pero no el autor. Eso y unos pocos más. En el siglo IV Elio Donato, en su Vida de Virgilio, da unas fechas falsas de su nacimiento y San Jerónimo, en su Chronicon, dice que se volvió loco después de haber tomado unos “filtros de amor” (postea amatorio poculo in furorem versus), que “en sus momentos de lucidez redactó unos libros que después corrigió Cicerón” (cum aliquot libros per intervalla insaniae conscripsisset, quos postea Cicero emmendavit) y que se suicidó a los cuarenta y cuatro años (propia se manu interfecit anno aetatis quadragesimo quarto. Chron. 96). Contando las calumnias de San Jerónimo, es todo lo que sabemos de él. ¿Por qué tanto silencio, pues, sobre Lucrecio? ¿Por qué tanto empeño en esconder la influencia de su poema en sus contemporáneos como en las generaciones futuras?
Lucrecio escribió un poema filosófico, de los más influyentes del pensamiento antiguo, el De rerum natura, que solemos traducir al español como “De la naturaleza de las cosas”. Ahí explica, a lo largo de 7.415 versos en seis cantos, la filosofía de Epicuro, que vivió en Atenas entre los siglos IV y III a.C. La gran aspiración de Lucrecio no era otra que enseñar a los romanos la luminosa doctrina de su maestro. Heredero de la tradición atomista fundada por Demócrito y Leucipo, Epicuro había enseñado que todo cuanto existe (los mundos, las sensaciones, los fenómenos, los cuerpos, las almas) no es más que infinidad de átomos de todos los colores y tamaños que se unen y separan a velocidad incalculable. La muerte no es más que la separación de los átomos del cuerpo y el alma, por tanto nada que debamos temer. El alma, compuesta también por átomos destinados a separarse en algún momento, es, desde luego, mortal. Los dioses tampoco existen y si existen no nos prestan atención, pues si nos la prestaran sufrirían, y si sufrieran dejarían de ser dioses. Lo único importante para los mortales es el placer, la hedoné, el verdadero objeto de la vida buena. Pero no el placer bajo y tosco del vientre, sino el placer sereno y sublime del espíritu. Es lo único que el sabio debe buscar. Por eso el verdadero sabio huye de la política “como un barco con las velas desplegadas”. Tampoco existen las ideas en sí mismas, sino las acciones que ellas producen. La idea de la Justicia, por ejemplo, no existe (en abierta oposición a las enseñanzas de Platón). Solo existe el miedo a que podamos ser castigados. Tampoco existe la idea de Libertad. Solo la alegría que da el poder hacer lo que dicta nuestra voluntad. La sociedad no nació, pues, de una idea, mucho menos por el designio de los dioses, sino por miedo a las bestias y a la intemperie, a la necesidad de protegerse contra ellas.
Miedo, alegría, placer, dolor, tristeza, Epicuro va tejiendo una red de pasiones y emociones que se convierten en fuerzas motrices de la conducta humana, individual y colectiva. Ya solo por esto su filosofía es un aporte originalísimo al pensamiento griego, que sin embargo prefirió seguir la senda del racionalismo y el idealismo platónico. Para Epicuro, la inteligencia y la razón solo sirven al sabio para ayudarlo a evitar todo lo que pueda privarlo del placer y la felicidad. Es lo que quería enseñar Lucrecio a los romanos, que debían liberarse del miedo y la superstición para poder ser verdaderamente felices. No hay que ser demasiado perspicaz para comprender por qué esta filosofía contra la superstición, materialista e irreligiosa, fue silenciada durante siglos, tanto por los emperadores paganos como después por los cristianos. Cuenta Diógenes Laercio que Epicuro escribió más de trescientas obras (X 26). De ellas, solo sobrevivieron, completas, tres cartas y dos colecciones de aforismos, la última en un palimpsesto hallado en la Biblioteca Vaticana en 1881.
Lucrecio tampoco corrió con mejor suerte. Ignorado, proscrito o calumniado por los antiguos, casi todos lo habían leído aunque tenían miedo de confesarlo. Lo vimos, San Jerónimo dijo que estaba loco y que se había suicidado (seguramente la vida y la muerte que según él merecía un hereje) y solo se acercó a la verdad cuando afirmó que Cicerón había editado su obra. Lo cierto es que el De rerum natura, que negó la inmortalidad del alma y la existencia de los dioses y de las ideas, desapareció durante toda la Edad Media y solo hasta el siglo XV pudieron hallarse dos manuscritos, uno en York y otro en el monasterio de Fulda, en Alemania.
Desde entonces no dejó de leerse ni su influencia dejó de crecer, de Giordano Bruno y Montaigne a Newton, Victor Hugo y Borges, afianzándose en todo este tiempo, en palabras de Ángel Cappelletti (Lucrecio: la filosofía como liberación, Caracas, 1987), su prestigio filosófico y literario. Lo hemos contado ya en otra ocasión: en español, si bien hay noticias de intentos anteriores, la primera traducción completa que llegó hasta nosotros se debe al Abate Marchena, un conspirador ilustrado que lo llevó a endecasílabos blancos en Salamanca en 1781. Sin embargo, la traducción del Abate Marchena solo pudo publicarse más de un siglo después, en 1896. Cinco años antes, en 1891, Lisandro Alvarado, que había andado a lomo de mula la Venezuela bárbara y supersticiosa y que compartía el entusiasmo de su tiempo positivista por la ciencia y la razón, quiso también rendir su propio homenaje al filósofo poeta. Su traducción, la primera hecha en América, fue publicada en Caracas en 1950, más de veinte años después de su muerte. Esta traducción, tan lejos en el tiempo y el espacio del poema de Lucrecio, demuestra que, tarde o temprano, se puede encontrar la forma de burlar la censura de los dioses.