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La democracia en tiempos de crimen organizado

 

La democracia es esencial en el mundo moderno por varias razones: en principio, permite la participación ciudadana, garantiza derechos y libertades y asegura la rendición de cuentas de los líderes electos. También se asocia con el desarrollo económico, la innovación y mejora el estándar de vida. Es decir, la democracia no solo proporciona un sistema político, sino que también establece el marco apropiado para el desarrollo humano, la paz y el progreso.

Sin embargo la democracia se encuentra amenazada por la relación que se ha construido entre las bandas criminales, la política y los políticos, lo cual ha sido un tema recurrente en muchos países alrededor del mundo. Estas relaciones involucran corrupción, lavado de dinero, tráfico de drogas y otras actividades ilegales. El telón de fondo es influir en políticos o instituciones de un país para proteger sus intereses y facilitar sus operaciones delictivas.

La primera consecuencia de esto es la erosión de la confianza pública en las instituciones gubernamentales y, en consecuencia, crea desafíos importantes para el Estado de derecho. 

Aunque en algunos países se ha logrado reducir la influencia de esas bandas criminales mediante la aplicación de leyes o reformas institucionales, en otros esta relación se ha fortalecido al punto de que participan en la toma de decisiones a nivel estatal y local.

La recesión de la democracia es un reto en América Latina, como demuestran los casos del Triángulo Norte de Centroamérica y México, que son ejemplos concretos de lo que podría estar sucediendo en la región dada la alta criminalidad existente.

Y es que la actuación de esas bandas criminales ha desafiado la soberanía del Estado. Los cárteles, en cooperación con pandillas y otras entidades criminales cuentan, en muchos casos, con mejor organización y más recursos que el Estado, cooptan no solo a las fuerzas policiales y militares, sino también al poder judicial, a los legisladores y a otros componentes de la estructura estatal. 

Poco a poco, pareciera que el Estado se está mostrando incapaz de gobernar y ejercer la autoridad. Tanto es así que muchos especialistas consideran que es difícil distinguir dónde termina el crimen organizado y dónde comienza el papel del Estado.

Es importante mencionar el caso de El Salvador, donde el presidente Nayib Bukele aprovechó la frustración generada por la corrupción de los partidos tradicionales, Arena y FMLN, apelando al resentimiento de la gente con la promesa de combatir el crimen de las bandas criminales. Lo hizo encarcelando a gran parte de los miembros de las MARAS, destituyendo jueces y fiscales, y acusando a varios expresidentes del país por el delito de corrupción. No obstante, produjo un daño colateral: subyugó al poder legislativo con el objetivo de restablecer el orden del Estado. Si lo logró, no lo sé, pero lo que sí sé es que se hizo con el control absoluto del Estado.

La gran pregunta es si tal política elimina el crimen organizado. Es difícil responder, pero por ahora, líderes de diferentes países latinoamericanos ven en Bukele un modelo y así mismo, ven el asesinato del candidato presidencial de Ecuador, Fernando Villavicencio, como un atractivo del enfoque Bukele. Vale señalar que este modelo no necesariamente está haciendo más saludable la democracia en El Salvador, sino que más bien fortalece al presidente y le otorga el título del gobierno con el mejor desempeño en la región.

Preocupa que mientras se continúa consolidando el poder en una sola persona, la corrupción y una menor transparencia del gobierno podrían desencadenar una situación similar a la que permitió el surgimiento del crimen organizado. Cuando el sistema legal de un Estado pierde su autonomía y queda a merced de la voluntad de un líder absoluto, ningún orden puede sostenerse. En ese escenario, jueces y fiscales generales pierden el horizonte del orden jurídico nacional. Lo que quiero señalar es que una vez que se instala un poder absoluto, se debilita el sistema de pesos y contrapesos y no es fácil revertirlo.

Uno de los mecanismos de la democracia es la realización de elecciones libres, competitivas y periódicas, siendo la financiación parte esencial de los procesos electorales. Pero es a través del dinero volcado a la política que se producen distorsiones. Esto es especialmente cierto en algunos países de la región donde el crimen organizado desempeña un rol político fundamental, especialmente a nivel local y regional.

Un ejemplo claro y muy actual es la financiación de las campañas electorales, como la del actual presidente de Colombia, Gustavo Petro. Desde que asumió la presidencia de ese país, hace un año, cada día se revela más información sobre la contribución del PODER ILEGAL en la campaña que lo llevó a la presidencia. Sin dejar de mencionar al expresidente Ernesto Samper, quien pasó más tiempo esquivando las acusaciones de financiamiento ilegal que gobernando a Colombia.

Pero ¿cómo el dinero puede distorsionar el funcionamiento de la democracia?, porque precisamente es a través de la financiación como se introducen grandes alteraciones en el funcionamiento de la competencia política, distorsionando la democracia, no solo como resultado de los recursos económicos ilegales sino también de aquellos que, aunque legales, de todos modos buscan retribuciones posteriores. Es decir, cualquiera que tenga las posibilidades económicas reales trata de influir o, aun peor, de capturar los poderes institucionales, para lograr que estos se coloquen al servicio de sus propios intereses.

Una campaña electoral cuesta mucho dinero debido a los altos costos en publicidad, los especialistas en manejo de imagen y la televisión como el principal escenario de la política, lo que aumenta la vulnerabilidad de los dirigentes o aspirantes a representantes políticos frente a quienes tienen la capacidad financiera necesaria para apoyar sus aspiraciones. 

Los casos más conocidos en los cuales las bandas del narcotráfico han intentado controlar o influir en la política han ocurrido en Colombia. Inicialmente, se dio mediante la elección de algunos de los jefes de los carteles como representantes políticos: Pablo Escobar, el jefe del Cartel de Medellín, fue elegido a comienzos de los 80 como representante suplente a la Cámara de Representantes, y Carlos Lehder, también del Cartel de Medellín, fue elegido diputado a la Asamblea del Quindío.

A mediados de los 90, en lo que se conoció como el «Proceso 8000», se difundió la financiación del Cartel de Cali a la campaña presidencial de Ernesto Samper. Asimismo, el caso conocido como “parapolítica” reveló las alianzas entre grupos de narcotraficantes y paramilitares con dirigentes políticos de diversos niveles de gobierno: alcaldes locales, gobernadores regionales y congresistas. El caso de México es aún más preocupante, los grupos criminales operan como un gobierno alterno. Son estructuras de poder que desde las sombras, se infiltran en las instituciones públicas, marcan las reglas de operación, sobornan a los funcionarios y en otros casos, amenazan o eliminan a los que se oponen a sus deseos.

Por eso las declaraciones del Secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, cuando en una comparecencia ante el Senado de su país y ante la pregunta expresa de si el narco controla algunas zonas de México, tuvo que responder que en efecto eso sucede.

En muchas zonas pareciera que las fuerzas del orden público perdieron el poder y ahora son los grupos criminales quienes imponen las reglas. Según AMLO, “no hay ningún lugar en el territorio nacional donde no haya presencia de la fuerza federal y de autoridades públicas, por lo que el gobierno mexicano ostenta el control total del territorio nacional”.

Mientras que, la Agencia Antidrogas de los Estados Unidos (DEA), considera a los cárteles mexicanos de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación (CJNG), como las principales amenazas “para la salud y las comunidades” de Estados Unidos, pero, no solo por ser los principales productores y distribuidores de fentanilo, una droga sintética que se ha convertido en el enemigo público número uno de los Estados Unidos, sino por el poder que tienen de modificar la gobernabilidad de las regiones donde operan.

Tal vez AMLO tenga razón en que el gobierno sigue teniendo el control institucional del país, pero lo preocupante es que el control de la vida cotidiana y de lo que pasa con las personas en regiones muy amplias de México, ya está bajo el mando del crimen organizado y por eso tantos homicidios, extorsiones, secuestros y desapariciones.

Aunque las democracias sanas se basan en el Estado de derecho, la transparencia y la participación ciudadana, las bandas criminales, al infiltrarse en los sistemas políticos y económicos, pueden distorsionar estos principios fundamentales. Lo que es peor, muchos ciudadanos estarían dispuestos a ceder sus derechos civiles a cambio de seguridad, según la encuesta Latinobarómetro. En algunos casos, los ciudadanos incluso comienzan a dudar de que la democracia sea la mejor forma de gobierno para sus países y se ven atraídos por la sensación percibida de control y seguridad de regímenes más autoritarios.

Según el BID, la agenda de desarrollo y seguridad de América Latina ha sufrido cambios durante los últimos cincuenta años. Entre la década de los sesenta y mediados de los ochenta, la prioridad era la agenda de redemocratización y la transformación de los regímenes militares en gobiernos democráticos. El retorno de la democracia vino de la mano de una de las crisis económicas más severas que habían afectado a la región, entonces, la inquietud más urgente era la gestión de los programas de ajuste estructural y las estrategias para reducir la pobreza.

En la actualidad, la democracia y el desarrollo se ven amenazados por la violencia estructural. Esta vez, no provienen de la represión por parte de un gobierno militar, sino del crimen organizado, directamente relacionado con las drogas y sus carteles, que se han convertido en la mayor competencia del Estado.

A veces tengo la impresión de que varios países de la región parecen estar en guerra consigo mismos: Colombia, México, El Triángulo Norte de América Central y ni hablar de la rareza del caso venezolano, donde el Estado se ha convertido en un promotor de las bandas delincuenciales para el control de la sociedad.

Les pregunto amigos lectores: ¿Cómo resolvemos este círculo vicioso?

 

Luis Velásquez 

 Embajador

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