La desvergüenza: política exterior de Maduro
El primer ministro de Relaciones Exteriores o canciller que tuvo Venezuela, en 1810, fue uno de los más eminentes pensadores de la libertad que ha tenido el país, hombre notabilísimo cuyo pensamiento quedó plasmado en el Acta de Independencia, del que fue redactor. A Juan Germán Roscio ꟷese venezolano excepcionalꟷ, le siguió Pedro Gual; a Gual, Diego Bautista Urbaneja; a Diego Bautista Urbaneja, Santos Michelena. Y así.
La alta vara humana y profesional que los fundadores de la República le impusieron a la responsabilidad de ejecutar la política exterior, salvo excepciones, no atenuó hasta 1999. Hasta en los peores momentos de las guerras civiles del siglo XIX, los vencedores intentaron designar para el cargo a personas que tuviesen las cualidades, la dignidad y las habilidades para representar a Venezuela ante otros países.
Le pido al lector que me siga en esta lista, para que constate a qué me refiero. Fueron cancilleres, por ejemplo, José Rafael Revenga, Vicente Lecuna, Simón Planas, Fermín Toro, Juan José Mendoza, Guillermo Tell Villegas (que fue, además, presidente interino en tres oportunidades), Eduardo Calcaño, Francisco González Guinán (el más popular historiador de su tiempo, aunque hoy los 14 tomos de su Historia de Venezuela han sido rezagados al olvido), Manuel Antonio Matos, Caracciolo Parra Pérez, Andrés Eloy Blanco, René De Sola, Marcos Falcón Briceño, Ignacio Luis Arcaya, Ignacio Iribarren Borges, Arístides Calvani, Ramón Escovar Salom, Simón Alberto Consalvi, Enrique Tejera París, Reinaldo Figueredo Planchart y Armando Durán. Podría sumar muchos otros nombres notables. Humanistas, juristas, escritores, historiadores, pensadores, editores, venezolanos sin tacha y hombres de diálogo: esa fue la tradición de la política exterior venezolana, que se rompió el nefasto 15 de febrero de 2001, cuando el maestro de la destrucción, Hugo Chávez, designó a sujetos innombrables (por distintas razones), que han convertido la política exterior venezolana y la gestión internacional, en un grotesco despacho de mentiras, propaganda, insultos, manipulación y violación de las leyes. No creo necesario realizar el ejercicio de comparar aquí a cualquiera de aquellos cancilleres con alguno de los actuales: los de ahora dan vergüenza. Vergüenza. Nunca, desde 1810 hasta ahora, la nación venezolana había reunido un cartel semejante de incompetentes, ignorantes, arribistas, politiqueros, aventureros, corruptos y hasta de sujetos que usan sus credenciales para eludir las leyes, hacer negocios, cometer actos de violencia de género con asegurada impunidad y más. A esa cultura de mínima profesionalidad y profunda mediocridad pertenecen los embajadores y cónsules que se niegan a prestar servicios y atención diligente a los ciudadanos venezolanos dispersos en todo el planeta, solo porque quieren un cambio político en Venezuela.
Leí el comunicado emitido por el gobierno de Maduro, en respuesta a la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos, en el que la entidad multilateral expresa su rechazo a dos de las más recientes tropelías del régimen: las intervenciones de la Cruz Roja de Venezuela y del Partido Comunista de Venezuela, haciendo uso del Tribunal Supremo de Justicia.
¿Qué dice la CIDH, en concreto? Dice las cosas más elementales, en el tono comedido ꟷcasi eufemísticoꟷ, que es el sello de la lengua diplomática: expresa su preocupación por las decisiones del Tribunal Supremo de Justicia. En un caso, porque afecta a una organización política “disidente de la coalición gubernamental”, y en el otro, porque actúa “contra una organización de la sociedad civil cuya misión es fortalecer la ayuda humanitaria”. Ambos constituyen “ataques a la libertad de asociación”.
Y, como es previsible y necesario, hace un exhorto, un llamado, a que los procesos de designación de las directivas sean “autónomos e independientes”, puesto que estas decisiones judiciales, “de carácter arbitrario no solo afectan la libertad de asociación y la participación política libre de discriminación, sino que profundizan la desconfianza en el sistema electoral (…) Y lo que es más preocupante (…) profundizan la desconfianza en el sistema electoral (…) creando nuevos obstáculos para superar la crisis institucional en un país caracterizado por la ausencia de un Estado de Derecho”.
No dice el comunicado de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos que la intervención del Partido Comunista, que se propone dividirlo y despojarlo de sus emblemas, recursos y capacidades, ha sido precedida de acciones semejantes en contra de otros partidos políticos. No dice tampoco que la acción en contra de una entidad humanitaria, con presencia mundial, ocurre después de que el régimen ha aprobado una ley para entorpecer, trabar, perseguir y acorralar a las organizaciones no gubernamentales del país. No recuerda la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos que en Venezuela han sido detenidos activistas que prestan servicios comunitarios, solo por eso: por hacer cosas a favor de la población más vulnerable. Tampoco hace mención de casos extremos, como los de Javier Tarazona, activista de los derechos humanos, o el de Roland Carreño, periodista y miembro del partido Voluntad Popular, ambos presos políticos, encerrados solo por trabajar por una vida más digna, uno desde el activismo social y otro desde el activismo político.
¿Y de qué modo responde la Cancillería del régimen, la Cancillería de los atorrantes? Lo hace de dos maneras, ambas reveladoras de su siniestra naturaleza. Una: no dicen una palabra, ni de la Cruz Roja ni del Partido Comunista de Venezuela. No hablan del asunto central del comunicado de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos. No defienden la intervención. No la explican.
Dos: lo obvio. Su respuesta es un zumo, una metáfora, una perfecta muestra de qué trata una corriente de la política exterior del régimen de Venezuela, la dirigida a los países democráticos y a los organismos multilaterales: insultan, distorsionan. En tanto que no tienen argumentos, apelan a su lengua barriobajera: organismo degenerado, mercenarios, serviles, etcétera. Y, no podía faltar, el doble truco de siempre, rutinario, desgastado, el producto neto de la pobreza de ideas: afirmar que se trata de un ataque al pueblo de Venezuela, y que ese ataque proviene del imperio norteamericano.
¿Hay que añadir algo más? Solo esto: dan vergüenza. Una dolorosa vergüenza.