La escritura y la muerte
Abandonar la lectura implica abandonar nuestra relación con los muertos, con sus palabras y sus pensamientos
Dos esqueletos ‘besándose’. | Dagmar Hollmann (Wikimedia Commons)
Las edades de la razón no han impedido que sigamos presos del pensamiento mágico en muchos ámbitos de la vida. Es una fatalidad que arrastramos desde el origen pues toda cultura empieza siendo un sistema mágico con el que interpretar la realidad. En nuestro tiempo es habitual la creencia de que ya no nos comunicamos con los muertos como nuestros ancestros. Nada más lejos de la vedad. En realidad conectamos con los muertos más que nuestros antepasados. Imaginemos una cultura humana anterior a la escritura, una cultura del paraíso según Rousseau y Lévi-Strauss. Sus miembros no escriben pero hablan y cantan. Se comunican con los muertos a través de la magia. Sienten a los muertos presentes, rozándoles la piel mientras danzan. Y bien, ahora mismo cualquiera de nosotros se pone a leer a Platón, un diálogo tras otro, y se puede acercar a un muerto de la antigüedad con más intensidad que los antiguos. Ilusionismo desconcertante el que ejerce el lenguaje sobre nosotros, con su capacidad para evocar las cosas que nombra, los sentimientos, las existencias.
Gracias a la escritura y posteriormente a la imprenta puedo sumergirme en las profundidades de una antigua alma ateniense, y puedo practicar un culto a los muertos en nada inferior al de la comunión de almas de los antiguos y los prehistóricos. Y como ellos, seguimos envueltos en procedimientos mágicos tan asumidos, tan reiterados, que los tomamos por naturales cuando en realidad son el resultado de complejas construcciones vinculadas al miedo.
Es para pensar que la literatura y la filosofía son las artes más vinculadas a la dialéctica incesante de la vida y de la muerte, al convertirse, en muchos casos, en un puente directo a respiraciones que nos precedieron: un puente profundo en el que poder perderse y hacer largos viajes al pasado, a la intimidad de las almas que lo habitaron, a la oscuridad y la claridad de sus pensamientos. Se trataría de la última fase de una larga construcción mágica que comenzó con la pronunciación de las primeras palabras de aquellos homínidos de la sabana. El estupor lo produce el hecho de que la operación mágica de conectar con los muertos a través de las palabras sigue intacta y que, en algún aspecto, todo libro es un conjuro.
«Ninguna lengua ha salido ilesa de cien años de incesante y agobiante publicidad»
¿Por mucho tiempo? No es fácil saberlo. Quizá a partir de ahora la escritura gráfica vaya siendo desplazada por la escritura de las imágenes, que el ordenador cuántico podría hacer más fluida y líquida que las palabras, y también podría ser que las palabras perdiesen su poder de evocación convirtiéndose en partículas perdidas de un artificio muerto, en parte debido al poder corrosivo de la publicidad, que desgasta la lengua al devaluar el significado de las palabras y al introducirlas en la turbina de la mentira como sistema. En la publicidad las palabras pierden su aliento, su verdad, y la lengua es mortalmente instrumentalizada. Ninguna lengua ha salido ilesa de cien años de incesante y agobiante publicidad, y algunas ya parecen lenguas muertas.
Seguro que los nuevos paradigmas, que aún no conocemos, van a modificar nuestra relación con los muertos al posibilitar la creación de robots digitales de los difuntos, en un universo más ubicado en las artes audiovisuales que en la literatura y en la filosofía. Las épocas también se diferencian por su relación con la muerte, y esos puentes que tendieron la filosofía y la literatura se están resquebrajando. No importa. Antes de que lleguen los persas gocemos de aquella noche de verano cuando se juntaron unos cuantos atenienses en un banquete para hablar del amor con palabras paradójicas y desconcertantes. Si entras en El banquete de Platón entras en Atenas, accedes a la casa de un poeta llamado Agatón, conoces a Alcibíades, asistes a una historia de amor, y a la vez rindes un culto a los que se fueron hace mucho tiempo. Ese culto profundo a los muertos vinculado a la escritura como cofre de la memoria profunda es la columna vertebral de la cultura y su modificación puede provocar cambios prodigiosos, por llamarlos de alguna forma.
Abandonar la lectura como están haciendo las nuevas generaciones implica necesariamente abandonar nuestra relación con los muertos, con sus palabras y sus pensamientos. Supone además un despojamiento de las raíces en beneficio de una sociedad más flotante y fantasmal, y de paso también más desprotegida. Un proceso comprensible si se tiene en cuenta de que la muerte es considerada por la sociedad actual el tabú fundamental y se ha convertido en la innombrable. Todo lo que hiere y obliga a pensar empieza a desaparecer del lenguaje habitual y del lenguaje del Estado.