La falacia autoritaria
Para asegurar el progreso y su legitimidad necesitamos que alguien siempre nos pueda decir que nos estamos equivocando
Wuhan ha terminado su cuarentena. Más de dos meses después, sus habitantes salieron a las calles a celebrar que el número de nuevos contagios de la Covid-19 se había reducido hasta un volumen manejable. Con las imágenes de la felicidad regresan los rumores sottovoce que alaban el autoritarismo: ellos lo han controlado porque pueden tomar decisiones rápidas y hacerlas cumplir entre su población, murmuran algunas voces.
Son comentarios que han ido emergiendo en los últimos años en una extraña alianza: a la vieja izquierda más nostálgica se le ha ido sumando inesperadamente una suerte de élite occidental de perfil ejecutivo que ha visto en la nueva China un paradigma de eficiencia inigualable.
Lo que tienen en común todas estas voces es que confunden la aplicación de una política con la calidad del proceso de toma de decisión. ¿Qué más da si un país es capaz de hacer que toda su población cumpla a la fuerza con una medida determinada, si ésta ha sido decidida en última instancia por alguien no sujeto a crítica? Es decir: si nadie le puede decir que se equivocó.
La victoria contra la pandemia no vendrá gracias a un pequeño grupo de managers dictatoriales iluminados. No cuando hemos visto que no les importa manipular y ocultar información, como ha hecho el Gobierno chino desde el principio del brote. Algo que, de hecho, equivale a sabotear tu propia capacidad de superar la epidemia. Un desafío tan complejo te exige poner a trabajar todas las mentes que puedas en él, cuanto antes: se trata de un virus nuevo, con un potencial de contagio como el mundo no ha conocido en décadas, que afecta dramáticamente a la demanda de cuidados, a la marcha económica y cotidiana del mundo entero. Los modelos que se basan en la creación y comprobación abierta, estructurada, del conocimiento son la mejor apuesta que tenemos para recibir ideas, someterlas a crítica cruzada, ponerlas a prueba y decidir cuáles van a funcionar.
La toma de decisiones consensuada y basada en la evidencia cuenta, además, con un subproducto fundamental: credibilidad. El monopolio de la violencia es un instrumento necesario para pulir comportamientos masivos, pero rara vez los crea desde cero. Para eso, la receta abierta es la más duradera: ciencia y democracia. Paradójicamente, para asegurar el progreso y su legitimidad necesitamos que alguien siempre nos pueda decir que nos estamos equivocando.