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La falsa guerra de Bukele contra la corrupción

Combatir la corrupción requiere de independencia judicial, institucionalidad y Estado de derecho. Y eso no existe más en El Salvador

El pasado 1 de junio, Nayib Bukele se olvidó de rendir cuentas en el espacio previsto para que el presidente de la República rinda cuentas al Poder Legislativo y a la nación. En lugar de ello, llegó al Salón Azul a ordenar a sus diputados la aprobación de un plan de reducción de municipios y de curules; y anunció el inicio de una guerra contra la corrupción, similar –dijo– a la que desató contra las pandillas. Esa noche, lo anunció él mismo, la Fiscalía allanaba casas y terrenos supuestamente propiedad del expresidente Alfredo Cristiani.

Los tres anuncios son emblemáticos de un presidente que avanza hacia una dictadura atropellando todo a su paso. Habrá ocasión en un futuro próximo de dedicar este espacio a los primeros dos puntos. Hoy nuestro editorial se ocupará del tercer punto, su “guerra contra la corrupción”.

Desde los años en que Alfredo Cristiani presidía El Salvador, organizaciones de la sociedad civil exigían transparencia, rendición de cuentas y, sobre todo, una contraloría fuerte que castigara la corrupción. Las sospechas sobre la privatización de la banca, el uso de la partida secreta y contratos estatales empañaron su gestión.

Este periódico, que nació cuando el presidente era Armando Calderón Sol, ha demandado desde sus orígenes investigaciones eficaces y, como casi todos los medios informativos del país, ha publicado una enorme cantidad de reportajes que evidencian corrupción en las administraciones de los anteriores y de Francisco Flores, Antonio Saca, Mauricio Funes, Salvador Sánchez Cerén y Nayib Bukele.

Entonces, y ahora también, es necesario determinar a cabalidad las responsabilidades y que se haga lo debido con aquellos funcionarios que cometieron actos de corrupción. Lamentablemente eso no es posible bajo la presidencia de Nayib Bukele.

Combatir la corrupción requiere de independencia judicial, institucionalidad y estado de derecho. Y eso no existe más en El Salvador.

El hecho de que el fiscal programe justo a la hora del anuncio presidencial el allanamiento de propiedades de un enemigo político y que Bukele mismo anuncie esos allanamientos es evidencia inequívoca, por si aún faltaba, de la nula independencia del fiscal Rodolfo Delgado. Un fiscal impuesto por la bancada legislativa de Bukele en su primera sesión plenaria, sorpresivamente y sin discusiones mediante, de la misma manera en que impusieron esa misma noche a cinco magistrados de la Sala de lo Constitucional.

Este es uno de los problemas de que una persona controle todo el Estado: que con una mano puede acusar y condenar a quien quiera, y con esa misma mano garantizar impunidad y protección a sus socios y cómplices. La justicia, en regímenes autoritarios y en dictaduras, es sustituida por la voluntad del tirano.

La culpabilidad o la inocencia de un ciudadano, sea quien sea, no dependen de lo que diga un presidente. Lo que hoy sí depende de él es la sentencia.

El fiscal Delgado allanó e incautó bienes, presuntamente propiedad de Cristiani, antes siquiera de juzgar al afectado. Cristiani fue sentenciado el 1 de junio pasado en un discurso presidencial, no en un juicio debido, y por tanto los salvadoreños ya no podremos saber si realmente cometió actos de corrupción, porque no será juzgado con la independencia y las garantías que eso requiere. Bukele le ha convertido en un perseguido político.

Así como hoy basta su palabra para juzgar y condenar opositores, así ha bastado para proteger a sus funcionarios y para no rendir cuentas sobre el destino de miles de millones de dólares. Decenas de actos concretos de corrupción en este Gobierno han sido documentados y publicados por varios medios de comunicación. La lista de funcionarios involucrados es muy larga y ninguno de ellos ha sido siquiera investigado por este fiscal. Desde la jefa de gabinete de Bukele hasta su jefe carcelero, pasando por su jefe de bancada, su ministro de Salud, su presidente de la Asamblea, su exministro de Agricultura y los que se siguen acumulando.

Por el contrario, sus diputados han aprobado leyes para garantizar impunidad a funcionarios involucrados en compras durante la pandemia, a través de un paquete legislativo conocido como Ley Alabí en alusión al ministro de Salud, Francisco Alabí –uno de los más señalados por corrupción– y ha declarado en reserva prácticamente todos los gastos públicos.

El blindaje incluye también tomar dinero de los fondos de pensiones y declarar en reserva toda información relativa al pago de esta deuda. De las pensiones de todos los trabajadores.

Han puesto al presidente de ANDA a inventarse a tropezones plantas desalinizadoras para tapar la corrupción del director de prisiones, Osiris Luna, el mismo que vendía los paquetes alimenticios comprados por el Gobierno para atender la pandemia.

Si sospechábamos, y en muchos casos probamos, corrupción en Gobiernos anteriores, los mayores robos palidecen comparado con lo que este gobierno ha ocultado en sus primeros cuatro años. Hay aproximadamente cuatro mil millones de dólares cuyos destinos son desconocidos, sin incluir los orígenes o el destino de los fondos para comprar bitcoins y los mismos bitcoins que Bukele, según un tuit suyo, compró desde su teléfono. A eso se suman, con las reformas a las leyes de compras del Estado que hizo la bancada oficialista en enero de este año, más de mil quinientos millones de dólares que Bukele puede destinar en contrataciones y compras sin necesidad de pasar por procesos de control.

Ninguno de los muchos corruptos de los que se ha rodeado Bukele y que aplauden su régimen caerá en esta “guerra contra la corrupción”, porque Bukele es su protector y por tanto su cómplice. Por eso necesitaba imponer a su fiscal y controlar a los jueces; por eso su fiscal desmanteló la unidad que investigaba corrupción (y que había encontrado irregularidades en el 70 por ciento de las compras de insumos médicos durante la pandemia). Por eso expulsó a la CICIES en cuanto dio sus primeros y tímidos pasos, que bastaron para encontrar irregularidades en su gobierno.

Lo que Bukele ha llamado una guerra contra la corrupción es un discurso con miras electorales y una herramienta para perseguir opositores. Una propaganda planificada por sus asesores venezolanos, esos oportunistas que salieron de Caracas huyendo de una dictadura para mudarse a El Salvador a ayudar en la construcción de otra que sí les acoge. Ellos son los arquitectos del discurso maniqueo: si se declara la guerra contra la corrupción, todo aquel que la cuestione se convierte en enemigo o en defensor de corruptos. Es un truco viejo e inmoral, pero efectivo.

“Nosotros solo le rendimos cuentas a los salvadoreños –dijo Bukele en la Asamblea– por eso hemos podido tomar las decisiones que había que tomar, no rendimos cuentas a la comunidad internacional”. Una vez más, mintió. Bukele no ha rendido cuentas a los salvadoreños.

 

*Artículo publicado originalmente en El Faro.

 

 

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