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La globalización y la política: La nueva división política

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La globalización y la política

La nueva división política

Adiós, izquierda versus derecha. La competencia que importa ahora es apertura contra cierre

Como teatro político, las convenciones de los partidos en los Estados Unidos no tienen paralelo. Activistas de derecha e izquierda convergen para elegir a sus candidatos y celebrar el conservadurismo (republicanos) y el progresismo (demócratas). Pero este año fue diferente, y no sólo porque Hillary Clinton se convirtió en la primera mujer en ser nominada a la presidencia por un partido importante. Las convenciones pusieron de relieve una nueva línea divisoria de la política: no entre izquierda y derecha, sino entre apertura y cierre (ver artículo). Donald Trump, el candidato republicano, resumió uno de los lados de esta brecha con su habitual concisión. «Americanismo, no globalismo, será nuestro credo«, declaró. Sus diatribas anti-comerciales fueron repetidas por el sector de Bernie Sanders en el Partido Demócrata.

Estados Unidos no está sola. En toda Europa, los políticos de moda son los que argumentan que el mundo es un lugar desagradable, amenazante, y que las naciones sabias deben construir muros para mantenerlo fuera. Estos argumentos han ayudado a elegir a un gobierno ultranacionalista en Hungría y uno polaco que ofrece una mezcla trumpiana de xenofobia con desprecio por las normas constitucionales. Partidos populistas y autoritarios europeos de derecha o izquierda ahora disfrutan de casi el doble de apoyo del que tenían en el año 2000, y están en el gobierno o en una coalición de gobierno en nueve países. Hasta el momento, la decisión británica de abandonar la Unión Europea ha sido la victoria más importante de los anti-globalistas: el voto en junio sobre abandonar el club de libre comercio más exitoso del mundo fue ganado al complacer cínicamente los instintos insulares de los votantes y  logrando dividir los principales partidos.

A diario aparecen noticias que fortalecen el mensaje de los anti-globalizadores. El 26 de julio dos hombres que se consideraban leales al Estado Islámico degollaron a un sacerdote católico de 85 años de edad, en una iglesia cerca de Rouen. Fue la última de una serie de atrocidades terroristas en Francia y Alemania. El peligro es que un aumento de la sensación de inseguridad dé lugar a nuevas victorias electorales para dirigentes favorables a un mundo cerrado. Este es el riesgo más grave para el mundo libre desde el comunismo. No hay nada más importante que su freno.

Muros más altos, peores niveles de vida

Empecemos por recordar lo que está en juego. El sistema multilateral de instituciones, normas y alianzas, liderado por los Estados Unidos, ha impulsado la prosperidad mundial por siete décadas. Permitió la reconstrucción de la Europa de posguerra, se deshizo el mundo cerrado del comunismo soviético y, mediante la conexión de China a la economía mundial, provocó la mayor reducción de pobreza en la historia.

Un mundo de constructores de muros sería más pobre y más peligroso. Si Europa se divide en trozos enfrentados y América se refugia en el aislacionismo, el vacío será llenado por poderes menos benignos. La afirmación de Trump de que quizá no defendería a los aliados de Estados Unidos bálticos si fuesen amenazados por Rusia es incomprensiblemente irresponsable (ver artículo). América ha jurado tratar un ataque a cualquier miembro de la alianza de la OTAN como si fuera un ataque contra todos. Si Trump puede despreocupadamente deshonrar un tratado, ¿por qué un aliado de confianza confiaría  nuevamente en los Estados Unidos? Sin ni siquiera haber sido elegido, él ha alentado a los pendencieros del mundo. No es de extrañar que Vladimir Putin lo apoye. Aún así, que Trump inste a Rusia a que siga pirateando los correos del partido Demócrata es indignante.

Las constructores  de muros ya han hecho un gran daño. Gran Bretaña parece estar dirigiéndose hacia una recesión, gracias al Brexit. La Unión Europea se tambalea: si Francia eligiese a la nacionalista Marine Le Pen como presidente el próximo año y luego siguiera la senda de salida inaugurada por Gran Bretaña, la UE podría colapsar. Trump ha chupado la confianza de las instituciones globales como sus casinos chupan dinero de los bolsillos de los apostadores. Con un posible presidente de la mayor economía del mundo amenazando con bloquear nuevos acuerdos comerciales, descartar los existentes y retirarse de la Organización Mundial del Comercio si no le dan lo que exija, ninguna empresa que comercie en el extranjero puede llegar a 2017 con ecuanimidad.

En defensa de la apertura

La lucha contra los constructores de muros requerirá una retórica más fuerte, políticas más audaces y tácticas más inteligentes. En primer lugar, la retórica. Los defensores del orden mundial abierto necesitan defender su postura de forma más clara. Deben recordar a los votantes por qué la OTAN es importante para los Estados Unidos, por qué la Unión Europea es vital para Europa, cómo la apertura comercial y la apertura al exterior enriquecen las sociedades, y por qué luchar contra el terrorismo con eficacia exige cooperación. Se están replegando demasiados amigos de la globalización, musitando acerca de un «nacionalismo responsable». Sólo un puñado de políticos -Justin Trudeau en Canadá, Emmanuel Macron en Francia- son lo suficientemente valientes para defender la apertura. Los que creen en ella deben luchar para defenderla.

También deben darse cuenta, sin embargo, en dónde  la globalización necesita ser mejorada. El comercio crea muchos perdedores, y una inmigración acelerada puede perturbar a las comunidades. Pero la mejor manera de abordar estos problemas no es creando barreras. Es idear estrategias políticas que preserven los beneficios de la apertura al mismo tiempo que alivien sus efectos secundarios. Dejemos que los bienes y las inversiones fluyan libremente, pero reforcemos la red de seguridad social para ofrecer apoyo y nuevas oportunidades a aquellos cuyos trabajos son destruidos. Para gestionar mejor los flujos inmigratorios, invertir en infraestructura pública, garantizar empleo a los inmigrantes, y permitir la  aplicación de normas que limiten los aumentos repentinos del número de personas (al igual que las normas comerciales globales permiten a los países limitar los aumentos repentinos de importaciones). Pero no equiparemos la gestión de la globalización con el abandono de la misma.

En cuanto a la táctica, la pregunta a los partidarios de la apertura, que se encuentran en ambos lados de la tradicional divisoria partidista de izquierda y derecha, es cómo ganar. El mejor enfoque posible es  diferente según cada país. En los Países Bajos y Suecia, los partidos de centro se han unido para bloquear a los nacionalistas. Una alianza similar derrotó a Jean-Marie Le Pen, del Frente Nacional, en la segunda vuelta por la presidencia de Francia en 2002, y puede ser necesaria para derrotar a su hija en 2017.  Gran Bretaña sin embargo, puede ser que necesite a un nuevo partido de centro.

En Estados Unidos, donde lo más importante está en juego, la respuesta debe venir desde las propias estructuras partidistas. Los republicanos que están comprometidos en derrotar a los anti-globalización deben taparse la nariz y apoyar a Clinton. Y la propia señora Clinton , ahora que se ha ganado la nominación, debe convertirse en campeona de la apertura, con claridad, en lugar de titubear. Su elección de Tim Kaine, un globalista de habla española, como su compañero de fórmula, es una buena señal. Sin embargo, las encuestas todavía muestran resultados muy estrechos. El futuro del orden mundial liberal depende de que ella tenga éxito.

Traducción: Marcos Villasmil

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ORIGINAL EN INGLÉS:

THE ECONOMIST

Globalisation and politics

The new political divide

Farewell, left versus right. The contest that matters now is open against closed

AS POLITICAL theatre, America’s party conventions have no parallel. Activists from right and left converge to choose their nominees and celebrate conservatism (Republicans) and progressivism (Democrats). But this year was different, and not just because Hillary Clinton became the first woman to be nominated for president by a major party. The conventions highlighted a new political faultline: not between left and right, but between open and closed (see article). Donald Trump, the Republican nominee, summed up one side of this divide with his usual pithiness. “Americanism, not globalism, will be our credo,” he declared. His anti-trade tirades were echoed by the Bernie Sanders wing of the Democratic Party.

America is not alone. Across Europe, the politicians with momentum are those who argue that the world is a nasty, threatening place, and that wise nations should build walls to keep it out. Such arguments have helped elect an ultranationalist government in Hungary and a Polish one that offers a Trumpian mix of xenophobia and disregard for constitutional norms. Populist, authoritarian European parties of the right or left now enjoy nearly twice as much support as they did in 2000, and are in government or in a ruling coalition in nine countries. So far, Britain’s decision to leave the European Union has been the anti-globalists’ biggest prize: the vote in June to abandon the world’s most successful free-trade club was won by cynically pandering to voters’ insular instincts, splitting mainstream parties down the middle.

News that strengthens the anti-globalisers’ appeal comes almost daily. On July 26th two men claiming allegiance to Islamic State slit the throat of an 85-year-old Catholic priest in a church near Rouen. It was the latest in a string of terrorist atrocities in France and Germany. The danger is that a rising sense of insecurity will lead to more electoral victories for closed-world types. This is the gravest risk to the free world since communism. Nothing matters more than countering it.

Higher walls, lower living standards

Start by remembering what is at stake. The multilateral system of institutions, rules and alliances, led by America, has underpinned global prosperity for seven decades. It enabled the rebuilding of post-war Europe, saw off the closed world of Soviet communism and, by connecting China to the global economy, brought about the greatest poverty reduction in history.

A world of wall-builders would be poorer and more dangerous. If Europe splits into squabbling pieces and America retreats into an isolationist crouch, less benign powers will fill the vacuum. Mr Trump’s revelation that he might not defend America’s Baltic allies if they are menaced by Russia was unfathomably irresponsible (see article). America has sworn to treat an attack on any member of the NATO alliance as an attack on all. If Mr Trump can blithely dishonour a treaty, why would any ally trust America again? Without even being elected, he has emboldened the world’s troublemakers. Small wonder Vladimir Putin backs him. Even so, for Mr Trump to urge Russia to keep hacking Democrats’ e-mails is outrageous.

The wall-builders have already done great damage. Britain seems to be heading for a recession, thanks to the prospect of Brexit. The European Union is tottering: if France were to elect the nationalist Marine Le Pen as president next year and then follow Britain out of the door, the EU could collapse. Mr Trump has sucked confidence out of global institutions as his casinos suck cash out of punters’ pockets. With a prospective president of the world’s largest economy threatening to block new trade deals, scrap existing ones and stomp out of the World Trade Organisation if he doesn’t get his way, no firm that trades abroad can approach 2017 with equanimity.

In defence of openness

Countering the wall-builders will require stronger rhetoric, bolder policies and smarter tactics. First, the rhetoric. Defenders of the open world order need to make their case more forthrightly. They must remind voters why NATO matters for America, why the EU matters for Europe, how free trade and openness to foreigners enrich societies, and why fighting terrorism effectively demands co-operation. Too many friends of globalisation are retreating, mumbling about “responsible nationalism”. Only a handful of politicians—Justin Trudeau in Canada, Emmanuel Macron in France—are brave enough to stand up for openness. Those who believe in it must fight for it.

They must also acknowledge, however, where globalisation needs work. Trade creates many losers, and rapid immigration can disrupt communities. But the best way to address these problems is not to throw up barriers. It is to devise bold policies that preserve the benefits of openness while alleviating its side-effects. Let goods and investment flow freely, but strengthen the social safety-net to offer support and new opportunities for those whose jobs are destroyed. To manage immigration flows better, invest in public infrastructure, ensure that immigrants work and allow for rules that limit surges of people (just as global trade rules allow countries to limit surges in imports). But don’t equate managing globalisation with abandoning it.

As for tactics, the question for pro-open types, who are found on both sides of the traditional left-right party divide, is how to win. The best approach will differ by country. In the Netherlands and Sweden, centrist parties have banded together to keep out nationalists. A similar alliance defeated the National Front’s Jean-Marie Le Pen in the run-off for France’s presidency in 2002, and may be needed again to beat his daughter in 2017. Britain may yet need a new party of the centre.

In America, where most is at stake, the answer must come from within the existing party structure. Republicans who are serious about resisting the anti-globalists should hold their noses and support Mrs Clinton. And Mrs Clinton herself, now that she has won the nomination, must champion openness clearly, rather than equivocating. Her choice of Tim Kaine, a Spanish-speaking globalist, as her running-mate is a good sign. But the polls are worryingly close. The future of the liberal world order depends on whether she succeeds.

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