La hipocresía de AMLO sobre el financiamiento a los medios
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), así como algunos analistas y académicos, parecen compartir un punto de vista sobre la prensa en el país: si un medio de comunicación recibe publicidad oficial, entonces es corrupto y está vendido.
Suelen plantear que recibir inversión publicitaria de los gobiernos es sinónimo de automático control editorial. Que el dinero calla a los medios. Así, sin matices. Lo dice el presidente olvidando que recibió cientos de millones de pesos del presupuesto público para crear y organizar Morena, el partido político que lo llevó al poder. Lo dicen analistas y académicos olvidando que muchos de ellos construyeron sus carreras de opinólogos con la libertad de la que gozaron en medios que tenían contratos de publicidad con el gobierno.
Esa generalización borra la batalla cotidiana de periodistas que desde hace décadas han publicado reportajes y opiniones incómodas sobre presidente en turno, y han abierto márgenes de libertad de expresión incluso dentro de medios con inversiones de dinero público. Desdeña también la resistencia de dueños de medios de comunicación que han aguantado las presiones gubernamentales y no se han sometido ante el poder.
Implicar que todo medio de comunicación que recibe presupuesto público está vendido al gobierno es, como muchas generalizaciones, equivocada y profundamente injusta.
La realidad es que en los últimos 30 años ha habido una intensa producción de trabajos periodísticos nada favorables a los gobiernos en turno, publicados mayoritariamente en medios que tenían contratos de publicidad oficial. Con base en muchas de estas investigaciones, el proyecto de AMLO construyó su camino al poder.
Pero es cierto que hay peligros. Desde hace muchos años, el dinero que los gobiernos invierten en publicidad en los medios de comunicación es motivo de debate. Son miles de millones de pesos y no existen reglas claras sobre cómo deben asignarse. Así que el gobierno asigna a discreción.
No pocas veces, el monto de la inversión publicitaria es usado como chantaje desde el poder: si me criticas, te recorto la publicidad. El medio tiene más músculo para resistir este chantaje si sus fuentes de ingresos están diversificadas (anunciantes privados o suscriptores). Desgraciadamente, no pocas empresas periodísticas mexicanas, sobre todo de impacto local pero también de cobertura nacional, sobreviven gracias al dinero público federal, estatal o municipal. Además, hay dueños de medios de comunicación que tienen negocios colaterales que se benefician de contratos con el gobierno, condición que ensancha el flanco de vulnerabilidad. Esto lo han aprovechado con sagacidad presidentes y gobernadores para presionar sobre la línea editorial de los medios a través de la relación económica con sus dueños.
Cuando llegó al poder, AMLO prometió recortar a la mitad el gasto federal destinado a publicidad oficial. La mitad restante sigue asignándose con la misma discrecionalidad de los presidentes del pasado, a los que tanto acusa de corruptos.
Mientras el presidente sigue haciendo lo mismo de lo que tanto se quejaba, con desfachatez señala que las críticas en su contra son porque los medios ya no reciben el dinero de antes. Y para contrarrestar las investigaciones que lo exhiben, ha impulsado —con el apoyo gubernamental y el megáfono presidencial— la creación de nuevos medios digitales con youtubers y comunicadores que muchas veces son militantes declarados del partido oficial, que tienen como misión editorial la adulación sin complejos del presidente.
Ante la entrega discrecional de recursos, que no ha cambiado con esta administración, la pregunta es: ¿Debe existir el dinero público en los medios de comunicación privados? La respuesta ideal es no. Pero en el contexto mexicano, eso tiene implicaciones.
Retirar de golpe ese presupuesto generaría un amplio desempleo en el gremio periodístico y condenaría a la quiebra a muchos medios de comunicación. El recorte presupuestal en este sexenio, junto con la crisis económica que empezó el año pasado, ya ha generado despidos generalizados y recortes de sueldo. A algunos de esos medios nadie los va a extrañar: no tienen lectores, no tienen audiencia, sobreviven gracias a sus conexiones con el poder y sirven más como instrumentos de golpeteo político que de información y rendición de cuentas.
Pero otros medios —especializados, académicos, comunitarios, indígenas— cumplen una función social, son una voz indispensable en democracia y no pueden ser condenados a sobrevivir bajo las implacables reglas de un mercado que no tiene la profundidad para financiarlos. Merecen el apoyo financiero del Estado como sucede con museos, obras cinematográficas y filarmónicas, grupos de teatro, cuerpos de danza, y demás.
Una enorme cantidad de grupos periodísticos vive al día. Y de retirarse el dinero público de golpe, pasaría por una etapa de duras carencias que seguramente redundaría en un periodismo de menor calidad, algo indeseable para un país en el que, por ejemplo, el periodismo de investigación es un lujo que pocos pueden pagar. Quizá eso es lo que busca el presidente: menos sabuesos husmeando sus huellas.
También ha criticado que los medios reciban apoyos de parte de fundaciones que impulsan a nivel mundial la libertad de expresión, la investigación periodística y la rendición de cuentas gubernamental. Esto deja a los medios con muy pocas opciones válidas de subsistencia, de acuerdo con los estándares del presidente.
Si la economía creciera consistentemente y el mercado publicitario privado siguiera esa tendencia, se podría ir recortando el presupuesto público a los medios privados. Mientras tanto, lo que muchos periodistas y especialistas han propuesto en México desde hace años es definir las reglas con las cuales se va a asignar el presupuesto de comunicación social del gobierno con criterios cualitativos —como su aportación al país— y cuantitativos —rating y números de audiencia—. Si va a haber inversión publicitaria oficial, que sea para generar información para la sociedad, no de propaganda gubernamental.
Incluso la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha señalado la necesidad de esta regulación. Con reglas, no sería la decisión de un solo hombre. Se pulverizarían las tentaciones de chantaje a la libertad. Regulaciones de este tipo existen ya en países como Argentina, Perú o Canadá. Aunque son perfectibles, son una base.