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La huella invisible de Isabel II

El desempeño de Isabel II encarna el de un monarca constitucional en tiempos normales: hacer poco, aparecer mucho y no meter la pata.

Cuando medimos la importancia histórica de Juan Carlos I solemos mencionar su papel en la Transición, o su comportamiento durante el 23-F. Cuando toque hablar de la relevancia histórica de Felipe VI, siempre podremos citar su discurso del 3 de octubre de 2017, en el momento álgido de la crisis secesionista.

Cuesta encontrar algo parecido en el larguísimo reinado de Isabel II. La monarca británica no se enfrentó a ninguna encrucijada nacional en la que sus palabras o sus decisiones marcaran el rumbo del país. No tuvo que hacer frente a golpes de Estado, ni a invasiones extranjeras, ni a grandes crisis del sistema –ni siquiera en los momentos más tensos del Brexit fue necesaria su intervención–. Podemos plantearnos incluso si Isabel II influyó decisivamente en uno solo de los acontecimientos y procesos que ha vivido el Reino Unido entre 1952 y 2022.

Es cierto que hay episodios de importante carga simbólica, como su visita a la República de Irlanda en 2011 –la primera de un monarca británico desde su independencia–; pero al final no dejan de ser actos protocolarios. Podemos hablar de las decisiones que tomó tras la dimisión de Anthony Eden en 1957 y del problemático nombramiento de Harold Macmillan como primer ministro; pero este dista mucho de ser un episodio fundamental en la historia británica del siglo XX. Podemos hablar también del papel que se fue otorgando a la figura del monarca en la configuración de la Commonwealth, pero cuesta pensar que el final del Imperio británico hubiera sido muy distinto si otra persona hubiera reinado en lugar de ella. Su desempeño más bien encarna el de un monarca constitucional en tiempos normales: hacer poco, aparecer mucho y no meter la pata. Y claro que es difícil estar 70 años sin meter la pata, pero ¿realmente tiene tanta importancia?

El caso es que, este jueves, millones de personas en todo el mundo sintieron que sí, que había muerto alguien de una importancia extraordinaria. ¿Se trata sencillamente de una muestra más de la hegemonía cultural anglosajona? ¿Ha sido su figura sobredimensionada por su mera longevidad, por el hecho de que las imágenes de su vida nos sirven de excusa para incontables ejercicios de “cuánto hemos cambiado”? ¿Habría reaccionado el mundo de la misma manera de no ser por el éxito de The Queen y The Crown, o aquel sketch junto a James Bond de la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Londres, o aquel otro junto al oso Paddington de su jubileo de platino? ¿O quizá se deba más a esa curiosa confluencia entre las familias reales y la prensa rosa? ¿Qué sabríamos de la reina Isabel si sus hijos y sus nietos no le hubieran dado tantos –y tan publicitados– dolores de cabeza?

Hay algo que sí parece innegable: Isabel II encarnó un ideal de la monarquía que para muchos sigue resultando muy atractivo. Un ideal de la monarquía muy británico, desde luego; sus obituarios, esos que destacan su prudencia, su sentido del deber y su saber estar, casi parecen redactados por Walter Bagehot. Pero es evidente, dada la resonancia internacional de su figura, que el ideal trasciende las peculiaridades del sistema y la tradición británicas. Y también es evidente que la propia Isabel sabía y cultivaba esto, consciente de que ahí residía la principal fortaleza de la institución que ella encarnaba.

Uno intuye, en cualquier caso, que también hay algo más inefable en la repercusión internacional de Isabel II. En una entrevista concedida a la BBC escasos minutos después de que se anunciara su fallecimiento, la obispa Rose Hudson-Wilkin –consejera espiritual y amiga de la reina– explicó que “cuando algo tiene importancia para ti, tiene un impacto en tu vida”. Esa importancia que tanta gente le otorgó, por tan diversos motivos, deja una huella por sí misma; una huella tan cierta como irracional e imprevisible.

El jueves, sin ir más lejos, me acordé de su discurso televisado de abril de 2020. No fue muy distinto del que dieron tantos presidentes y jefes de Estado durante aquella etapa de confinamientos: apeló al sentido de la responsabilidad, a una misión colectiva, a la ética del sacrificio. Pero concluyó con la famosa frase que cantó Vera Lynn durante la Segunda Guerra Mundial: “we will meet again”. Y el caso es que aquellas palabras, pronunciadas por la nonagenaria jefa de Estado de un país extranjero, me siguen pareciendo más conmovedoras que cualquiera de las frases que produjo la clase política española durante aquellos meses.

Quizá se deba sencillamente a la densidad especial de ese “volveremos a vernos”, su mezcla de esperanza y despedida. Quizá se deba a su resonancia histórica: Vera Lynn le decía aquello a jóvenes que nunca volverían de los campos de batalla, y ochenta años después Isabel II se lo dijo a los enfermos que tampoco regresarían de las UCIs colapsadas. O quizá es que ella –la reina– aportó algo especial a aquellas palabras, aunque fuera por el mero hecho de ser ella quien las pronunciaba. Nunca lo sabré, y es mejor así.

 

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