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La izquierda populista y el hombre del sombrero

Que sea precisamente la izquierda, supuesta abanderada de la Ilustración, la que le arroje a ésta cada vez más lodo, augura un mundo que pendularmente se ha vuelto hacia la extrema derecha

Para el sociólogo Alain Touraine, siempre interesado en América Latina, el triunfo de la modernidad consistía en rechazar todo lo que se resiste al triunfo de la razón. Lástima que la izquierda actual desoiga a uno de sus pensadores más conspicuos. En todo caso, no sorprende, aunque si entristece, ver su recalcitrante cerrazón la hora de defender, por ejemplo, a Cristina Kirchner, —condenada recientemente por corrupción a 6 años de cárcel— y justificar el breve, sonrojante y fallido golpe de estado de Pedro Castillo en el Perú. No sorprende, decimos, que los autócratas de América Latina, los gobiernos populistas y los representantes de esa misma izquierda ya un poco casposa y decadente que aquí representa Podemos –y por consiguiente lo que queda del PSOE—se empecinen en no ver la realidad o verla con su estrabismo habitual, condenando en sus enemigos aquello que para su causa reportan como justo y legítimo: Parecen no recordar que la némesis de Castillo, Alberto Fujimori, hizo hace treinta años exactamente lo mismo que ahora él intentó hacer: disolver el parlamento y enrocarse en el poder.

También en el sector de la prensa cada vez más laxa con los valores democráticos hacen encaje de bolillos para explicar, en el caso del autogolpe de Pedro Castillo, las razones que condujeron al profesor y sindicalista a intentar asaltar de la manera más burda el orden constitucional. López Obrador incluso manifestó que la derecha retrógrada peruana puso contra las cuerdas al ex presidente obligándolo a darse el autogolpe. Otro mexicano, Cantinflas, no lo hubiera explicado mejor.

Que sea precisamente la izquierda, supuesta abanderada de la Ilustración, la que le arroje a ésta cada vez más lodo, augura un mundo que pendularmente se ha vuelto hacia la extrema derecha, o va camino de ello, como explica Steven Pinker cuando habla de la «sofocante cultura única de izquierda». No quieren ver que Pedro Castillo, con sus planteamientos de filiación marxista, sus inclinaciones hacia los autócratas de América Latina y su escasísima preparación, a duras penas podía defender a ese pueblo que parecía acogerse bajo la sombra cálida de su inmenso sombrero campesino, encandilado con sus amenazas a la tradicional derecha autoritaria y corrupta que representaba, y aún representa, Keiko Fujimori. En el Perú han perdido una gran oportunidad de demostrar que se trataba de una izquierda sensata, organizada, moderna y democrática, capaz de llevar a cabo las grandes reformas sociales que exige el país y alejar así el espantajo de la corrupción que ha hecho metástasis en el cuerpo político del Perú, ahora mismo ingobernable. Así, el Congreso encontró, gracias a Fujimori, la navaja con la que amenazar cualquier atisbo de estabilidad política, esgrimiendo ese relicto jurídico que es la «vacancia por incapacidad moral» y que se ha mantenido en las doce constituciones que ha tenido el Perú desde su independencia.

De esta guisa evitaron que el opositor de Keiko Fujimori en las elecciones de 2016, Pedro Pablo Kuczynski (otro presidente corrupto), terminara su mandato y así han conseguido que en cuatro años hayamos tenido seis presidentes, además de alejar hasta a extremos peligrosos a la ciudadanía de la política, entendida para esta como el ejercicio del cinismo y la prevaricación. Parecía pues, para quienes lo votaron, que el rival de Fujimori en las elecciones de julio del año pasado, Pedro Castillo, con todas sus vulnerabilidades y defectos, era ese hombre «amable con los débiles y firme con los poderosos, la esperanza», como tuiteó en su día el inefable Pablo Echenique. Sin embargo, poco a poco fueron apareciendo indicios de corrupción en el círculo familiar y más cercano del aprendiz de dictador y luego en su propia figura, hasta que la fiscalía le abrió varias causas por organización criminal, colusión (fraude) y tráfico de influencias. Sus numantinos defensores prefieren pasar de puntillas por estos asuntos e inclinarse temerariamente a la hipótesis que esgrimen también para defender a Cristina Kirchner: la de los jueces golpistas. Así, Castillo pasa de corrupto y golpista a víctima de sus enemigos.

El grave problema de institucionalidad política y corrupción que tiene el Perú, donde una derecha autoritaria y felona fermenta como disolvente para la democracia, no pasa por tapar el sol con el gigantesco sombrero de campesino con el que aparecía en público Castillo, tal como pretende la izquierda, cada vez más encanallada y cerril. Pasa por vigorizar nuestras instituciones y admitir, cuando sea oportuno, que nos hemos equivocado, que el camino no es, ni ha sido nunca, el populismo.

 

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