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La nueva Constitución de Chile está muerta

 

Atrás quedaron los días en que Chile era el oasis de tranquilidad de América Latina. Desde que las protestas del «estallido social» de 2019 sacudieron el país hasta sus cimientos, la nación sudamericana se embarcó en el extenuante proceso de redactar una nueva constitución. Este ciclo, cargado de emociones, culminará el 4 de septiembre, cuando los votantes decidan el destino del nuevo documento en un referéndum.

Hasta hace poco, los expertos pensaban que el recién estrenado gobierno de Gabriel Boric no tendría demasiados problemas para sacar adelante el nuevo texto constitucional en el plebiscito. Pensaban que, tras su victoria de casi 12 puntos contra el conservador José Antonio Kast en las elecciones de 2021, el Sr. Boric tendría suficiente capital político para venderlo a los votantes.

Sin embargo, los errores de la administración de Boric desde el propio comienzo de la legislatura dañaron significativamente su credibilidad. La desconfianza resultante se ha visto agravada por el proyecto de texto constitucional, descrito por el consejo editorial de la revista The Economist como una «lista de deseos de la izquierda fiscalmente irresponsable».

Lo más probable es que los votantes rechacen la constitución propuesta y mantengan la actual, que los opositores denominan despectivamente la Constitución de Pinochet porque fue promulgada en 1980 bajo la dictadura de Augusto Pinochet, aunque en realidad ha sido reformada sustancialmente desde entonces. Pocos habrían predicho este resultado en marzo, al comienzo del mandato de Boric.

Aunque es prematuro realizar un análisis post-mortem, creo que algunas de las razones por las que los votantes pueden rechazar ampliamente la nueva Constitución pueden identificarse «ex ante» (por anticipado).

En primer lugar, los votantes perciben la nueva Constitución como una ruptura total con el exitoso, aunque desgastado, modelo chileno de libre mercado y fuertes derechos de propiedad. Aunque esa ruptura es precisamente lo que los partidarios defendían, la mayoría de los chilenos parecen reacios a entregar las llaves del coche a una administración que ha demostrado estar tan ciega como un murciélago ante los problemas de la nación, priorizando constantemente la ideología sobre la sustancia.

En segundo lugar, los chilenos se enfrentan a una crisis de seguridad tan grave como cualquier otra que haya conocido el país en los últimos 30 años. La región de la Araucanía, en el sur, ha sido asediada por grupos militantes mapuches que emplean tácticas terroristas y han perturbado la vida cotidiana y el comercio con ataques a la propiedad, incendios provocados y asesinatos.

Como candidato, el Sr. Boric criticó la declaración del estado de emergencia del gobierno anterior y prometió que no lo renovaría, optando en cambio por el diálogo. La ingenuidad de esta estrategia quedó al descubierto durante la primera semana de gobierno, cuando la caravana de la ministra del Interior, que visitaba la zona, fue interrumpida por disparos. Ante el descontrol de la violencia, el gobierno dio marcha atrás y restableció la declaración de emergencia en mayo.

Pero no es sólo la incapacidad del gobierno para hacer frente al terrorismo en el sur lo que ha agriado el ánimo de los chilenos. Los niveles de delincuencia en las zonas urbanas están aumentando, y la nueva administración ha adoptado la extraña postura de que el uso de la fuerza por parte de la policía es casi siempre injustificado. Además, los votantes ven a los altos niveles de inmigración ilegal como los culpables del deterioro de la situación y ven a la administración como poco dispuesta a asegurar la frontera.

Por último, una economía en declive, con la inflación más alta desde principios de los años 90, ha provocado inquietudes adicionales frente a la nueva constitución. Para empeorar las cosas, el gobierno pretende echar gasolina al fuego con una transferencia única de aproximadamente 120 dólares a más de 7 millones de chilenos, con un costo total de 1.000 millones de dólares.

En un principio, Boric logró aplacar el nerviosismo de los mercados nombrando al director del Banco Central, Mario Marcel, como ministro de Economía. Sin embargo, el tecnócrata con cara de pocos amigos empezó a perder su brillo cuando por primera vez, en julio, el tipo de cambio del peso superó los 1.000 por dólar, una barrera psicológica importante. Además, a pesar de que Marcel prestó su credibilidad a la administración, muchos en la coalición, especialmente el Partido Comunista, que es el partido más influyente en el Gobierno, tienen poca paciencia con su discurso de responsabilidad fiscal, y algunos esperan que salga del gobierno antes de fin de año. Después de haber dado garantías al mercado antes del referéndum, su utilidad para los radicales habrá expirado.

Es evidente que estas variables están convirtiendo el referéndum constitucional en una elección de esperanza contra miedo, y este último históricamente tiene la ventaja en contextos electorales. Sorprendentemente, la retórica optimista de Boric, prometiendo acabar con la explotación neoliberal para dar paso a un futuro más brillante y equitativo para Chile, se agotó antes de lo que incluso sus más fervientes críticos pensaban que era posible.

Por ahora, parece que Chile podría esquivar esta bala dirigida a su modelo político y económico decididamente exitoso. Lo que ocurra después de que los ciudadanos rechacen el proyecto de Constitución es una incógnita. Sin embargo, la nube de incertidumbre que se cierne sobre el que fuera el dechado de estabilidad y crecimiento de América Latina no se disipará.

 

Martín Rodríguez Rodríguez es estudiante de posgrado en la Escuela Kennedy de Harvard y anteriormente investigador visitante en el Centro Atlas para América Latina.

 

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL:

Newsweek

Chile’s New Constitution is Dead in The Water

Martín Rodríguez Rodríguez

Gone are the days of Chile being Latin America’s oasis of tranquility. Since the 2019 «estallido social» protests rocked the country to its foundations, the South American nation embarked on the strenuous process of writing a new constitution. This emotionally fraught cycle will culminate on September 4, when voters decide the fate of the new document in a referendum.

Until recently, experts thought the newly minted Gabriel Boric administration would have little trouble midwifing the new constitutional text through the plebiscite. They reasoned that, fresh from his nearly 12-point victory against conservative José Antonio Kast in the 2021 elections, Mr. Boric would have enough political capital to sell it to voters.

However, the feckless performance of Boric’s administration early in the term significantly damaged its credibility. The resulting distrust has been stiffened by a draft constitutional text, described as a «fiscally irresponsible left-wing wish list» by The Economist‘s editorial board.

In all likelihood voters will reject the proposed constitution and hold on to the current one—which opponents disparagingly term the Pinochet Constitution because it was promulgated in 1980 under Augusto Pinochet’s dictatorship, although substantially reformed since. Few would have predicted this outcome in March at the start of Mr. Boric’s term.

While it is premature to perform a post-mortem analysis, I believe some of the reasons voters may amply reject the new constitution can be identified ex ante.

First, voters perceive the new constitution as a complete break with the exceedingly successful, albeit worn-out, Chilean model of free markets and strong property rights. While that break is precisely what supporters advocated for, most Chileans seem reluctant to hand the car keys to an administration that has proved to be as blind as a bat to the nation’s problems, constantly prioritizing ideology over substance.

Secondly, Chileans have been confronting a security crisis as dire as any the country has known for the past 30 years. The Araucanía region in the south has been under siege by militant Mapuche groups that employ terrorist tactics and have disrupted everyday life and commerce with attacks on property, arson, and killings.

As a candidate, Mr. Boric criticized the previous administration’s state of emergency declaration and promised that he would not renew it, opting instead to pursue dialogue. The naiveté of this strategy was laid bare during the administration’s first week when the motorcade of the interior minister, who was visiting the area, was interrupted by gunfire. With the violence getting out of hand, the government reversed course and reinstated the emergency declaration in May.

But it is not only the government’s inability to deal with terrorism in the south that has soured Chileans’ mood. Crime levels in urban areas are spiking, and the new administration has taken the bizarre position that the use of force by the police is almost always unjustified. Moreover, voters perceive high levels of illegal immigration as the culprit for the deteriorating situation and see the administration as unwilling to secure the border.

Lastly, a sluggish economy with inflation running at its hottest since the early 1990s has induced additional buyer’s remorse on the new constitution. To make matters worse, the government intends to pour gasoline on the fire with a one-time cash transfer of roughly $120 to more than 7 million Chileans, with a price tag of $1 billion.

Initially, Mr. Boric successfully subdued market jitters by appointing the head of the central bank, Mario Marcel, as finance minister. However, the po-faced technocrat started to lose his luster when the peso’s exchange rate sledded past 1000 per U.S. dollar, a significant psychological barrier, for the first time in July. Furthermore, despite Marcel lending his credibility to the administration, many in the coalition, especially the kingmaker Communist Party, have little patience for his fiscal responsibility discourse, and some expect him to be out of government before the end of the year. Having provided market assurances before the referendum, his usefulness to radicals after the fact will have expired.

It is evident that these variables are making the constitutional referendum a hope-versus-fear election, and the latter historically has the upper hand in electoral contexts. Surprisingly Mr. Boric’s rosy rhetoric of ending neoliberal exploitation to usher in a brighter, more equitable future for Chile ran out of gas earlier than even his most fervent critics thought possible.

For now, it seems Chile might dodge this bullet aimed at its decidedly successful political and economic model. What happens after citizens reject the draft constitution is anyone’s guess. Alas, the cloud of uncertainty over what used to be Latin America’s paragon of stability and growth will not dissipate.

Martín Rodríguez Rodríguez is a graduate student at Harvard’s Kennedy School and a former visiting research fellow at Atlas Center for Latin America.

 

 

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