La paciencia de Erdogan
El presidente turco ha esperado largos años el momento de llevar a la práctica su manera de concebir el poder, que se asemeja más al conquistador de Constantinopla que al fundador de la Turquía moderna y laica
A un mes del fracaso en Turquía del fallido golpe militar contra Tayyip Erdogan, y una vez comprobada la extensión de su respuesta autoritaria, buen número de especialistas siguen acotando su análisis a los recientes desarrollos de la política puesta en práctica por el líder islamista. Su punto de partida sería el personalismo que rodeó su acceso a la presidencia del país. Se trata de una visión acorde con la previa bendición otorgada por esos mismos comentaristas a la trayectoria de un Erdogan que era considerado como el hombre encargado de demostrar la convergencia entre islamismo y democracia, algo así como una versión musulmana de la democracia cristiana en Europa occidental.
El panorama cambia si tenemos en cuenta las rotundas posiciones doctrinales del mismo Erdogan en la década de los 90, cuando preside la alcaldía de Estambul y prepara un ascenso únicamente truncado por los diez meses de cárcel que le valió la lectura pública en 1998 de un poema-llamamiento de Ziya Gökalp, el ideólogo nacionalista e islamista de los Jóvenes Turcos: “Nuestras mezquitas serán nuestros cuarteles, las cúpulas nuestros cascos, los minaretes nuestras bayonetas y los creyentes nuestros soldados”. Era una explosión radical, sustentada en una plataforma teórica bien firme. En Turquía, el laicismo implantado por Mustafá Kemal y el Islam resultaban incompatibles, y la supervivencia del primero resultaba un absurdo en un país con 99% de musulmanes : “¡No se puede ser al mismo tiempo laico y musulmán! ¡O eres musulmán o laico! ¡No es posible la coexistencia!” Para concluir: “¿Por qué? Porque a Alá, el Creador del Islam, le corresponden el poder y el gobierno absolutos”. Desde tales supuestos, propios de islamistas radicales como Sayyid Qutb, la finalidad es clara: “Nuestra referencia es el Islam —proclama en 1997—, nuestro único objetivo es el Estado islámico”. Erdogan no ha engañado a nadie.
La reacción militar ante la amenaza de un gobierno islamista, y su misma experiencia personal, le aconsejaron sin embargo sustituir el radicalismo por la cautela a la hora de llevar a cabo su propósito inicial: “Convertiremos Estambul en Medina”, el bastión del Profeta. Posiblemente Erdogan desconocía el consejo de Stalin de cómo proceder ante una coyuntura política adversa, que sin embargo él ejecutó admirablemente : “¡Paciencia!”, lo cual no significa renuncia a la persecución de los propios fines. Al convertirse en primer ministro, respetó la imposición laica del presidente Ahmet Sezet, impidiendo el uso del velo a su mujer. Al pretender un agravamiento del castigo a los adúlteros, retrocedió al constatar la oposición europea y de la Bolsa. Tuvo que soportar la resolución admonitoria del poder judicial contra la inclinación antilaica de su partido, el AKP, que sin embargo le mantuvo en el gobierno. Ya llegarían las horas del relevo en la estructura judicial y en la presidencia de la República, que pasó al islamista moderado Abdulá Gül, escalón previo a su ocupación del cargo en 2015, transformado de inmediato en un poder ejecutivo no previsto en la Constitución. El enorme palacio presidencial en forma de E, a lo Ceaucescu, construido de modo previo a su acceso al cargo, anunció lo que se preparaba, con su proyecto de reforma de la Constitución, detenido transitoriamente por las elecciones del pasado año.
El velo regresó al espacio público, pero lo que fue más importante: el sistema de enseñanza religiosa laico fue horadado, con la construcción masiva de imam hatips, institutos de enseñanza religiosa, en teoría para formar imanes, mientras no se edificaba ninguna escuela pública nueva. La Alianza de Civilizaciones ni siquiera sirvió para reabrir el seminario ortodoxo. Fue un aval sin contenido, bajo la mirada ciega de Zapatero. Al repetirse las victorias electorales del AKP, pudo iniciarse el proceso de islamización de los monumentos bizantinos convertidos en museos, apuntando con claridad a Santa Sofía, donde este año se realizaron ya los rezos del Ramadán.
En ese contexto, quedan por explicar las razones del enfrentamiento con su antes mentor, el filósofo y financiero islamista, Fetulá Gülen, residente en Estados Unidos, quien colaboró con Erdogan en el primer período de islamización y hoy es presentado como responsable del golpe de julio. En lo primero, la coincidencia es plena, si bien Gülen insiste en una convivencia plural con otras religiones. Un tanto al modo del Opus Dei, su movimiento Hizmet alcanzó gran presencia en medios económicos, profesionales y universitarios, e incluso en grandes instituciones financieras, lo cual explica el alcance de la actual purga. El éxito de esa infiltración justifica que Erdogan hablara de un Estado dentro del Estado.
Con toda la cautela debida, se trata de erosionar la figura de Mustafá Kemal, el fundador de la patria turca (y de la modernización laica). Así su papel central fue minusvalorado en las conmemoraciones de la victoria de Gallipoli, en 1915. Más bien, ante el Ejército, Erdogan se presentó hace un par de meses como un nuevo Atatürk, en tanto que jefe indiscutible. La prensa crítica recuperó la famosa imagen hiperbólica del gigante Dimitrov frente al enano Goering, para subrayar el despropósito. Eran momentos en que Erdogan tenía que soportar la afrenta de que los jefes militares procesados por supuesta conspiración —el caso Ergenekon— resultaran absueltos. Muy verosimilmente, el reciente golpe surgió ante la previsión de que una purga en el Ejército estuviera a punto de producirse. Y solo sirvió para acelerarla.
En la línea de Gökalp, Erdogan profesa un nacionalismo islamista, un neo-otomanismo, opuesto a Kemal, que justifica su aspiración a un liderazgo personal indiscutido. Desde muy pronto, en la propaganda electoral asoció su figura a la de Mehmed II, el conquistador de Constantinopla, resultando difícil entender hasta que límites pretende llevar ese parentesco político con una reforma constitucional, dada la primacía absoluta que sin la misma ejerce sobre los demás poderes. Cabe augurar entonces que su beligerancia frente a toda oposición efectiva, visible en la persecución de periodistas, en la cual se implica personalmente, desemboque en una pura y simple dictadura. La depuración de los aparatos administrativos, judiciales, universitarios y militares confirma semejante deriva, de inmediata repercusión sobre el tratamiento del problema kurdo. Las grandes movilizaciones de apoyo a su persona —y a “Allah u-akhbar”— con la petición de restablecer la pena de muerte, se mueven en esa misma dirección de avalar sus aspiraciones. Todo en medio de la tragedia de los atentados kurdos.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.