La política económica de AMLO: ¿regreso al pasado?
El presidente piensa emular el modelo económico del desarrollo estabilizador, aunque su plan sea más parecido al populismo de los años setenta. ¿Es posible, en las condiciones actuales, reproducir esa estrategia? ¿Qué consecuencias y tensiones provocará dicho intento?
¿Cuál será la estrategia económica del gobierno de Andrés Manuel López Obrador? ¿Estamos, como muchos han temido, ante el inicio de un ciclo de inestabilidad macroeconómica similar al que sufrió México durante los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo? Para saber si es posible que el pasado se repita, conviene evaluar las circunstancias del presente y revisar algunos de los textos más conocidos sobre el periodo anterior. El más útil es el de Carlos Bazdresch y Santiago Levy, “El populismo y la política económica de México, 1970-1982”.
Como señalan los autores, “populismo” es un término poco claro, cargado ideológicamente, pero que desde el punto de vista de la política económica se puede resumir como “el uso dispendioso de los gastos públicos, el uso intensivo de los controles de precios, la sobrevaluación sistemática del tipo de cambio y las señales inciertas de la política económica, que tienen efectos deprimentes en la inversión privada”.
En los últimos años, la economía mexicana fue capaz de enfrentar la caída en el precio del crudo y en la producción petrolera sin entrar en una crisis seria como en el pasado, y algunos estados crecen de manera alta y sostenida. Sin embargo, AMLO hereda un crecimiento promedio mediocre. El país tampoco ha podido incorporar al empleo formal y bien pagado a los mexicanos que entran al mercado de trabajo y enfrenta una profunda desigualdad regional, con niveles de pobreza altos y crecientes. Quizá su única virtud ha sido la estabilidad macroeconómica, que permitió absorber la crisis mundial del 2008; aunque hoy México está menos preparado para enfrentar una crisis de ese tipo porque durante el gobierno de Peña Nieto la deuda pública como proporción del pib pasó del 33.1% en el año 2012 al 45.2% en el 2018.
AMLO ha podido culpar de esta situación económica al neoliberalismo, es decir, al conjunto de reformas estructurales impuesto a partir de la crisis de 1982. (De la misma manera, Echeverría enfrentó lo que parecía ser el agotamiento del modelo de desarrollo de aquel momento.) Para él, las reformas de los últimos treinta años son la causa del problema. Pero ¿cómo piensa enfrentarlo?
Aunque sus críticos lo han acusado de populista, el presidente ha dicho con claridad que busca regresar al modelo del desarrollo estabilizador, a esas dos décadas de alto crecimiento y baja inflación del llamado milagro mexicano. Ha prometido crecer por lo menos al 4% anual y mantener baja la inflación (durante la campaña llegó a decir que su sexenio cerrará con una tasa de crecimiento anual del 6%).
Su listado de acciones es preciso: una política social con transferencias directas a los beneficiados, financiadas con uno de los recortes al gasto público más agresivos de la historia de México, medidas intervencionistas en algunos mercados y un programa de inversiones públicas en el sureste del país.
Con lo que hemos visto en los tres meses que lleva en el poder, la pregunta es si está construyendo un nuevo desarrollo estabilizador o destruyendo el modelo de crecimiento mediocre pero estable. (Lo segundo llevaría a un nuevo ciclo de alto crecimiento, alta inflación e inestabilidad económica inmanejable, como el de la década de los años setenta.) La respuesta rápida es: ninguna de las dos.
México no puede seguir ni una trayectoria ni la otra por varias razones. La más importante es que el país es una economía abierta regulada por doce tratados de libre comercio, incluido el TLCAN (que aún no es el T-MEC, pues falta su aprobación legislativa en EUA), así como por su pertenencia a la Organización Mundial de Comercio (OMC). Tras décadas de apertura, la economía nacional está fuertemente integrada con la de Estados Unidos y, por su complejidad, no puede ser dirigida desde la presidencia como se intentó en el pasado. Cerrarla sería apagar el motor de crecimiento más importante del país, las exportaciones, que son el origen del mayor crecimiento promedio de los estados del norte y centro-occidente.
En el desarrollo estabilizador, sobre todo a partir de los años sesenta, el gobierno decidía quién y qué se podía importar, lo que permitía promover la inversión en ciertos sectores industriales y premiar a los aliados políticos con el privilegio de importar un insumo o protegerlo frente a un competidor extranjero. Esto facilitó el objetivo de industrializar a un país que todavía en 1960 era fundamentalmente agrícola (casi el 50% de la población vivía en el campo), y controlar políticamente a los empresarios. En esa década, las distorsiones de precios, ocasionadas por un gobierno que quería controlar la inflación con decretos, fueron sostenibles durante un tiempo porque la economía seguía aislada del exterior.
El gobierno de Echeverría incluso tenía la fantasía de ampliar el margen de maniobra de México en el mundo con la creación de un Nuevo Orden Económico Internacional, pero terminó con una crisis que ameritó traer a los bomberos de la economía global, el FMI.
En un contraste revelador frente a quienes creyeron que atizaría el conflicto con Donald Trump, López Obrador optó por apoyar e incluso acelerar la renegociación del TLCAN poco después de su victoria. Con ello ha aceptado vivir bajo las restricciones de una economía abierta anclada en un tratado con Estados Unidos y Canadá.
La segunda gran diferencia con el pasado es el tipo de cambio flexible, una cuenta de capitales completamente abierta y las instituciones que han permitido tener una inflación baja por varias décadas, en particular la autonomía del Banco de México. El país ha mantenido, durante buena parte de los últimos años, tasas de interés reales en pesos positivas y se ha estimulado el desarrollo de mercados financieros profundos, integrados con mercados mundiales bien informados respecto a lo que aquí sucede. El contexto mundial, innegablemente, ha sido de ayuda. La inflación mundial ha sido muy baja en estas dos últimas décadas, como lo fue durante los años del desarrollo estabilizador. (A pesar de ello, Brasil, que optó por seguir una política económica distinta, terminó con inestabilidad financiera e inflación, lo que llevó a la contracción de la economía más profunda de su historia.)
En cambio, tanto en el desarrollo estabilizador como en los años de Echeverría y López Portillo existía un tipo de cambio fijo (en el caso de López Portillo, con pequeños deslices), cuyo resultado fue la sobrevaluación del peso mexicano. En los años setenta y principios de los ochenta, la tasa de interés en pesos fue predominantemente negativa, el gobierno se financiaba en el exterior con deuda bancaria, los mercados financieros estaban poco integrados y la información disponible para la toma de decisiones era muy limitada (las reservas internacionales del Banco de México se publicaban tres veces al año).
Aun con mercados mucho menos líquidos e informados, para una parte de los ahorradores locales se volvió evidente el carácter insostenible de un peso cuyo valor se fijaba por decreto. De ahí las fugas de capitales en 1975 y 1976, las cuales terminaron (ya casi sin reservas internacionales) con la brusca devaluación del peso el 30 de agosto de 1976. La historia se repitió con mayor virulencia en 1981 y en 1982 y con el quiebre macroeconómico, cuyo banderazo de salida fue la devaluación del 18 de febrero de 1982. Así, un país que había tenido ingresos por el petróleo recién descubierto (a un precio más alto que en el pasado), y un incremento notable de la deuda externa, no tenía más dólares en las reservas del Banco de México. La alta movilidad del capital en comparación con la baja movilidad de los trabajadores y campesinos les daba a los dueños del dinero un fuerte poder estructural para imponer límites a las políticas económicas que resultaron en serios desequilibrios fiscales y de la balanza comercial. Fue brutal, pero era una película en cámara lenta frente a lo que hoy pueden hacer los mercados.
Los ciclos de expansión del gasto requieren una fuente de recursos abundante. Nadie quiere terminar quebrado. Se inicia uno de estos ciclos porque se piensa que hay espacio para hacerlo, debido a la presencia de recursos adicionales disponibles, y que esto permitirá crecer más de forma sostenida. Echeverría tuvo los petrodólares que se reciclaron tras el aumento en el precio del crudo en 1973 y pudo así financiar con deuda extranjera la expansión del Estado. Gracias al recién descubierto yacimiento de Cantarell, y a un alto crecimiento de la deuda apalancada en ese petróleo, López Portillo tuvo un influjo de recursos inusual. En palabras de Bazdresch y Levy: “Podemos especular: si no se hubiese encontrado petróleo es posible que la economía mexicana hubiese retornado a las políticas macroeconómicas del desarrollo estabilizador, pero con la lección adicional de que ya no podían posponerse las reformas estructurales a la política tributaria, comercial y regional. Pero se encontró petróleo y eso cambió todo.”
AMLO no tendrá ningún ingreso fiscal adicional fácil de conseguir, como lo tuvieron Hugo Chávez, Lula da Silva y Néstor Kirchner. Tiene algunos fideicomisos para sortear las presiones de gasto del primer año (como tuvo Peña Nieto las ganancias del Banco de México para cuadrar las cuentas en el 2017).
Más allá de estas dos razones, la versión del actual presidente se parece a la del Estado promotor del desarrollo estabilizador o de los años populistas en la creencia de que la inversión pública puede detonar el crecimiento de algunos sectores o regiones; en el caso de AMLO, el sector energético y la región sureste. Si bien no parece haber apetito por reformar la Constitución y volver a establecer en ella el monopolio estatal en electricidad e hidrocarburos, sí existe la firme creencia de que es un asunto de soberanía y seguridad nacional fortalecer a Pemex y la CFE. (Para el nuevo gobierno, la competencia con los privados no puede darse en condiciones de igualdad, porque compartir su infraestructura, a un precio regulado, implica subsidiar a las empresas privadas.) Además, desde su perspectiva, las empresas estatales deben invertir en los proyectos que sean estratégicos para el gobierno, con independencia de su rentabilidad; de ahí la cancelación de las subastas eléctricas en el sector, la decisión de invertir en nuevas plantas de la CFE y la capitalización de Pemex para desarrollar la refinería de Dos Bocas, Tabasco. Esta visión llevará a disminuir la inversión privada e incrementar la presión sobre las finanzas públicas.
También hay algunos elementos de control de precios que recuerdan a los años de Echeverría. El más evidente, la puesta en marcha de una estrategia de precios de garantía en productos básicos con el fin de recuperar la soberanía alimentaria, definida como el consumo exclusivo de maíz nacional. Sin embargo, dada la apertura comercial, la compra de los productos básicos a precio fijo es un proyecto muy acotado: el gasto destinado a ello es de apenas seis mil millones de pesos. El gobierno debe tener claro que no puede afectar a esa gran parte de la economía agraria exportadora y generadora de riqueza.
Otra similitud con los años de Echeverría es el creciente activismo de los sindicatos. Está por verse qué tanto es objetivo del gobierno, consecuencia de sus aliados electorales (como el senador Napoleón Gómez Urrutia) o de la aceptación de una cláusula de democratización de los sindicatos en la renegociación del TLCAN. Pero, en campaña, la señal fue clara: hay que subir los salarios. Se avizora un clima en las relaciones laborales que difícilmente estimulará la inversión.
Donde probablemente se parecen más Echeverría y López Obrador es en su voluntarismo extremo. Basta querer para poder. Echeverría trabajaba hasta altas horas de la noche y hacía giras internacionales interminables. AMLO empieza a trabajar a las cinco de la mañana y el fin de semana se dedica a viajar por los estados (el mundo no le interesa). El de AMLO es además un voluntarismo con capacidades técnicas limitadas. El gran riesgo es terminar con un sinfín de proyectos mal concebidos y peor ejecutados o no terminados. Algo así vimos con Echeverría, pero ahora puede ser peor debido a la poca experiencia del equipo entrante y su desprecio por la experiencia técnica. Sin embargo, tienen menos margen fiscal para disparar por todos lados.
Como señalan Carlos Bazdresch y Santiago Levy, Echeverría tenía una motivación política central para cambiar de modelo económico: legitimarse frente a una izquierda que amenazaba la estabilidad política con movimientos guerrilleros en un contexto de expansión de la influencia cubana en la región. Ante la falta de legitimidad electoral, el gobierno de Echeverría fue expandiendo el papel económico del Estado para acomodar las demandas de muchos más grupos sociales y, a través de la polarización con los empresarios, construir una retórica izquierdista que le ayudó a incorporar a sectores críticos del gobierno y a darle estabilidad a la coalición gobernante. En la lógica política de Echeverría, en palabras de Laurence Whitehead, “el presidente ve los procesos económicos como reductibles a una serie de estrategias conscientes por parte de poderosos grupos de presión”.
A diferencia de Echeverría, AMLO cuenta con una legitimidad nunca vista. No necesita pelearse con los empresarios para legitimarse, al menos por ahora. Salvo la absurda cancelación del aeropuerto de Texcoco –que muestra de forma descarnada a un AMLO impermeable al análisis económico costo-beneficio más básico–, ha construido mecanismos para tener interlocución tanto con un grupo de empresarios que están en su Consejo Asesor Empresarial (Bernardo Gómez, Miguel Rincón, Sergio Gutiérrez, Olegario Vázquez Aldir, Carlos Hank González, Daniel Chávez, Miguel Alemán Magnani, Ricardo Salinas Pliego) como con el grupo coordinado por su jefe de la oficina de la presidencia, Alfonso Romo, reunido bajo el Consejo para el Fomento a la Inversión, el Empleo y el Crecimiento Económico, a cuya inauguración acudieron los miembros del Consejo Asesor Empresarial, así como los del Consejo Coordinador Empresarial, la Confederación Patronal de la República Mexicana y el Consejo Mexicano de Negocios. Los empresarios han reaccionado con espíritu de colaboración, no de enfrentamiento.
Sin embargo, el objetivo central de este momento de nuestra historia, bautizado como la Cuarta Transformación, es la separación entre el poder político y el económico. En palabras de AMLO en mayo de 2018: “Así como el presidente Benito Juárez dividió y separó el Estado de la Iglesia, porque a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, así ahora lo que se necesita es separar al poder económico del poder político y que el gobierno represente a ricos y a pobres.”
Paradójicamente, al relacionarse de forma directa con las cúpulas de la clase empresarial y deteriorar la autonomía de los órganos reguladores económicos, no cambiarán los patrones de relación entre el gobierno y los grandes empresarios, sino únicamente para qué se usan. Todo dependerá de si AMLO se deja o no presionar (o de si reconoce que lo están presionando).
En lo que más se parecen hasta ahora el actual gobierno y los del desarrollo estabilizador es en materia fiscal. AMLO ha prometido, y su proyecto de presupuesto parece querer cumplir esa promesa, tener unas finanzas públicas estables. Toda su estrategia de distribución de recursos sociales está hecha a partir de la austeridad y el ahorro dentro del gobierno, no con nuevos impuestos ni con más deuda –algo no visto en la izquierda latinoamericana–. En el desarrollo estabilizador, la estrategia de contención de gasto público fue generando una enorme presión política por todo aquello que no estaba haciendo el Estado (buena parte del crecimiento en el gasto público en los primeros años del sexenio de Echeverría se hizo para expandir el sistema educativo y el de salud, rezagado después de treinta años de prudencia fiscal sin reforma tributaria). Esta es una de las grandes dudas hacia delante. En la medida en que ciertos recortes en el gasto público vayan provocando enojo en ciertos grupos sociales (lo que ya ha sucedido) y en la medida en que la propia retórica de AMLO de promover la igualdad –que sí se parece en ese sentido a la de Echeverría– vaya generando demandas populares que suponen un mayor gasto fiscal, se irá creando una tensión entre mantener la estabilidad fiscal o satisfacer esas demandas. El presidente tendría entonces la posibilidad de impulsar una reforma fiscal profunda, aunque ha prometido no modificar los impuestos hasta la segunda mitad de su sexenio.
Por el momento, AMLO está concentrado en la administración del poder. Está en curso una centralización profunda en manos del presidente y el resultado depende de cómo vaya a usar ese poder. Hoy todo indica que va a destruir una parte del andamiaje institucional de las últimas tres décadas. Eso puede incluir que se minen las instituciones democráticas que hicieron posible su triunfo, pero ese es un tema para otro momento. Hasta ahora ha optado por no alterar las tres condiciones principales del desarrollo estabilizador y de los doce años subsecuentes, y que se diferencian con las condiciones de ahora: 1) una economía abierta al mundo, 2) un banco central autónomo, 3) un tipo de cambio flexible.
Por otra parte, el gobierno lleva pocos meses como para saber de qué manera terminará. Ni en el sexenio de Echeverría ni en el de López Portillo habría sido evidente en los primeros meses que al final triunfaría una política económica expansiva que desencadenaría una profunda crisis macroeconómica. Había entonces, en los términos del libro de Rolando Cordera y Carlos Tello, una disputa por la nación entre los tecnócratas neoliberales, que querían finanzas públicas con déficits razonables y una cierta apertura de la economía, y los estatistas, para quienes el gobierno debía intervenir más en la conducción de la economía para elevar su crecimiento –entre los segundos había la creencia de que una mayor oferta agregada, producto de una mayor inversión pública, ayudaría a contener la inflación–. En ambos sexenios esa disputa se resolvió a favor de los estatistas. En el caso del gobierno de Echeverría, se hizo evidente con el despido de Hugo B. Margáin de la Secretaría de Hacienda y con la posterior declaración de Echeverría de que “la economía se maneja desde Los Pinos”. En el sexenio siguiente la disputa casi se resolvió como tragedia griega: con la nacionalización de la banca. Pero fue triunfo de unos meses. La presidencia de Miguel de la Madrid inició una larga década de gobiernos más liberales en política económica. No se podía salir de la crisis de otra forma.
En la administración de López Obrador hay distintas visiones sobre qué hacer, pero no una disputa ideológica como la de los años setenta (su triunfo es el regreso de los desplazados por el ascenso de la tecnocracia liberal). El poder está más centralizado que nunca. Se hará lo que AMLO desee. Mucho de lo que pretende está escrito en sus libros, pero carece de una visión bien articulada, una nueva política económica para el siglo XXI. Los neoliberales tenían el paquete de medidas propuestas por la ocde e instituciones afines; los defensores de la expansión del Estado en los años setenta, una visión más o menos sofisticada de qué creían que se podía hacer y cómo. Ahora solo tenemos la obra de AMLO, propagandística, no analítica.
Él mismo vivió la crisis de los ochenta y conoce bien el costo político de una ruptura del orden macroeconómico. Con el apoyo de tecnócratas de confianza, ha decidido manejar las finanzas públicas desde Palacio Nacional. La formación académica tanto de Carlos Urzúa, su secretario de Hacienda, como de Arturo Herrera, el subsecretario, no es muy distinta a la de los tecnócratas liberales. La diferencia está en no haber trabajado en el gobierno federal antes y en no tener una red de intereses con el priismo. Tienen menos experiencia administrativa, pero no ideas muy distintas sobre cómo manejar la hacienda pública.
A pesar de ello, no es previsible que impulsen las llamadas reformas estructurales. Menos aún en el sector energético, donde impera una visión estatista. Manuel Bartlett, derrotado por Carlos Salinas en la disputa por la presidencia y autorreciclado como antineo- liberal (aunque nunca protestó contra las reformas neoliberales mientras siguió su carrera política, primero como secretario de Educación Pública con Salinas y luego como gobernador de Puebla), es ahora el director general de la CFE. Este es el sector favorito de AMLO. Uno de sus hombres más cercanos es el director general de Pemex. El sector energético se maneja desde Palacio Nacional, pero el presidente quiere finanzas públicas estables. Con todo, como ocurrió en los años setenta, Pemex puede ser factor de inestabilidad, entonces lo fue por gastos excesivos, ahora el problema es su fragilidad financiera. Veremos cómo se resuelve el delicado equilibrio entre el balance del gasto y la expansión del sector energético público.
Hasta el momento, considerando las restricciones que enfrenta AMLO, se puede concluir lo siguiente:
1) No es previsible que la inflación sea mayor a la del pasado reciente, si las finanzas públicas se siguen manejando con prudencia y se respeta la autonomía del Banco de México. AMLO ha demostrado lo segundo tanto en su relación con Banxico como en los dos buenos nombramientos de subgobernador que ya hizo.
2) Los programas de transferencias sociales, fundamentales para la construcción de la base clientelar del presidente, se complicarían si la inflación estuviera al alza.
3) Hay riesgos en la sustentabilidad de este balance por las presiones sociales y el cambio de estrategia en el sector energético.
4) Si bien el mundo presenta ahora una tendencia al proteccionismo, el gobierno no se ha sumado a ella. Tampoco ha asumido un discurso antiimperialista como el de Echeverría; al contrario, ha cumplido, sin hacer mucho ruido, algunas de las exigencias migratorias del gobierno de Donald Trump.
5) No parece que las medidas hasta ahora impulsadas llevarán a un mayor crecimiento en el futuro. Las llamadas reformas estructurales del sexenio anterior serán parcial o totalmente desmanteladas, aunque reformas similares hayan mostrado en otros países que, bien implementadas, ayudan a elevar el potencial de crecimiento de una economía.
6) No hay en la estrategia microeconómica nada que permita prever un incremento en el potencial de crecimiento del país; al contrario, el crecimiento tenderá a ser aún menor, con lo cual la recaudación fiscal será menor a la esperada. Ni siquiera se puede anticipar un ciclo de crecimiento económico alto, aunque insostenible, como sucedió en Brasil en los años de Lula.
7) Las transferencias no condicionadas no mejorarán la oferta de capital humano. Menos aún ante el desmantelamiento de la reforma educativa. La desaparición de las estancias infantiles ocasionará una menor participación de las mujeres en el mercado de trabajo.
8) La intervención en ciertos mercados estará limitada por el TLCAN, pero no ayudará a aumentar la productividad en el sector energético.
9) Concentrar la inversión pública en el sureste creará cuellos de botella en el resto del país, y la cancelación del aeropuerto de Texcoco erosionará el potencial de crecimiento del centro de México.
10) Si bien es creíble que la corrupción bajará respecto a los niveles del sexenio anterior, no será suficiente para lograr los ahorros fiscales soñados por AMLO.
11) No hay razones objetivas para que los empresarios inviertan más que antes, por más discursos que hagan frente al presidente invitándolo a hacer “de la inversión una obsesión para que el país pueda crecer al 4%”.
Solo si mejora la seguridad podríamos ver algún repunte en zonas donde el crimen ha llevado a la parálisis económica.
12) Debido a la incertidumbre ocasionada por la cancelación del aeropuerto de Texcoco y los cambios de estrategia en el sector energético, las tasas de interés se han mantenido altas.
13) La inversión privada está estancada y la pública está acotada por la restricción fiscal ya descrita. Peor aún, se pretende que una parte importante de la segunda sea asignada a proyectos de baja rentabilidad. Esta estrategia económica basada en intuiciones del pasado, y con bajas competencias técnicas, ocurre en medio de un cambio tecnológico mundial que requiere gobiernos muy flexibles, visionarios y competentes.
14) Aunque el triunfo de AMLO ha generado un enorme optimismo en una parte importante del electorado, el cual se vio reflejado en el índice de confianza del consumidor, en los hechos el consumo tanto privado como público está casi estancado. Como en los primeros años de Echeverría y López Portillo, este será un año de bajo crecimiento comparado con la historia reciente.
Si AMLO respeta los principios descritos en este ensayo, veremos un gobierno con bajo crecimiento, pero con relativa estabilidad. Serán fuertes las presiones políticas por impulsar un mayor crecimiento, pero hoy AMLO no parece tener la disposición de usar la palanca del gasto público desbordado. (¿Buscará la polarización política para compensar el costo de ese bajo crecimiento?) Si optara por gastar más de lo que tiene, veríamos una inestabilidad significativamente mayor en los mercados financieros.
Sin embargo, yo no detecto que haya condiciones para un ciclo duradero de alto crecimiento y expansión del gasto público, principalmente por la falta de mecanismos para financiarlo y porque cualquier señal de heterodoxia se pagará rápidamente con una salida de capitales y tasas de interés más altas. Entre más errores se cometan en política económica y más se ahuyente a la inversión privada, más políticas promercado se tienen que hacer después para atraerla de regreso –en eso consistió la política económica de Miguel de la Madrid en adelante.
En cuanto a la economía internacional, AMLO llega al poder en un entorno benigno, pero es previsible que esto cambie para el 2020 o el 2021. Con suerte, serán cambios menores, pero no puede descartarse el riesgo de movimientos bruscos en el crecimiento o en el precio del dinero. Cuando se modifican de forma abrupta las condiciones internacionales, cualquier error en la percepción de la naturaleza de ese cambio es muy costoso. La torpe reacción del gobierno de López Portillo ante la subida en las tasas de interés en Estados Unidos y la caída en el precio del crudo lo llevó a la crisis de 1982. Enfrentar un shock exógeno es todavía más complicado cuando no se tienen mecanismos de compensación para la caída de los ingresos públicos, como sucederá si en el 2019 se utilizan los recursos de fideicomisos cuyo objetivo es ser un colchón para una posible contingencia.
Una crisis económica seria como la de 1976 o 1982 conlleva un costo político gigantesco e impacta de manera negativa el papel histórico del presidente. En palabras de Whitehead, el gobierno de Echeverría “terminó en circunstancias humillantes y [su] nombre no figurará en la lista de héroes al lado de Zapata y Cárdenas”.
Pasar a la historia como un gran presidente es el sueño de López Obrador. Basta con ver el nuevo logo del gobierno de México. ~