La politización del Ejército y la desmilitarización de la política
La campaña electoral y la movilización de apoyo al general Miguel Henríquez Guzmán en 1951-1952 alteraron el peso relativo de dos factores que hasta entonces formaban parte importante del sistema político: la corriente cardenista en el seno de la élite y el Ejército. La derrota del henriquismo, primero, relegó al cardenismo como opción alternativa de gobierno y obligó a Lázaro Cárdenas —y a otros expresidentes— a aceptar el liderazgo político del presidente de la República. En segundo lugar, la campaña henriquista fue el último intento de los militares de participar, como corporación, en la política electoral; aunque como individuos encontraron cabida en el espacio controlado de los partidos políticos.
Desde la perspectiva del desarrollo institucional del sistema político, esa derrota precipitó la conclusión de una etapa de la profesionalización del Ejército que se había iniciado desde principios de los años cuarenta. Este proceso suponía que el Ejército no se identificara con ninguna fuerza política en particular, que se viera a sí mismo como un instrumento del Estado, que actuaba por encima de banderas políticas. El presidente Ávila Camacho puso acentuado interés en asegurar la unidad del Ejército, no sólo porque es lo que se espera de uno de los principales instrumentos del Estado, sino porque los desacuerdos en su interior ponían en peligro la estabilidad general del país y la continuidad institucional. Según el decreto del 3 de diciembre de 1945 del presidente Ávila Camacho, “…siempre se ha pensado que el Ejército y la armada nacionales deben estar apartados de la política electoral que pone en peligro la necesaria cohesión del Ejército”.
Ilustración: Patricio Betteo
Paradójicamente, la participación de México en la Segunda Guerra Mundial no devolvió a los militares la fuerza ni la capacidad de influencia que la estabilización del régimen de la posrevolución había empezado a arrebatarles. Esta particularidad se explica porque la contribución mexicana a la guerra fue fundamentalmente la producción y exportación de materias primas. El presidente Ávila Camacho continuó con la política de su antecesor de excluir a los militares en activo de la arena electoral y partidista, y mantuvo a la institución en la debilidad. En consecuencia, para el Ejército mexicano la guerra trajo solamente una reorganización administrativa; entre 1940 y 1944 el número de efectivos del ejército aumentó marginalmente de 49 mil a 54 mil, pese a que el país estaba en guerra.
La geografía, un factor estructural dictaba la política militar, así como los términos de la defensa territorial. En 1945 México aceptó, igual que lo hizo el presidente Díaz medio siglo antes, que era costoso e inútil intentar formar un ejército para combatir a Estados Unidos. En consecuencia, los tres presidentes de la inmediata posguerra, Ávila Camacho, Alemán y Ruiz Cortines tendieron a disminuir el gasto militar, como ya lo había hecho el presidente Cárdenas. Entre 1940 y 1946 la partida del presupuesto federal dedicada a las fuerzas armadas pasó de 19 % a 14 % y siguió a la baja hasta 1952, cuando alcanzó 7 %, donde se mantuvo cerca de diez años. Igual que para el general Porfirio Díaz en su momento, para los gobiernos de la posrevolución, un Ejército débil era un seguro de vida.
Ávila Camacho había propuesto en la Conferencia de Chapultepec la formación de un ejército interamericano, pero ni Alemán ni Ruiz Cortines retomaron la idea, y ambos resistieron testarudamente la presión de Washington para la firma de un tratado militar bilateral. La negativa era paradójica. México y Estados Unidos estaban vinculados por un tratado comercial y un acuerdo migratorio, mantenían una alianza política e ideológica, pero no habían firmado un pacto militar explícito, no obstante que la carta fuerte de los mexicanos en relación con la superpotencia era de orden estratégico. Había una razón muy poderosa para que así fuera: la continuidad territorial que incluía a México naturalmente en el perímetro de seguridad de Estados Unidos. Los presidentes mexicanos estaban muy conscientes de que en caso de que surgiera una amenaza en esa región, los estadunidenses estaban preparados para combatirla de inmediato, incluso si para hacerlo tuvieran que cruzar la frontera.
El reconocimiento realista de la insuperable asimetría que separaba a los dos países vecinos condujo al gobierno mexicano a revisar las funciones de su ejército y a orientarlo hacia operaciones de orden interno. La estabilidad interna era la primera trinchera de defensa de la soberanía mexicana, pues su deterioro o disrupción podía justificar una intervención, dado que comprometía la seguridad territorial estadunidense.
La exclusión de los militares de la lucha por el poder
La generación de los revolucionarios que todavía creían que se habían ganado en el campo de batalla el derecho a gobernar fue desplazada de diferentes maneras y por distintos medios, desde la profesionalización de nuevas generaciones de oficiales, hasta la redistribución territorial y rotación frecuente de los mandos militares. También se les permitió hacer negocios privados o se les ofrecía un dorado exilio diplomático, cuando no enfrentaban el riesgo de rigurosas medidas disciplinarias que eran equivalentes a la muerte civil: una licencia forzosa, el retiro, la baja, la disponibilidad, que podían acarrear el ostracismo político o el congelamiento militar.
La desmilitarización de la política era consistente con la estrategia del presidente Ávila Camacho de incorporar a México al mundo de las democracias. Uno de los argumentos contra el gobierno de Farrell en Argentina era que los gobiernos militares no tenían cabida en el mundo, dado que la guerra la habían provocado dictaduras militares que combatieron contra las democracias.
En enero de 1946, el secretario de Estado en funciones, Dean Acheson, al comentar el informe del embajador Messersmith sobre los acontecimientos de León, Guanajuato, sugiere que su gobierno prefería que México estuviera gobernado por civiles. Según él, los estadunidenses podían estar “razonablemente seguros de que los militares [en México] querrán mantenerse al margen de la política”, y añadió que tenía la seguridad de que el presidente Ávila Camacho “habrá de prevenir el uso inapropiado de los militares mientras mantenga el control de la situación”.
La relativa facilidad con que México pasó del predominio de los militares a un régimen civil tiene varias explicaciones, entre las que se pueden citar el acusado faccionalismo del ejército, todavía dividido entre callistas, carrancistas, obregonistas, villistas, entre otros, la persistencia de grupos hostiles entre sí, vinculados con jefes o con camarillas rivales. Estas tensiones internas reducían las probabilidades de éxito de una sublevación de grandes proporciones, como lo pudo comprobar Saturnino Cedillo, que en 1938 encabezó el último levantamiento militar de un jefe revolucionario. El episodio tuvo un efecto ejemplar.
En esta misma línea de razonamiento, Roderic Ai Camp sostiene que el ejército mexicano fue derrotado porque carecía de esprit de corps, y fue víctima de los intereses de individuos vanos y ambiciosos. Edwin Lieuwen aduce diferentes causas: las guerras intestinas, la profesionalización, la institucionalización del sistema político y la influencia decisiva del general Cárdenas.
En su libro sobre el Ejército mexicano, Thomas Rath sostiene que la exclusión del Ejército de la política electoral fue posible gracias a la corrupción y a la impunidad que protegía a muchos oficiales que se dedicaban al contrabando de licor, al chantaje y a la extorsión. Visto este fenómeno desde la perspectiva del gobierno, distraer la atención de oficiales de mayor jerarquía y orientarlos hacia los negocios privados, ofrecerles un dorado exilio diplomático o algún otro privilegio fue una estrategia astuta y desde luego, menos cruel que una depuración sangrienta. No obstante, la corrupción es una razón que, sin ser incorrecta, resulta insuficiente, porque se apoya en el supuesto de que la oficialía mexicana era toda ella corruptible.
Aquí se propone una explicación alternativa: el Ejército aceptó la restricción que limitaba su participación política porque era una institución débil, lo cual significa que los presidentes Manuel Ávila Camacho y Miguel Alemán habían logrado su objetivo. Ambos consideraron —al igual que Porfirio Díaz— que así conjuraban el ascenso de militares ambiciosos y las pulsiones intervencionistas de Estados Unidos. En otros países de América Latina, en más de una ocasión el gobierno estadunidense se apoyó en el ejército local para intervenir en su política interna.
El Ejército fue así políticamente relegado. En compensación, el presidente Alemán construyó una amplia red de apoyo: en 1947 se creó el Banco del Ejército y la Armada, la secretaría de la Defensa estrenó un nuevo edificio y el presidente inauguró la Escuela Médico Militar. Se reorganizaron las regiones militares y se diseñó un programa de jubilaciones que permitió la racionalización y renovación de la oficialía (en julio de 1945, Ávila Camacho extendió el retiro a 550 generales y 500 coroneles) y el rejuvenecimiento del personal militar. Los jóvenes oficiales que habían estudiado en escuelas militares eran emblemáticos de la profesionalización del ejército, mientras que los improvisados que se habían formado en los campos de batalla, desaparecían gradualmente. El objetivo de esta política de privilegios era granjearse la buena voluntad del Ejército, neutralizar a los descontentos o, en última instancia, “comprar” su lealtad.
A la politización del Ejército correspondía la desmilitarización de la política, pero ésta no supuso la desaparición del escenario político de los miembros de las fuerzas armadas, sino que consistió en limitar sus posibilidades de control autónomo de los instrumentos de influencia política. Estaban sujetos a la autoridad del presidente de la República, en primer lugar, aquéllos que fueron elegidos presidentes del PRI: Rodolfo Sánchez Taboada (1946-1952), Gabriel Leyva Velázquez (1952-1956), Agustín Olachea (1956-1958), Alfonso Corona del Rosal (1958-1964). La designación de generales a la cabeza del partido gobernante, el organismo político más importante del país no fue fortuita, y tampoco solamente simbólica. El mensaje era que, dado que el Ejército era en principio un órgano del Estado, éste respaldaba al partido, que actuaba en mancuerna con el poder civil que representaba el presidente de la República que era “el primer priista de la Nación”.
La tropa al cuartel, los oficiales al partido
En el México de la posguerra el Ejército era débil, pero los militares no dejaron de ser influyentes. Tzvi Medin hace esta distinción para explicar que Miguel Alemán afianzó el control de la presidencia sobre el poder de las armas favoreciendo a militares, pero no al Ejército. Esta política de individualización en una institución por excelencia corporativa, frenó el desarrollo de un esprit de corps, con la misma eficacia y las mismas consecuencias que en el pasado tuvieron las divisiones en el interior del Ejército, pero sin los costos. La pulverización de lealtades canceló cualquier intento de acción conjunta y mantuvo la verticalidad de las relaciones que remataba en el presidente de la República.
La exclusión del Ejército de la política no fue obstáculo para que muchos de sus integrantes ocuparan cargos de elección popular, sin renunciar a una identidad profesional que tenía —tiene— un perfil perfectamente definido y diferenciado de otras profesiones. Su incorporación al personal político era un reconocimiento de carácter simbólico al ejército, cuya principal virtud era —se decía— la lealtad a las instituciones.
Muchos miembros del ejército fueron gobernadores, diputados y senadores, pero a título personal. El general Jacinto B. Treviño, cercano al presidente Ruiz Cortines, fundó el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana, PARM, que según Treviño, nació “para defender los principios de la Revolución” y aseguraba una representación mínima al sector del Ejército que la reclamaba y que fue en realidad un satélite del PRI. El general Gustavo Leyva Velázquez fue presidente del Comité Central Ejecutivo del PRI (1952-1956); los primeros cuatro años de la presidencia ruizcortinista; gobernador de Sinaloa (1956-1962); y nuevamente senador (1970-1976).
La definición del lugar que correspodía al Ejército en el sistema político de la posguerra acabó de perfilar el presidencialismo autoritario, que en cierta forma reproducía la arbitrariedad, la verticalidad y la visión estrechamente jerarquizada de la autoridad propias del Ejército. La politización del Ejército era una derivación de su relación con el presidente, y de las funciones que desempeñaba en “defensa de la institucionalidad”, fórmula que significaba reprimir la protesta cualquiera que fuera su origen: los estudiantes de educación superior, los ferrocarrileros, o candidatos disidentes a cargos de elección popular.
El comandante de la zona militar desempeñaba un papel político central en estados conflictivos como Oaxaca o Guerrero, donde intervenía en momentos de crisis. De esta manera, tocó al comandante de la 2.ª Región Militar con sede en Veracruz, general Alejandro Mange, dictar la orden de detención del general Cándido Aguilar, de filiación henriquista, acusado de 28 delitos. La orden fue ejecutada por el jefe de la XXVI zona militar, general Othón León Lobato, el 7 de julio de 1952. En 1954, el gobernador de Guerrero, Alejandro Gómez Maganda, cercano al presidente Alemán, fue obligado a renunciar por “diferencias con el gobierno federal”. La destitución tuvo lugar bajo la vigilancia del comandante de la región militar, general Álvaro García Taboada.
Soledad Loaeza
Profesora-investigadora emérita de El Colegio de México. Obtuvo el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2010.
Este texto es un adelanto de mi libro A la sombra de la superpotencia. Tres presidentes mexicanos en la Guerra Fría, 1945-1948 (en prensa). No incluye el aparato crítico.