La pretensión de disciplinar al periodismo
La crítica al periodismo precisa buena voluntad, pruebas, debates, y tolerancia de posiciones divergentes

La insurgencia reaccionaria está en la cresta política contemporánea, con Donald Trump de portabanderas y faro inspirador para la extrema derecha global. Guarda similitudes con el populismo clásico en su desprecio por mecanismos de monitoreo y control democrático, incluido el periodismo disidente o mínimamente interesado en ponerle atención a medidas anticonstitucionales, crueles, y revanchistas.
Este es un elemento común a los Gobiernos y lideres, como Milei, Orban, Netanyahu, Bukele, y Modi. Entre otras similitudes, los une la impaciencia y la intolerancia por la disidencia. En su modelo de política, no hay lugar posiciones para divergentes y críticas —solamente conciben la expresión leal y firmemente alineada.
En su veloz y feroz desmantelamiento del estado administrativo en Estados Unidos, Trump lanzó una batalla en múltiples frentes contra el periodismo. Sabe que es necesario desactivar el periodismo punzón, para maniatar la opinión pública e impulsar acciones autocráticas en varios planos —inmigración, justicia, educación superior. Recurre al manual del buen populista, con un menú variado de acciones para marcarle la cancha a la prensa.
Según un informe reciente del Monitoreo de Libertad de Prensa, la Casa Blanca lanzó una serie de acciones simultáneas para silenciar focos posibles de noticias inconvenientes. Limitó el acceso a conferencias de prensa (la Associated Press fue una de sus víctimas por no aceptar la decisión orwelliana de llamar “Golfo de América” al “Golfo de México).
Favoreció el ingreso y ubicación física en la sala de prensa de medios e influencers trumpistas para que hicieran la venia con preguntas dóciles. Canceló el financiamiento federal a la radio y televisión pública —fondos importantes, aunque sean un porcentaje mínimo de su presupuesto anual, puesto que sus fondos son principalmente donaciones individuales y filantrópicas.
Despidió a miembros del directorio de los medios públicos por ser de otro “palo” político. Ordenó investigaciones y juicios por presunto desacato e injurias a las cadenas de televisión ABC y CBS. Se entrometió en decisiones editoriales de noticieros sobre entrevistas y notas. Abolió la protección a personas del “estado profundo” que pudieran filtrar información a la prensa, y ordenó investigar a periodistas por publicar posibles filtraciones.
Estas acciones trascurren en un entorno de constante insultos a periodistas y medios. Mezclan viejas recetas de la censura oficial con provocaciones retóricas aplaudidas y multiplicadas en las redes. Trump los tacha de ser “propaganda” al servicio de intereses “anti-americanos” y representar la “locura izquierdista”. Acusar a estos medios, baluartes del mainstream mediático y del establishment económico, de ser “lunáticos radicales” es cómico.
Aunque parezca una escenificación del teatro del absurdo, es una calculada estrategia para confirmar la desconfianza hacia la prensa entre sus fervientes acólitos. Una táctica para alimentar las convicciones de su base política que descree de “los medios” tradicionales y prefiere informarse por medios “alternativos” que enarbolan la doctrina trumpista.
El objetivo es pisar el acelerador de la censura y alimentar la autocensura periodística. Es llevar a la práctica la frase “los medios son el enemigo”, sentencia martillada por Trump y repetida por miembros de su Gobierno.
En este contexto, no sorprenden las amenazas del presidente Javier Milei y la peligrosa frase “no odiamos lo suficiente al periodismo”. Declaración que, desafortunadamente, refleja un sentimiento de época de lideres y sus seguidores.
Sabemos que la palabra presidencial sobresale en el debate público, legitima creencias y convalida acciones violentas, como lo demuestran casos recientes de ataques a periodistas. Refleja la idea de la política como “amigo contra enemigo” que continua y profundiza problemas de la comunicación democrática. Las palabras tienen consecuencias; no son inocentes o gratuitas.
Cualquier llamado a odiar desde el podio más alto de la política es preocupante, especialmente en sociedades con una larga historia de rencores. Es más que una cortina de humo para distraer la atención. Es un recordatorio alarmante, una chispa que puede encender actos lamentables. El periodismo no se corrige con intimidaciones y bravuconadas disciplinarias. La crítica al periodismo precisa buena voluntad, pruebas, debates, y tolerancia de posiciones divergentes. No son precisamente virtudes de esta cosecha de líderes políticos.
Es notable que el populismo en boga, supuestamente preocupado por la cultura de la cancelación, abraza un discurso censorio e implementa acciones para amedrentar a la prensa cuando está en el poder. Resulta que quienes denunciaban con poesía librepensante la cancelación como la vulneración a la libertad de expresión, no creen en la libertad de prensa.
Es curioso que líderes que se burlan de quienes se quejan de la retórica agresiva, descalificándolos como almas sensibles incapaces de soportar bromas en las redes, tengan la piel tan delicada que no aguantan investigaciones periodísticas y opiniones disidentes. Ironía suprema: Quien es más intolerante de la crítica es quien, por su posición de poder, debiera ser clínicamente observado por el periodismo.
Es un nuevo capítulo de la larga obsesión por eliminar la disidencia y las verdades incómodas –elementos necesarios de la vida en democracia.
*Este artículo se publicó originalmente en Clarín de Argentina.