Cine y TeatroCultura y Artes

‘La semilla del diablo’, la cima del perverso talento de Roman Polanski

En esta supurante película de un horror naturalista y cotidiano, Roman Polanski despliega un tenso estudio psicológico de una mujer desvalida que lucha por mantener su salud mental a medida que se despliega ante ella una telaraña de hechicerías que acaba por atraparla.

Unos pocos años antes, con Repulsión (1965), una zambullida sin escafandra en los alucinados infiernos de la histeria, Roman Polanski (nacido en 1933) ya había probado su capacidad —sólo superada poHitchcock y Lang— para cuestionar y poner a prueba la relación que entablamos con las imágenes, para convertir paulatina e imperceptiblemente nuestra fascinación en desasosiego, ahogo e incomodidad, mediante la indagación en las fantasías y ansiedades más escondidas del espectador.

En La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968), su primera película americana, Polanski logra esta misma magia, desde una premisa aparentemente contraria: si el personaje que Catherine Deneuve interpretaba en Repulsión mostraba pronto signos de perturbación, Rosemary, la joven esposa encarnada por Mia Farrow, se nos presenta –siquiera en un principio— sana y risueña, luminosa y con un puntito de inocencia que enseguida despierta nuestra simpatía. Precisamente en la identificación del espectador con Rosemary se cifra la principal baza de esta película hipnótica.

 

alternative text

 

 

Resulta sumamente aleccionador saber que el productor de La semilla del diablo fue William Castle, un cineasta especializado en producciones más bien menesterosas de terror (que aquí se permite hacer un cameo, como el inquietante hombre que aguarda en la cabina de teléfono a que Mia Farrow termine de hablar); y que la novela de Ira Levin en que se basa el guión participa de casi todas las limitaciones de la literatura pulp.

Precisamente en la identificación del espectador con Rosemary se cifra la principal baza de esta película hipnótica

De hecho, si probáramos a resumir la trama de la película descubríamos enseguida que está trufada de clichés resobados y situaciones ridículas (brujos que invocan al diablo en lenguas arcanas, amuletos pestilentes, aquelarres en los que Satán se lanza a la cópula sin molestarse siquiera en convertirse en íncubo) ante los que, sin embargo, Polanski no se arredra, sabiendo que la mirada del cineasta enaltece la materia prima más averiada.

Aquí esa mirada adopta las estrategias de un naturalismo sin subrayados, muy en la estética indie, salpimentado de vez en cuando con sus dosis de socarronería (así, por ejemplo, cuando los brujos se indignan ante –¡o tempora, o mores!– el boato vaticano, que siempre ha molestado mucho a los endemoniados y a los fariseos).

 

alternative text

 

 

Pero sin duda el acierto más arrebatador de La semilla del diablo es la perspectiva. Polanski, sin traicionar la novela pergeñada por el voluntarioso Levin, nos propone un tenso estudio psicológico de una mujer desvalida que lucha por mantener la salud mental a medida que se despliega ante ella una telaraña de hechicerías que acaba por atraparla.

Donde Levin se decantaba por un monólogo interior que insinuaba la posibilidad de que la protagonista estuviese desquiciada, Polanski prefiere que el espectador vaya descubriendo, a la vez que Rosemary, el horror que se ha adueñado de su vida: como le ocurre a Rosemary, el espectador se toma al principio a chirigota los antecedentes tétricos del edificio donde se dispone a vivir; como le ocurre a Rosemary, la pareja de brujos magistralmente interpretada por Ruth Gordon y Sidney Blackmer se nos antoja tan sólo una pareja de vecinos cotillas.

Nada de esto hubiese sido posible sin la interpretación lastimada y delicadísima de Mia Farrow

A continuación, notaremos con Rosemary que no fueron alucinaciones las que entrevió la noche en que quedó preñada; seguiremos con aprensión y zozobra las circunstancias poco tranquilizadoras de su embarazo; empezaremos a distinguir la perfidia de su marido (John Cassavetes), cuya carrera como actor empieza extrañamente a remontar.

Pero, después de lograr esta plena identificación del espectador con la protagonista, Polanski aún urdirá otra vuelta de tuerca, en una secuencia en la que alcanza la cima de su perverso talento. Ya casi parturienta, Rosemary acude al ginecólogo que ha dejado de visitar por recomendación de sus vecinos para exponerle sus temores entre raptos de histeria; cuando –con un criterio irreprochablemente racional– el ginecólogo no la crea, el espectador sentirá que desea, que necesita creer irracionalmente en Rosemary.

Posteriormente, todo este artificio sostenido sobre el perspectivismo y la ambigüedad alcanzará su clímax en una secuencia final demoledora, donde la resistencia de Rosemary se quiebra y claudica. Pero nada de esto hubiese sido posible sin la interpretación lastimada y delicadísima de Mia Farrow, cuya delgadez de frágil búcaro nos hace sentir más vivamente el monstruoso dolor que crece en sus entrañas.

Un dolor que tuvo su equivalencia en la vida real, pues durante la filmación de La semilla del diablo, el diablejo Frank Sinatra le comunicó su intención de divorciarse, concretamente cuando se rodaba la secuencia desgarradora en que Rosemary comunica a sus amigas los avatares de su traumático embarazo. Puro cinema verité de incógnito, para engrandecer todavía más una película supurante de un horror naturalista y cotidiano.

 

 

 

 

Botón volver arriba