La tiranía de las etiquetas
Existe el peligro de abusar de categorías como posverdad o perdedores de la globalización: podemos convertir en una explicación para todo algo que solo es un tópico.
La razón de que el periodismo tenga mala reputación es que tiene muy mala prensa, escribió Christopher Hitchens, que en otra ocasión dijo que se había hecho periodista porque no quería tener que fiarse de lo que contaran los medios.
“Me lo dicen en casa: solo pienso en titulares”, decía una de las primeras personas con las que trabajé en el mundo del periodismo, bromeando sobre su deformación profesional. Aunque aprendí mucho en ese trabajo, pronto me di cuenta de que esa frase no era del todo cierta. Cuando nos llegaba la propuesta de un tema, o cuando veíamos alguna noticia que podía encajar, a menudo no la describía con un titular, sino con el título de una película.
La expresión -por ejemplo: No sin mi hija- indicaba la manera de enfocar la noticia. Y también señalaba que la noticia tenía gancho porque se parecía a algo que el espectador (o el director del programa) ya conocía o pensaba. Las noticias viajan mejor a lomos de un prejuicio o un deseo.
En otro programa en el que trabajé como guionista, le dije al director que en la escaleta había tres noticias seguidas que hablaban de los peligros que causaba la presencia de los no autóctonos: una historia sobre tiendas chinas, un caso de malos tratos y una especie invasora. Yo esperaba que me dijera que debíamos romper esa secuencia xenófoba. Pero me dijo: “Bien visto. Hílalo”.
Hace unos días, yo estaba convencido de la victoria de Clinton, y pensaba que además sería la victoria del buen periodismo sobre la telebasura. Un poco de serenidad me habría llevado a emplear una precaución de sentido común o a recordar que lo que se recibe se recibe en la medida del recipiente: cuando una explicación se parece demasiado a lo que te gustaría, probablemente estás pasando algo por alto.
Algunas de las plantillas que utilizamos (a veces sin darnos cuenta) son narrativas. Otras son argumentales. El Brexit y el ascenso de los populismos ayudó a poner de moda la categoría de los perdedores de la globalización. Como muchas etiquetas, no era una novedad sino más bien una frase recalentada. Manuel Alejandro Hidalgo explicaba en nuestro número de septiembre que la frase no servía para explicar el apoyo a movimientos que surgen en contextos muy diferentes. Un poco de imprecisión ahorra toneladas de explicación, decía Saki, pero a veces esa imprecisión puede llevarnos a direcciones equivocadas.
El ascenso de Trump también ha propiciado la extensión de la idea de la democracia posfactual. El Oxford Dictionary ha elegido “post-truth” como palabra del año. Como en posnacional, en este caso el prefijo pos no indica la posterioridad, sino más bien la idea de “pertenecer a una época en la que el concepto que se especifica carece de importancia o relevancia”. Al parecer, el primero que empleó el término con este sentido fue Steve Tesich en 1992. Escribió, tras la guerra del Golfo y el escándalo de Irán-Contra, que “hemos decidido libremente vivir en un mundo posverdad”. (La observación también hace pensar en Orwell, que en un texto sobre la guerra civil española decía tener la sensación de que el concepto de verdad objetiva estaba desapareciendo.)
Quizá el uso desvergonzado de la mentira por parte de Trump o de los defensores del Brexit suponga un cambio en la tortuosa relación entre la verdad y la política, y probablemente la fragmentación de los medios ayuda a extender cámaras de eco, falsedades y visiones parciales. Pero también existe el peligro de abusar de esas categorías: podemos convertir en una explicación para todo algo que solo es un tópico, y hacer que un instrumento que debería ayudarnos a realizar un análisis solo sirva para oscurecer la realidad.