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La tumba de Drácula

Una leyenda que los historiadores decimonónicos remontaban erróneamente al siglo XV popularizó la creencia de que los restos mortales de Vlad Dracul, el tétrico personaje que inspiró a Bram Stoker su vampiro, se hallaban sepultados en la iglesia del monasterio rumano de Snagov. Una lápida con su nombre junto al altar mayor y una larga tradición oral así lo demostraban.

El monasterio, construido en una pequeña isla en medio de un lago rodeado de bosques, reúne todas las condiciones para servir de panteón a un voivoda de Valaquia. Su emplazamiento en un lugar remoto e inaccesible y su fundación por el abuelo de Vlad (algo a tener en cuenta dada la costumbre de la aristocracia rumana de usar como cementerio recintos religiosos ligados a la familia del difunto) son la prueba. Que ni su padre, de quien tomó el apellido de Dracul, hijo del dragón, ni su hermano mayor, asesinado cuando él tenía dieciséis años, hubieran sido enterrados allí, no era un problema porque los dos habían muerto a manos de adversarios que, por supuesto, no devolvieron los cadáveres.

La reputación de ultraterrena malignidad que, gracias a la literatura, adquirió Vlad cuatrocientos años después de muerto, tampoco afectó a la creencia tradicional. A fin de cuentas, y considerada retrospectivamente: ¿qué decisión podría haber más prudente por parte de los herederos que trasladar sus restos a un lugar poco accesible y depositarlo en un templo desprovisto de lujos externos, aunque decorado por dentro con hermosos retratos al fresco de apóstoles y santos?

Todo esto se vino abajo cuando un equipo de arqueólogos, después de excavar a conciencia las instalaciones, demostró en 1933 que bajo la lápida de Dracul sólo había unos huesos de caballo. Esperaban descubrir un esqueleto decapitado –según la leyenda, cuando Vlad cayó muerto en una emboscada urdida con ayuda de los turcos por Basarab Laiota, su cabeza fue enviada a Estambul para ser exhibida en una estaca y luego, como solía hacerse con los dignatarios acusados de traición, en el nicho de la vergüenza, donde permaneció hasta que fue arrojada a un estercolero–, pero tuvieron que conformarse con impugnar un mito.

El fracaso de la excavación, atribuido por los partidarios del mito a la labor de los profanadores, animó a investigar con más detenimiento el asunto. Fruto de tales averiguaciones fue, primero, el descubrimiento de que la leyenda según la cual los restos de Dracul se encontraban en la isla de Snagov databa sólo del siglo XIX, fecha en que obraron supuestamente los expoliadores, y, en segundo lugar, la constatación de que la iglesia donde se le había enterrado no podía ser la actual, pues el primitivo edificio fue demolido a inicios del XVI y reemplazado por el que ahora conocemos.

¿Quién y por qué inventó entonces la historia? Probablemente, los monjes del monasterio, interesados en dotar al lugar de atractivo turístico. Dracul no era todavía el terrorífico vampiro –la novela se publicó en 1897–, pero en la tierra donde había operado con mano de hierro no se necesitaban estigmas literarios para despertar la curiosidad de la gente. Otra posibilidad es que se hubiera querido hacer de él un mito patriótico. El nacionalismo, un movimiento alentado en todas partes por la Iglesia en respuesta a la desintegración de las antiguas arquitecturas imperiales, jamás dudó en servirse de la mentira para justificar sus aspiraciones. Es lo normal cuando uno se mueve en un horizonte donde la razón está supeditada a la fe. Incluso los comunistas, herederos del espíritu eclesiástico, reivindicaron a Dracul como precursor. Ceausescu, en el quinto aniversario de su muerte, lo proclamó héroe nacional mientras el Partido Comunista rumano justificaba la decisión con el argumento de que “hizo lo que debía para garantizar la soberanía del país”. Los procedimientos del sanguinario caudillo tal vez fueran los de un monstruo, pero su monstruosidad no tenía nada de demoníaco. El vampiro, ser a medio camino entre la naturaleza y el más allá, succiona la sangre de sus víctimas porque la necesita para permanecer en el mundo de los vivos, pero Dracul fue un hombre de carne y hueso, un estadista con los pies en la tierra que, al igual que Stalin, se limitó a derramarla a manos llenas en nombre de un fin superior.

Pero recordemos que su fama de monstruo sanguinario es cosa de la tradición y que esta es una lápida bajo la cual no siempre yace lo que se espera. La verdad triunfa despacio, dice un viejo adagio. Los historiadores contemporáneos están convencidos de que el mal nombre de Dracul, conocido también como Tepes, “el empalador”, fue fruto de la campaña de descrédito organizada contra él por el rey Matías I de Hungría. No es que la imagen de hombre sin escrúpulos legada por la historia sea falsa, pero la condición de engendro diabólico de la leyenda debemos atribuírsela ante todo a sus detractores.

Violencia y crueldad eran entonces inherentes a la política, especialmente allí donde las religiones chocaban, como acontecía en Valaquia, bastión de la cristiandad frente al islam. Nadie soñaba entonces con arreglos pacíficos y acuerdos aceptables. Voces como tolerancia o compromiso no formaban parte del vocabulario del estadista y si lo hacían eran intraducibles al idioma de los adversarios. El plan era siempre la aniquilación del rival. Los bosques de empalados que plantó Vlad en las fronteras de su país lo decían claro: quien tiene la fuerza, tiene el derecho a la tierra, el resto está condenado a abonarla pudriéndose en ella. La guerra constituye la única forma de relación real entre los pueblos. El reconocimiento de la humanidad del otro, requisito indispensable para la convivencia, resultaba impensable en un momento en que pocas cosas se hacían sin invocar el nombre de Dios. Más que en la construcción de nuevos órdenes, los caudillos se esforzaban en garantizar el caos. El triunfo dependía de la providencia. Mientras esta no concediera la victoria a uno reinaba la anarquía. Quizás por eso aquellas guerras atroces figuran en las crónicas de los historiadores, no en los cantos de los poetas.

Dracul, como voivoda de Valaquia, dispuso de un minúsculo ejército que hizo valer del único modo posible: empleando técnicas de guerrilla –las mismas que tantos triunfos dieron a Skanderbeg, el héroe de Albania–, y prácticas despiadadas: infectar los pozos de agua del adversario, enviar apestados o tuberculosos a sus campamentos, ejecutar de forma salvaje a los prisioneros… El rey de Hungría, de quien era vasallo, lo necesitaba para contener a los turcos, pero le disgustaba su autonomía y conspiró hasta deponerlo y remplazarlo por alguien más afín a él. Su decisión, extraña para la comunidad cristiana europea, la justificó organizando una campaña difamatoria en su contra. Los príncipes renacentistas, como los estadistas contemporáneos, no dudaban en recurrir a la mentira para alcanzar sus objetivos. Esto no significa que fuera fácil. Dracul era conocido. En la única pintura en la que fue representado del natural, el retablo de altar de Maria am Gestade de Viena, exhibe el aspecto de un aristócrata elegante, capaz de mostrarse tan cordial y refinado en los salones como implacable en el campo de batalla. El rey tuvo que tiznar a conciencia su nombre, denigrarlo con acusaciones terribles a fin de que fuera aprobada su decisión de arrebatarle el poder. La misma táctica había empleado Felipe de Francia para acabar con los templarios, a los que debía enormes sumas de dinero que no estaba dispuesto a pagar, y emplearía la nobleza romana para desacreditar al papa Borgia después de que este recortara sus privilegios.

Los doce años que Dracul permaneció prisionero en la torre de Buda (de 1462 a 1474) sin otra compañía que la de los insectos que, según el carcelero a sueldo de Matías, martirizaba sádicamente ensartándolos en palos, le impidieron desmentir las acusaciones que lo presentaban a la opinión pública europea como un monstruo feroz y despiadado. Y ya se sabe lo convincente que es la mentira cuando va acompañada de truculencias, obscenidades e infracciones de la moral. Por más que alguno dudara, la detención de alguien que había combatido con igual saña a cristianos e islamitas pareció razonable y sirvió, primero, para acallar a quienes preguntaban donde había ido a parar el capital recaudado tras la proclamación por Pío II de la cruzada contra el turco, y, segundo, para impedir que nadie lo relacionara con el rey húngaro, quien casualmente canceló por aquel entonces la enorme deuda contraída con el emperador Federico III a cambio de la corona que adornaba su cabeza.

Los muertos, ya se sabe, tienden a ocupar en el pensamiento de los vivos un lugar cada vez más reducido. Da igual que se trate de seres queridos que de tiranos aborrecibles. El amor o el temor que unos u otros suscitaron se desvanece a la larga. Irremediablemente. Una mujer emparentada con Dracul, Erzsébet Bathory, la condesa sangrienta, aterrorizó un siglo después que él la región de Transilvania asesinando doncellas en cuya sangre se bañaba convencida de que eso la mantendría siempre joven y bella. Nadie pensaba entonces que su nombre pudiera caer en el olvido, pero lo hizo hasta que la literatura lo rescató. Han sido los escritores quienes han dado nueva vida a estos personajes jugando con la posibilidad de que la muerte no fuera castigo suficiente para ellos y que, en vez de aniquilarlos, los haya convertido en almas que vagan por el mundo poseídas por una aniquilante falta de deseo que tratan de subsanar arrebatando la vida a quienes sí lo tienen. El vampiro, encarnado por un aristócrata seductor sexualmente irresistible, es una suerte de don Juan al que ninguna conquista termina de satisfacer. Su depravación consiste en que sólo puede prolongar su anémica existencia marchitando cuanto toca. Hay algo muy moderno en esto. No es casual que el creador del personaje tal como lo conocemos fuera Polidori, médico de Lord Byron. Por mucho que la religión enseñe que el cuerpo perece y el alma no, lo único que parece morir del todo es el alma. El cuerpo, descomponiéndose, pasa a ser otra cosa, se transforma. La posibilidad de que el alma perviva, especialmente el alma vacía de este tipo de seres execrables, produce un espanto sobrecogedor. Pero: ¿qué hizo en realidad el voivoda de Valaquia para que un escritor británico del XIX lo tomara como modelo de semejantes horrores?

La respuesta no puede ser precisa. La intimidante biografía que divulgaron los detractores a sueldo del rey Matías mientras Vlad Dracul se pudría en su mazmorra de Buda es la misma que recogen nuestras enciclopedias. En ellas se afirma que nació en 1431 en Sighisoara, Transilvania, y que, cuando tenía trece años, fue entregado por su padre como rehén al sultán Murat II. Durante un lustro vivió en la corte otomana junto al príncipe Mehmed, conquistador de Constantinopla. Los turcos, con quienes mantuvo relaciones ambiguas, le ayudaron a vengar el asesinato de su progenitor y de su hermano mayor, a quien sus verdugos quemaron los ojos con un hierro candente y después enterraron vivo. Tras recuperar el poder, fue voivoda de Valaquia de 1456 a 1462, combatiendo unas veces a los musulmanes y otras a los cristianos. Su forma de gobernar emuló al parecer a la de los peores tiranos de la historia. Entre sus hazañas destaca el empalamiento en 1459 de treinta mil colonos alemanes que se negaron a pagarle tributo. Igual que Basilio bulgaróctonos (el emperador bizantino que cegó a noventa y nueve de cada cien prisioneros capturados en la batalla de Kleidion y dejó tuerto al que quedaba para que los guiara de vuelta a casa), Dracul utilizaba el terror como arma propagandística. Lo primero antes de sitiar una ciudad era apoderarse de los habitantes de las proximidades y empalarlos en círculos concéntricos alrededor de las murallas. Otra costumbre suya era dejar a los empalados pudriéndose, espectáculo que causó náuseas a más de un ejército invasor. Fueron los turcos quienes, espantados con su sadismo, le pusieron el sobrenombre de “empalador” (tepes, en rumano). En una vieja crónica, un grabado lo representa desayunando plácidamente frente a un bosque de empalados mientras el verdugo descuartiza en su presencia a un prisionero. Su fama llegó al punto de que, en 1462, parte de la población de Constantinopla (los turcos ya la llamaban Estambul) dejó la ciudad temerosa de que la conquistara con el apoyo de los nostálgicos del Imperio. Su cautiverio no bastó para que su nombre fuera olvidado. De hecho, al recobrar el poder, en 1476, el miedo de los otomanos fue tal que Mehmet II decidió atacarlo con un gran ejército. Lo que sucedió entonces no se conoce a ciencia cierta. Vlad había recuperado el trono gracias a Esteban Bathory, pero, después de que este regresara a su tierra, fue incapaz de mantenerlo. Al parecer, los turcos, con la ayuda de los nobles boyardos, enemigos suyos, lo sorprendieron junto a su guardia moldava en una emboscada y los mataron a todos. Ya sabemos qué pasó con su cabeza. En cuanto a su cuerpo, los historiadores más fiables, apoyándose en la autoridad de Constantin Rezachevici, creen que fue enterrado en el monasterio de Comana, único edificio religioso que fundó, aunque las pruebas que ofrecen para defender su hipótesis distan mucho de ser concluyentes.

Como el de Snagov, el monasterio de Comana se encuentra en una zona poco accesible. Peligrosos pantanos lo protegen de los viajeros curiosos. En el siglo XV, la única forma de llegar hasta él era en barca. Lo que hoy se ve no es el edificio original erigido por orden de Dracul, sino una desafortunada reconstrucción de fines del XVI emprendida por otro príncipe de Valaquia, Radu Serban. En la década de los setenta del siglo pasado, unos arqueólogos encontraron allí un ataúd que contenía un cadáver sin cabeza. Inmediatamente se pensó en nuestro personaje, aunque no se hicieron los estudios necesarios para comprobarlo. ¿Para qué? La inexistencia de documentos o referentes genéticos que permitan algún tipo de demostración condena el asunto a la especulación perpetua. El conde Drácula quizá no se levante cada noche del ataúd en busca de bellas damas acuciadas por el deseo inconfesable de satisfacer sus fantasías, pero raro será el año en que un joven estudioso no salte a la primera página de los periódicos después de anunciar que ha descubierto algo decisivo relacionado con el monstruo.

Uno de estos descubrimientos abracadabrantes, más apropiado para programas de entretenimiento que para libros respetables, se produjo en el verano del año 2014. La prensa internacional recogió entonces la noticia de que los restos de Dracul podían hallarse en una tumba de la iglesia de Santa Maria la Nova de Nápoles. La hipótesis, defendida por un equipo de estudiosos estonios, es que una hija ilegítima de Vlad, Zaleska, rescató el cadáver de su padre y lo sepultó en el sarcófago de su esposo, el noble napolitano Matteo Ferrillo. Para justificar esta extravagante conjetura apelaron a ciertos manuscritos de los siglos XV y XVI y a la curiosa decoración de la lápida del supuesto yerno del voivoda: un dragón flanqueado por dos esfinges contrapuestas. La imagen, ajena a Ferrillo o a su familia, les parece claramente conectada con Vlad. El dragón aludiría tanto a su apellido (Dracul era el apodo con que se conoció a su padre tras ingresar en la Orden del dragón fundada por Segismundo de Hungría en 1408) como a su pertenencia a esta. Las dos esfinges representan la ciudad egipcia de Tebas, que los expertos estonios asocian por alguna rocambolesca razón fonética con Tepes, sobrenombre de Vlad. Ni uno ni otro parecen argumentos inapelables. Verdad que la Orden del dragón adoptó en su escudo el uróboros, figura que, para los que la interpretan como símbolo del eterno retorno, es una serpiente con patas mordiéndose la cola (así eran las serpientes antes de que Dios las condenara a arrastrarse por la tierra tras haber tentado a Adán y Eva a comer el fruto prohibido) y, para quienes la ven como símbolo de la perpetua derrota de Satán, un dragón que se estrangula con ella; pero lo que no hay y debería haber para tratarse del escudo de la Orden, es una cruz a la espalda del uróboros, la cruz de San Jorge. ¿A qué se debe esa ausencia? Nadie lo aclara. Por otra parte, la suposición de que Zaleska, conocida en Nápoles como María Balsa, fuera quienes ellos dicen, o sea, la hija ilegítima de Vlad, es más que dudosa. En primer lugar afirman que la niña tenía siete años cuando su padre murió a manos de los turcos y que fue enviada al reino de Nápoles a fin de que un miembro de la orden, Ferrante I, la protegiera. Este la habría entregado a la esposa de Skanderberg, también miembro de la sociedad. Para que nadie la relacionara con su monstruoso padre le cambiaron, por lo visto, el apellido. Balsa, según el equipo de historiadores estonios, significa, en femenino, lo mismo que Dracul, hijo del dragón, pues “bal”, en los Cárpatos, es sinónimo de dragón. Las casualidades lingüísticas son ciertamente sorprendentes, pero no explican el hecho fundamental: ¿quién se pudo tomar la molestia en el siglo XV de trasladar un cadáver desde Transilvania a Nápoles y con qué objeto?

A uno le encantaría en estos casos desesperados poseer el don que la leyenda atribuye a San Antonio de Padua. El famoso santo portugués salvó a su padre de una acusación de asesinato consultando directamente al muerto. Igual que los forenses exhuman cadáveres para compulsar genéticamente sus sospechas, él consiguió que le abrieran la tumba de la persona a la que supuestamente había matado su progenitor y que le contestara a la pregunta de si había sido o no él el asesino. La respuesta fue, por supuesto, negativa, pero cuando las autoridades interrogaron al santo sobre quién era el culpable, este se encogió de hombros diciendo que no lo había preguntado. “Yo quería demostrar la inocencia de mi padre; descubrir al asesino es tarea vuestra”. El mismo lavarse de manos voy a utilizar yo para salir de esta página. Eso sí, antes les confesaré que no creo que una tumba como la de Santa Maria la Nova de Nápoles, con su estatua de piedra encima, sea lo más apropiado para un no muerto que necesita entrar y salir todas las noches de ella a fin de penar por el mundo su insaciabilidad de pozo sin fondo.

 

José María Herrera

 

 

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