La verdad de los cuerpos griegos y romanos de la antigüedad: política, placer, belleza e imperfección
La experta inglesa en el mundo clásico grecorromano expone en el ensayo ‘Al desnudo. El cuerpo griego y romano’, una nueva perspectiva para conocer esta cultura y su sociedad. WMagazín publica un pasaje revelador de esta obra que muestra que detrás hay una historia de exclusión, de apertura y de limitación.
Presentación WMagazín “La batalla por equilibrar las urgencias físicas con el pensamiento racional era lo que convertía en humanos a todos los habitantes del mundo grecorromano”. Esta es una de las conclusiones de Caroline Vout en su ensayo Al desnudo. El cuerpo griego y romano (Punto de Vista). Una obra que recorre la historia antigua de Grecia y Roma con un enfoque muy original y revelador del individuo, de la sociedad de entonces y de sus ideas entrelazadas en un solo componente: el cuerpo. Las obras de arte que han llegado hasta nuestros días muestran la importancia del cuerpo en estas dos culturas, y Vout desmitifica algunas ideas.
La catedrática de Estudios Clásicos de la Universidad de Cambridge, y directora del Museo de Arqueología Clásica de la misma ciudad, brinda una perspectiva que conecta de manera clara y directa aquel pasado con nuestro presente. Lo hace reconocible, próximo. “Vout mantiene una conversación muy dinámica con sus lectores. Utiliza una variedad admirable de textos, obras de arte y objetos que demuestran que los cuerpos tienen formas, tamaños y funciones diversas, tanto ahora como en la antigüedad. Al desnudo nos ayuda a expandir nuestra mente mostrándonos el mundo”, aseguró Robin Lane Fox, autor de El mundo clásico.
No todo es perfección en esas esculturas que recordamos. Detrás hay una historia de exclusión, de apertura y limitación, a la vez. Vout nos lleva a recorrer un camino truculento a la par que interesante al hacerse las mismas preguntas que se hicieron los propios griegos y romanos acerca de sus cuerpos: ¿de dónde venimos? ¿Qué nos diferencia de los dioses y de los animales? ¿Qué les ocurre a nuestros cuerpos, y a las fuerzas que los gobiernan, cuando morimos?
Este ensayo muestra “cómo transformaron sus cuerpos griegos y romanos, utilizando cualquier medio desde la cirugía más sofisticada y la anticoncepción, hasta los aceites corporales, cosméticos y los abonos del gimnasio, así como las fuerzas que dirigieron lo que experimentaban, desde el embarazo al poder político. Hemos visto esos cuadros, hemos leído a los filósofos y hemos conocido la mitología. Ahora tenemos aquí el cuerpo clásico en toda su gloria, en carne y hueso”, señala la editorial.
WMagazín publica un pasaje de este ensayo que ofrece una mirada panorámica sobre estos cuerpos y nuestro imaginario universal. El libro ganó el The London Hellenic Prize 2022 y fue considerado por diarios como The Sunday Times como uno de los mejores libros de historia de 2022.
Ya entonces, “la cosmética, los perfumes o la pertenencia a un gimnasio eran ya entonces un gran negocio, y no solo porque el futuro de la especie depende de atraer a una pareja con la que aparearse, sino porque —como atestigua la práctica de la anticoncepción— existía un gran afán de buscar el placer. La asistencia al gimnasio era en la cultura griega lo que ir a las termas en la romana: ambas eran actividades que formaban parte de la naturaleza de estos pueblos”, escribe Vout.
‘Al desnudo. El cuerpo griego y romano’
Por Caroline Vout
Perfección. El cuerpo de los griegos y romanos es el cuerpo perfecto: sin defectos, esbelto, precioso, colocado sobre un pedestal. Pero también es una hermosa mentira. Hasta los más grandes pintores de otras épocas tuvieron dificultades para encontrar la inspiración en un único ser humano, y tomaron «las mejores porciones» de cada uno de los distintos modelos que posaban para ellos y así poder ejecutar una composición sin defecto alguno. Los escultores creaban cuerpos de bronce y mármol que eran demasiado perfectos para ser auténticos… o auténticamente mortales. El escultor griego Policleto es un buen ejemplo: desde el principio se consideró su Doríforo (portador de lanza) como paradigma de la forma humana. La estatua —que data del siglo V antes de nuestra era (a.n.e.) — se perdió, aunque no antes de que la admiración que suscitaba diera lugar a múltiples copias realizadas en Roma. Detengámonos un momento a observar su rostro juvenil, su torso maduro y su pene, de un tamaño tan reducido que nos parece incongruente. Resulta que los requisitos del arte difieren mucho de los requisitos de la vida, una cuestión que dio a los antiguos mucho material para el debate.
El Doríforo tiene un cuerpo irreprochable, lo que indica un carácter irreprochable. Belleza y bondad. Para el filósofo griego Platón, estas cualidades iban de la mano y eran fundamentales para su política. Pero su importancia aumentó cuando, superada la antigüedad, se encontraron estatuas griegas y romanas que solo conservaban trazas de la pintura original, de modo que se trasladaron sin perder un momento al taller de restauración, donde se despojaron de los pigmentos que aún quedaban para exponerse en una galería. Para cualquiera que no tuviera la posibilidad de adquirir una obra auténtica, las copias en escayola —aún más blancas que el mármol pulido— podrían ser un buen sustituto. Pálidas e interesantes, estas estatuas son fantasmas del pasado griego y romano, proveedores de lo puro como virtud.
Como todos los fantasmas, estas estatuas son numinosas y aterradoras. Cuando hablamos de fantasmas, contamos historias en las que intentamos domesticarlos. Con las estatuas tejemos además un relato que nos permita explicar de dónde vienen. Y pocos de estos relatos han revelado tanta autoridad como los del estudioso alemán Johann Joachim Winckelmann (1717-1768). Para Winckelmann, los cuerpos griegos de los siglos V y IV a. n. e. nunca fueron superados. En aquella época las estrellas se alinearon para crear un clima y una cultura realmente propicios para la libertad en general, y la de expresión en particular. Lo que Winckelmann veía como un ideal otros lo determinaron mediante criterios empíricos: tomemos, por ejemplo, el caso del anatomista holandés Pieter Camper (1722-1789), cuyo trabajo con calaveras y estatuas concluye que la belleza perfecta radica en el perfil y en los ángulos faciales. Trazando una línea desde la frente hasta los dientes superiores y desde ahí, en horizontal, hasta el orificio de las orejas, Camper estableció una jerarquía que va desde el simio con cola (ángulo de 42°) hasta el ángulo recto del Apolo de Belvedere, una estatua realizada en la antigua Roma, pero basada en un original griego que se perdió. Lo máximo a que podían aspirar los humanos de carne y hueso era un ángulo de 80°… y solo si eran europeos. Africanos y asiáticos podían llegar a los 70º. No es difícil adivinar adónde se dirige el estudio. Los grabados que Josiah Nott y George Gliddon incluyeron en su obra Tipologías de seres humanos, publicada en Filadelfia en 1854, son un buen ejemplo, una escala proporcional que vincularía el cuerpo grecorromano a la blancura, la belleza y la bondad a la raza. Una lógica pseudocientífica para la esclavitud. Si nos trasladamos a 2016 veremos los campus universitarios estadounidenses plagados de carteles del Apolo de Belvedere, convertido en pin-up del supremacismo blanco.
Y estamos todos implicados: al menos hasta el siglo XX, el plus que significaba contar con una educación clásica, y las lecciones que nos enseñaba la escultura grecorromana, pero también los textos literarios, históricos, filosóficos y médicos de la época, contribuyeron a crear una falsa sensación de cercanía con estas culturas, lo que las convirtió en base para la construcción del pensamiento político, la ley y la justicia social, el arte, la anatomía y la raza. “Todos somos griegos. Nuestras leyes, nuestra literatura, nuestra religión, nuestras artes… Todo tiene sus raíces en Grecia”, argumenta Shelley en el prefacio de su drama lírico Hellas (1821). Y seguimos leyendo su poesía amorosa o los discursos que pronunciaban en los tribunales, dejándonos seducir y creyendo que sabemos perfectamente cómo se sentía uno dentro de esos cuerpos. Pero nuestras experiencias vitales tienen muy poco en común con las suyas: muchos de ellos se casaban jóvenes, muy jóvenes en ocasiones, y su esperanza de vida no tenía nada que ver con la nuestra. También tenían distintas actitudes hacia el sexo, el riesgo o el castigo.
Ese “somos” de Shelley es inevitablemente exclusivo y excluyente; la cultura griega se elogia muchas veces en detrimento de otras culturas, y se considera una vía de conocimiento incomparable. Si ensalzamos a los griegos y romanos, nos apropiamos indebidamente de la herencia que nos ofrecen, y no solo porque Platón, Apolo y el Doríforo ya eran excepcionales entonces, sino porque estamos concediendo a los griegos y romanos una unidad de pensamiento y de acción que nunca existió. ¿Qué hay entonces de la diversidad —color de la piel, sistemas de creencias, idiomas, género y clase— que era propia del mundo griego o del Imperio romano que, en su momento de máximo esplendor, se extendió desde Gran Bretaña y Portugal hasta África y Siria?
No hay lugar donde la diversidad se perciba de un modo más claro que en relación con el cuerpo. Al escribir este libro, regreso al tablero de dibujo y llevo a Platón, al Doríforo y al Apolo de Belvedere a establecer un diálogo con una serie de materiales seleccionados que resulta mucho menos familiar y no tiene precedentes. Me fijo en las diferencias que hay entre cuerpos reales y cuerpos representados, nuestros cuerpos y sus cuerpos, los cuerpos masculinos y femeninos, los cuerpos griegos y los que no lo eran, los cuerpos de Atenas, Alejandría y Roma, o de la Italia romana, el Egipto romano, la Gran Bretaña romana. Y me planteo cómo han cambiado esos cuerpos con el paso del tiempo, cómo ha cambiado su experiencia corporal. El testimonio más temprano de los que justifican este libro es la poesía griega del año 700 a. n. e., aproximadamente, y la última es de finales de la Edad Antigua, cuando el cristianismo se convirtió en la religión dominante del Imperio romano.
En este proceso, el imperio ateniense del siglo V a. n. e quedó eclipsado por el de Alejandro Magno, cuyas conquistas durante la segunda mitad del siglo IV a. n. e. llevó la cultura griega hasta países orientales tan lejanos como la India. Con su muerte prematura nadie fue capaz de mantener el pulso de Alejandro, y su territorio fue dividido. Dos siglos después los reinos que habían seguido su estela fueron engullidos poco a poco por la expansión de Roma. Pero para organizar el libro cronológicamente tendría que hablar solo de los cuerpos grecorromanos en función de su evolución histórica, cuando lo que realmente quiero hacer es que hablen ellos: de sí mismos, por sí mismos. Que hablen de lo que significa tener un cuerpo en ese momento, un cuerpo del momento. También supondría dar más brillo a los grandes hombres, y a sus mentes por encima de su cuerpo.
No es preciso sentir simpatía por los griegos o los romanos para admitir que tantos siglos de inversión cultural les han convertido en especiales. Y por especiales no queremos decir superiores. Podemos hacernos las mismas preguntas que ellos se hicieron con relación al cuerpo sin necesidad de aceptar sus respuestas. Y precisamente esas preguntas, las que se hicieron Platón y Policleto, son las que interesa debatir. De hecho, tenemos que hablar de ellos, aunque solo sea por el entusiasmo que les profesaron Winckelmann, Camper o Shelley. ¿De dónde vienen los seres humanos? ¿Qué les hace humanos, autónomos, capaces de actuar y, más aún, de actuar de un modo responsable? ¿Qué sucede con esos cuerpos, y con las fuerzas que los animan, cuando la persona muere? Todas estas son preguntas cuyas respuestas se discutieron una y otra vez en la antigüedad y que aún hoy gobiernan el pensamiento poshumano y trashumano, llevando a infinidad de personas a gastar decenas de miles de dólares para que su cuerpo, o al menos su cabeza, se conserve criogenizado con la esperanza de una futura recuperación. ¿Es el cuerpo algo superfluo a la hora de determinar nuestro estatus de persona? Muchos antiguos pensaban que lo era y, sin embargo, no pocos utilizarían sus conocimientos de filosofía para describir en sus textos diversas formas de prolongar la vida y escribirían tratados de medicina sobre órganos, enfermedades, dietas o complejos procedimientos quirúrgicos. La cosmética, los perfumes o la pertenencia a un gimnasio eran ya entonces un gran negocio, y no solo porque el futuro de la especie depende de atraer a una pareja con la que aparearse, sino porque —como atestigua la práctica de la anticoncepción— existía un gran afán de buscar el placer.
La asistencia al gimnasio era en la cultura griega lo que ir a las termas en la romana: ambas eran actividades que formaban parte de la naturaleza de estos pueblos, lo que —a sus propios ojos— les distinguía de los bárbaros. En la Grecia del siglo V a. n. e., la costumbre de hacer ejercicio sin ropa convertía a los hombres en ciudadanos, pues los entrenaba para garantizar la gloria de sus ciudades en las competiciones atléticas tanto locales como panhelénicas y (algo tan importante para su formación como adultos consolidados) para atraer las miradas de admiración de otros ciudadanos varones. Los romanos, en comparación, eran tipos serios, con entradas capilares y engorrosas togas. Daba igual lo que hicieran en privado, o lo que soñaran con hacer: el amor entre ciudadanos varones no estaba bien visto en público.
(…)
Las mujeres también se definían por sus cuerpos, aunque de un modo diferente: su finalidad en la vida era tener hijos. Si no eran sexualmente activas se consideraban un peligro para sí mismas y para la sociedad, salvajes como su propio útero que, según se creía, iba recorriendo el interior del cuerpo en busca de humedad. Pero si eran sexualmente activas también representaban un peligro para la sociedad: un hombre tenía que estar seguro de que el hijo que la mujer llevaba dentro era suyo, y de ahí la importancia que se daba a la reclusión y al matrimonio. Poco importaba la educación o el dinero que tuviera una mujer: su cuerpo la convertía en un ciudadano de segunda.
Sin embargo, no solo las “débiles féminas” tenían problemas de autocontrol. La batalla por equilibrar las urgencias físicas con el pensamiento racional era lo que convertía en humanos a todos los habitantes del mundo grecorromano. Acostarse con demasiados hombres —o mujeres— o pasar un duelo excesivo por la muerte de un cónyuge o un hijo representaba, incluso para los integrantes de las élites, el riesgo de convertirse en blanco de acusaciones de amaneramiento. La necesidad de controlar el cuerpo iba más allá de las fronteras de la propia vida. Para muchos, la muerte constituía una liberación: suponía escapar del bagaje corporal con el que cargaba; pero aun así era una situación que había que manejar de manera adecuada, del mismo modo que era preciso deshacerse del cadáver como era debido. Vamos a ver cuerpos muertos, además de vivos; cuerpos que respiran, y cuerpos públicos a la par que privados. El control del propio cuerpo era un indicador de la estima de cualquiera que participase de la esfera pública. Estar sometido a la mirada pública convertía a estos individuos en personas particularmente expuestas. Los dioses eran la excepción: si se les aplicaba el mismo rasero que al resto de la sociedad, su crueldad y promiscuidad hubieran quedado fuera de toda medida, lo que demuestra su extraordinario estatus.
- Al desnudo. El cuerpo griego y romano. Caroline Vout. Traducción de Amelia Pérez de Villar (Punto de Vista).