La vida a gritos
En la democracia mexicana hemos comenzado a confundir la participación política con los gritos, y cada vez gritamos más para pedir ayuda, para hacernos oír ante puertas cerradas, para mostrar autoridad.
¿Cómo se pide ayuda cuando no hay un botón de alarma, un desfibrilador, un médico a un lado, un teléfono y un servicio eficiente de 911? A gritos. ¿Cómo se hace oír uno cuando los otros lo ningunean, lo menosprecian o lo ignoran constante y sostenidamente? A gritos. ¿Cómo responde un padre, una profesora, una figura de autoridad en un campamento cuando lo rebasan las circunstancias y quiere mostrar quién manda para detener el caos? A gritos.
En el primer caso, el grito es un mecanismo que se activa en emergencias para sobrevivir. En el segundo, es un recurso desesperado tras levantar la mano, tras ser interrumpido, después de haber pedido infructuosamente la palabra, después de haber buscado una ventanilla de atención. Los gritos son producto de la frustración ante las puertas cerradas.
En el caso de la figura de autoridad, el recurso se utiliza para asustar, para reprimir, para detener lo que esté sucediendo. Quizá las razones ya fueron esgrimidas y no fueron atendidas o quizá no, quizá nunca se usó la razón antes del estallido y este forma parte del carácter irascible del gritón.
¿A qué viene todo esto de los gritos? Es una metáfora que utilizo para describir lo que sucede en la democracia mexicana: hemos comenzado a confundir la participación política con los gritos y cada vez gritamos más para pedir ayuda, para hacernos oír ante puertas cerradas, para mostrar autoridad.
Eso y no otra cosa son las marchas en México. Hace algunas décadas, la principal preocupación de los politólogos democratólogos (lo digo con todo respeto a mis colegas) era el declive de la participación política, entendida como involucramiento en causas públicas, en el voto, en los partidos y en la discusión colectiva manifestada a través de protestas. La propia idea de la protesta ha sido utilizada por los diseñadores gráficos para equiparar la libertad de salir a la calle con la idea de la democratización en países autoritarios. Uno busca “democracia” en imágenes de Google y salen dos ideas: decisión colectiva (con manos alzadas) y libertad para criticar (con pancartas).
Y sí es así, pero no es así, y me explico. Claramente la posibilidad de cuestionar a un régimen es uno de los elementos vitales de la democracia, pues los gobernados deben tener la oportunidad de participar en las decisiones y de señalar las que no les gustan para hacer válidos los contrapesos y la libertad frente al poder.
Pero las protestas no son indicadores de mejora democrática, porque las protestas son a la vida pública lo que el grito a la vida en general. Solo en democracia es posible protestar en libertad y en paz, pero las protestas no son un buen indicador ni de buen gobierno ni de buena calidad democrática.
Pondré tres ejemplos de este año en México: la marcha feminista, la marcha contra la reforma electoral y la marcha del presidente. Las tres fueron enormes manifestaciones en México, con cientos de miles de ciudadanos tomando la calle, si bien en actitud festiva, con un motivo de inconformidad.
Las mujeres que marchamos lo hicimos porque nos matan, nos violan, nos menosprecian. Es un grito para expresar dolor y pedir(nos) ayuda.
Los inconformes con el rumbo político de López Obrador expresado en la reforma electoral lo hicieron porque la representación legislativa es insuficiente y porque el camino institucional, partidista, se ve cerrado. Quienes piensan que la marcha fue un triunfo de la oposición quizá deban darle dos vueltas a sus argumentos, pues uno de los mensajes importantes de la marcha era hacia los partidos, específicamente hacia el PRI. No fue una marcha de la clase política opositora. Fue una marcha de ciudadanos que no encuentra eco en una clase política profesional opositora. Diría que tienen que gritar porque no funciona el 911.
Lo mismo sucede con la marcha presidencial. Fue un grito de control para los que se salieron a gritar una semana antes. Fue el grito de la figura de autoridad para demandar silencio y demostrar quién manda. No, no hubo granaderos en la protesta previa. Hubo un poderoso e intimidante grito de autoridad en la marcha posterior.
Los politólogos democratólogos a quienes mencioné antes con cariño, ya han trabajado este fenómeno. Han comenzado a diagnosticar los problemas de la ecuación democracia/participación y advierten que hoy hay más involucramiento en política, menos apatía y, sin embargo, una tendencia a la degradación autoritaria en las democracias que quedan.
Eso, entre otras cosas, se explica porque la participación no tiene ni múltiples causas ni distintos cauces. La causa única es la lucha de ellos contra nosotros (malos contra buenos, conservadores contra liberales) y el cauce es masivo y directo, lo que quiere decir que no está diversificado y procesado por organismos de la sociedad civil, o partidos políticos, sino liderado por personalidades que encarnan al bueno en su lucha contra los malos.
Tomar las calles fue siempre visto como una señal de liberación, de fiesta democrática, de participación popular, de progreso democrático. Y sí, así era. Pero los tiempos cambian y los formatos se degradan. No tenemos una mejor democracia por tomar las calles. Tenemos una democracia de participación masiva, con causa binaria y expresada a gritos. ~