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Laberintos: el futuro peligrosamente incierto de Venezuela

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El pasado 14 de abril Irán y Estados Unidos anunciaron haber llegado a un acuerdo nuclear. ¿Lo esencial? Teherán renuncia, al menos durante los próximos 10 años, a la construcción de su bomba atómica. A cambio, Occidente levanta sus sanciones, aunque con carácter revocable, o sea, siempre y cuando las periódicas inspecciones y verificaciones del programa nuclear iraní demuestren que Irán cumple su compromiso al pie de la letra.

El primer efecto de este acuerdo se produce en el campo petrolero. Hace 9 años, la producción petrolera iraní era de 3.9 millones de barriles diarios (bpd). En la actualidad, y como consecuencia directa de las sanciones, esa producción se ha reducido a apenas 2.3 millones de bpd. Según han declarado las autoridades de la National Iranian Oil Company (NIOC), ya se han puesto en marcha los mecanismos necesarios para recuperar cuanto antes los niveles de producción de entonces.

Este ambicioso proyecto aspira a aumentar la producción en 500 mil bpd durante los próximos 6 meses y otros 500 mil al cabo de los siguientes 6 meses. Estas expectativas no se ajustan del todo a las posibilidades reales de una industria petrolera afectada seriamente por la desinversión de estos últimos años, pero nadie pone en duda que el progresivo aumento de la producción petrolera iraní es un hecho y que tendrá un impacto de importancia muy notable en un mercado internacional de hidrocarburos, debilitado estos últimos años por la combinación de dos ingredientes. Por una parte, la presión que ejerce la superproducción de 1.7 millones de bpd en el volumen total de la OPEP, precisamente cuando el desarrollo económico de China ha perdido velocidad, y Japón y Europa siguen sin poder superar todavía la contracción económica provocada por la crisis financiera de 2008. Por otra parte, Estados Unidos, gracias al empleo del fracking, tecnología que mezcla productos químicos y fuerza hidráulica para romper barreras rocosas que por medios tradicionales impiden el acceso a ricos bolsones de petróleo, se ha convertido el año pasado en el principal productor mundial de petróleo, con 11.6 millones de bpd, 139 mil más que Arabia Saudita.

Estos nuevos factores han venido perturbando el mercado internacional de hidrocarburos tan gravemente, que en junio del año pasado, cuando nadie avizoraba aún un entendimiento de Estados Unidos con Irán a corto plazo, los precios del crudo comenzaron a desplomarse hasta perder 50 por ciento de su valor, de 126 dólares por barril a menos de 60. En el caso de Venezuela, a menos de 50. A pesar de que la estatal Petróleos de Venezuela (PDVA) y el Banco Central de Venezuela mantienen una política de opacidad informativa en materia económica y financiera, el Bank of America, en su más reciente informe sobre la región, advierte que el barril de petróleo venezolano terminará este año con un precio promedio de 47 dólares. Y eso sin introducir en la ecuación el inminente aumento de la producción iraní.

Por esta razón, el pasado mes de noviembre, cuando los ministros de Energía y Petróleo de los países miembros de la OPEP se reunieron en Viena para definir la política del cártel ante la caída sostenida de los precios, Venezuela, apoyada sólo por Irán, acorralado todavía por las sanciones, insistió desesperadamente pero sin éxito alguno, en lograr una reducción de la producción. Una posición opuesta a la de Arabia Saudita, que sostuvo y consiguió imponer la tesis de mantener la producción conjunta del grupo en 30 millones de bpd, al valorar más la conservación de los mercados y de los niveles de producción que los precios.

Para Venezuela fue una derrota de consideración, porque PDVSA, ejemplo de empresa estatal manejada de forma impecable desde su creación en 1976, pero que en manos de Hugo Chávez pasó a ser tanto una herramienta de acción política como caja chica del gobierno para financiar sus programas de beneficencia social y de clientelismo internacional, duplicó el número de sus trabajadores, suspendió su asociación con las grandes transnacionales del petróleo en la explotación conjunta de la rica franja del Orinoco y redujo sus exportaciones de crudo y derivados a Estados Unidos, su principal mercado y el único que paga sus compras de contado y al precio del mercado, de 1.55 millones de bpd en 1998, año de la primera elección de Chávez como presidente de la República, a sólo 773 mil bpd en 2014. Y porque buena parte de esa producción se desvanece en programas de asistencia energética a otros países, como Cuba y otros 18 países que se benefician de la llamada alianza Petrocaribe, con ventas de crudo venezolano a crédito, con plazos muertos, intereses insignificantes y pagos en especias. Entre la mala administración y el despilfarro, la llamada revolución bolivariana ha causado que los ingresos en dólares de la industria petrolera ya no sean suficientes ni para cubrir sus gastos operativos. Paralelamente, sus inversiones han caído a niveles mínimos; la producción, en 15 años, se ha reducido en un millón de bpd, de tres millones de bpd a poco más de dos, y su endeudamiento en dólares ha crecido exponencialmente.

Si tenemos en cuenta que 95 por ciento de las divisas que ingresan a Venezuela proceden de su industria petrolera, no resulta difícil deducir las derivaciones que tendrá para Venezuela el acuerdo Estados Unidos-Irán. Una muestra de lo que puede esperar Venezuela a partir de ahora nos la ofreció México el pasado miércoles 16 de julio, cuando el gobierno de Enrique Peña Nieto concretó su histórica decisión de ponerle fin a 77 años de monopolio estatal del petróleo mexicano y permitir las inversiones privadas en el sector, al celebrar la primera de cinco subastas previstas, en la que se esperaba adjudicar 14 bloques de ricos yacimientos petroleros en aguas poco profundas del golfo de México y captar 18 mil millones de dólares. Esas expectativas nada tuvieron que ver con la declinante realidad petrolera actual. Al terminar la subasta, solo se habían adjudicados un par de bloques, por un valor total de 2.6 mil millones de dólares.

Puede que esta sólo sea una versión muy particular de la actual realidad petrolera de la región, pero permite afirmar que el porvenir político de Venezuela, en el momento más menguado del chavismo y de la aceptación popular de Nicolás Maduro, un porvenir que ha estado ligado indisolublemente a su industria petrolera desde hace un siglo, y que ahora, a merced de las turbulencias que generan las elecciones parlamentarias del próximo 6 de diciembre, en medio de crecientes protestas sociales y sistemática violación de los derechos humanos, incluyendo en el paquete los derechos electorales y la libertad de prensa, en el mejor de los casos, se presenta incierto. Si a esta explosiva olla de presión le añadimos los ingredientes de una inflación interanual que ya alcanza los tres dígitos, la tasa más elevada del planeta; una devaluación del llamado bolívar paralelo, que es el tipo cambio que en realidad sirve para medir la economía venezolana, en la que coexisten cuatro tipos de cambio diferentes, ha pasado de  170 por dólar en enero a 630 este fin de semana. Si esto fuera poco para conformar el escenario de una auténtica catástrofe, hace pocos días se supo que la banca internacional considera que existe una alta probabilidad de que en 2016 Venezuela tenga que suspender el pago de su deuda externa. Si así fuera, tendríamos que llegar a la conclusión de que más que un simple futuro incierto, el porvenir de Venezuela se presenta pavorosa y peligrosamente incierto.

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