Laberintos: La espiral de la crisis política venezolana
Hace varias semanas, al analizar la aplastante victoria de la oposición venezolana en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre, escribí que ante los impactantes resultados de aquella jornada, los vencedores y los vencidos no tenían otra alternativa que sentarse a la mesa de la nueva Asamblea Nacional y “asumir el compromiso de recomponer, junto, la muy maltrecha armazón del Estado y de la sociedad venezolana.” Y advertía de la necesidad de emprender este difícil camino de la reconciliación, la negociación y los acuerdos entre la presidencia de la República y el poder legislativo, porque si bien hasta ese momento la Asamblea Nacional había sido un sumiso apéndice del poder ejecutivo, a partir de ahora el gobierno de Nicolás Maduro tendría que aprender a entenderse con sus adversarios para eludir las funestas consecuencias de una confrontación de consecuencias imprevisibles.
Ese 6 de diciembre se sospechaba con razón que ese día el proceso político podría ir a peor. Desde los tiempos del referéndum revocatorio del mandato del entonces presidente Hugo Chávez, hasta la elección de Maduro en la muy controvertida elección presidencial del 13 de abril de 2013, la sombra del fraude le inyectaba una buena dosis de crispación a la realidad política venezolana. En esta ocasión todo apuntaba a que el acto de votación sería causa de una crisis política aún mayor. Por una parte, el descrédito de la gestión presidencial de Maduro, ocasionado por su torpeza a la hora de enfrentar los problemas del agudo desabastecimiento de alimentos y medicinas, la inflación galopante y la devaluación del bolívar a niveles de dinero basura, quedaba fielmente registrado en todos los sondeos de opinión. Incluso en los más parcializados a favor de los intereses chavistas. De ahí que Maduro convirtiera la elección de los 167 diputados para el período 2016-2021 en un auténtico plebiscito sobre su presidencia. De ahí que convirtiera la memoria de Chávez en el único motor de la campaña electoral del chavismo y de ahí también que a medida que se acercaba la fecha fatal del 6D, su amenaza de conservar la mayoría parlamentaria “como sea”, transformó la convocatoria electoral de ese día en un auténtico punto de inflexión del proceso político venezolano.
La victoria de la unidad y el cambio
Los dos principales argumentos de la campaña opositora fueron, por una parte, la unidad real de los 18 partidos agrupados en la llamada Mesa de la Unidad, al conseguir José “Chuo” Torrealba, su nuevo secretario ejecutivo, el milagro de despartidizar la muy diversa opción opositora limando las asperezas que separaban a Leopoldo López, Antonio Ledezma y María Corina Machado de la tendencia más conservadora de la MUD, como paso previo a presentar todos sus candidatos a la sombra de una sola bandera electoral, la de la unidad. En segundo lugar, que la oposición aspiraba a obtener una sólida mayoría parlamentaria con la finalidad de propiciar, desde el seno de la Asamblea Nacional, un cambio político que le permitiera a la nación reemprender el camino de la democracia como sistema político indispensable para encaminar la economía nacional por el sendero de la racionalidad y el progreso.
Para el eje rojo rojito La Habana-Caracas esa era una alternativa sencillamente inadmisible. Chávez ya lo había advertido. La revolución había llegado a Venezuela para quedarse. Es decir, que bajo ningún concepto el régimen estaba dispuesto a permitir que la burguesía apátrida, aliada al imperialismo en la tarea infame de condenar al pueblo al infierno en esta vida, recuperara el poder para despojarlo de los frutos de la revolución y de la esperanza de llegar algún día al mar de la felicidad cubana.
Se temía, pues, que si bien la victoria de los candidatos de la unidad democrática estaba más que asegurada, el régimen haría lo indecible para impedir que la unidad consiguiera ahora “apoderarse” de la Asamblea Nacional. Sin embargo, pasada la medianoche de ese 6D, cuando la inmensa magnitud del triunfo de la MUD obligó al Consejo Nacional Electoral informar los devastadores resultados de la votación, Maduro no tuvo más remedio que admitir la derrota del régimen.
Esa noche Venezuela respiró tranquila. La oposición no sólo había ganado, también iba, por primera vez en 16 años de chavismo gobernante, a cobrar la recompensa.
No todo lo que brilla es oro
Muy poco duró esta alegría. Maduro, en efecto, había reconocido la primera derrota del régimen. No iba a aceptar, sin embargo, sus consecuencias, de modo que nada más confirmarse que la oposición había conquistado 2/3 partes de la Asamblea, suficientes hasta para reformar la constitución, convocar una Asamblea Nacional Constituyente y disolver todos los poderes mientras redactaba una nueva constitución y hasta para promover la celebración de un referéndum revocatorio del mandato presidencial de Maduro, el régimen puso en marcha diversas maniobras para neutralizar los efectos de esa victoria, exactamente igual que Chávez había hecho para reducir a nada la reelección de Antonio Ledezma en la alcaldía metropolitana de Caracas, al crear un contrapoder municipal dependiente del Ejecutivo, despojando a Ledezma de sus atributos constitucionales y traspasándoselos a su presidente, designado a dedo.
Para repetir ahora ese imposible constitucional, el régimen desempolvó un adefesio institucional creado 5 años atrás por la Ley de Comunas, aprobada entonces con los poderes legislativos que le concedía una Ley Habilitante, el llamado Parlamento Comunal, cuyo objetivo fue darle vida a las reformas constitucionales que deseaba introducir Chávez para constituir un Estados socialista y comunal, rechazadas todas ellas en el referéndum del año 2007. Y así, para crearle a la nueva Asamblea Nacional un contrapoder legislativo al servicio del ejecutivo, desempolvó aquel absurdo proyecto. Diosdado Cabello, todavía presidente en funciones de la Asamblea Nacional, procedió de inmediato a instalar este desmesurado esfuerzo por burlar el mandato popular expresado en las urnas del 6D, y llegó al extremo de cederle espacios del Palacio Federal Legislativo para que pudieran reunirse y trabajar, con sólo una pared de por medio, paralelamente a la más que legítima Asamblea Nacional, la única que reconoce la constitución vigente.
La segunda decisión ejecutiva contra la nueva Asamblea Nacional fue adelantar en muchos meses la renovación de 13 magistrados principales y suplentes del Tribunal Supremo Electoral, tarea que de acuerdo con la constitución le corresponde a la Asamblea Nacional, para blindar desde ahora el blindaje judicial con un TSJ conformado por militantes activos del partido de gobierno. Mientras la nueva Asamblea Nacional no encuentre el modo “constitucional” para eludir los efectos de este exabrupto, el poder arbitral del máximo tribunal de justicia le permitirá a Maduro y al Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) cerrarle el paso, “legalmente” a las acciones de los diputados electos democráticamente el 6 de diciembre.
La primera violación por parte de este renovado TSJ ha sido quitarle a la oposición su mayoría “calificada”, al aceptar la solicitud de impugnación solicitada por el PSUV de los cuatro diputados electos por el estado Amazonas, tres de la oposición y uno del oficialismo. Los magistrados chavistas de la Sala Electoral del TSJ regresaron anticipadamente de sus vacaciones navideñas, y un día antes de la instalación de la Asamblea Nacional, violando su propia jurisprudencia, según la cual nadie ni nadie puede desplocamar a diputados proclamados por el Consejo Nacional Electoral, acogieron la solicitud y prohibieron la juramentación de los 4 diputados, medida que automáticamente redujo la mayoría opositora de 112 diputados a 109. O sea, de ocupar 2/3 de los escaños parlamentarios a 3/5, una mayoría insuficiente.
Se instala la nueva Asamblea Nacional
De este tortuoso modo, poco antes del mediodía del 5 de enero, sólo 109 diputados de la oposición pudieron ser juramentados. Una estratagema obstruccionista con la que la bancada oficialista pretende atar de pies y manos el funcionamiento de un poder legislativo que ahora es por fin autónomo e independiente, desde que en 1999 la Asamblea Nacional Constituyente, convocada por Chávez con la inexplicable complicidad de la Corte Suprema de Justicia y después con el también inexplicable respaldo de Henrique Capriles Radonski, entonces presidente de la Cámara de Diputados, disolvió el Congreso de la República porque allí no contaba si siquiera con una mayoría simple. El actual saboteo a la Asamblea persigue el propósito de entonces. Primero, imprimiéndole al acto de instalación de la nueva Asamblea Nacional un carácter absolutamente tumultuario, hasta que la bancada oficialista se retiró en pleno del recinto parlamentario con el argumento de que Henry Ramos Allup, secretario general del partido Acción Democrática, electo por sus pares para ocupar la presidencia de la nueva Asamblea Nacional durante los próximos 12 meses, le había dado el derecho de palabra a Julio Borges, jefe de la fracción parlamentaria de la MUD, quebrando las normas estatutarias que regulan el desarrollo del debate en el acto anual de instalar una nueva directiva de la Asamblea. Ahora, porque, como en la sesión de la Asamblea celebrada al día siguiente de su instalación, las nuevas autoridades parlamentarias juramentaron a los tres diputados de la discordia, la bancada oficialista impugnó la decisión ante el TSJ y solicitó que el tribunal declare nulas todas las decisiones de la Asamblea, por haber cometido un flagrante delito de desacato al TSJ.
La justificación política de estos exabruptos la ofreció el diario cubano Granma en su edición del pasado viernes 8 de enero, en nota titulada Las verdades “del cambio”, cuyo autor señala, en el acostumbrado lenguaje oficial cubano, que “desde mucho antes de su instalación, y a juzgar por los anuncios burgueses preñados de amenazas y odio ciego al pueblo trabajador, nadie dudaba que la polaridad política en la Asamblea Nacional sería la expresión extrema de una relación irreconciliable.”
Más allá de la deformación retórica de la realidad, la apreciación final del “análisis” sí define, con dramática fidelidad, la realidad política actual, marcada por la confrontación gobierno-oposición en la Asamblea Nacional, pero también fuera de ella: una relación, lamentablemente, diría yo, sin duda irreconciliable, porque Maduro y los jerarcas del régimen se niegan a ver y oír lo que ocurre en el país. Mi deseo de que unos y otros se sentaran a una misma mesa para resolver los apremiantes problemas que condenan a los venezolanos de todas las tendencias políticas a la miseria, el abandono y la desesperación, ha sido un deseo frustrado. Poco importa que el llamado del régimen a radicalizar la revolución, sea o no una exigencia cubana. Como bien señala Heinz Dieterich, ex asesor político de Chávez durante años, en “La batalla final”, su análisis sobre el momento político venezolano publicado el 30 de diciembre en el portal chavista Aporrea, en los últimos tiempos duro crítico de Maduro, “aplicar el jacobinismo después de Termidor – es decir, querer ejecutar la revolución cuando la contrarrevolución ya ha triunfado – es una ridiculez histórica.”
Precisamente esa es la razón de que la palabra cambio adquiera ahora, en el contexto venezolano, un sentido riguroso. También es la razón que explica la firmeza de Henry Ramos Allup en el excelente discurso que pronunció tras jurar su cargo, al asumir dos compromisos que calificó de “no transables.” Uno, aprobar de inmediato una Ley de Amnistía que ponga en libertad a todos los presos políticos. Dos, buscar “la salida constitucional, pacífica y democrática para la cesación de este Gobierno” en un plazo no mayor de seis meses. Cambios políticos de fondo que se enfrentarán al saboteo sistemático del oficialismo, empeñado en esa ridiculez histórica de desconocer la verdadera naturaleza de su derrota por paliza el pasado 6 de diciembre. De negarse a aceptar que la inmensa mayoría de los venezolanos, con su voto, le dio ese día a la nueva Asamblea Nacional el mandato de devolverle a Venezuela la libertad y la esperanza en el progreso material de todos. Nada más y nada menos.