Derechos humanos

Laberintos – La OEA y la democracia en América Latina

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Los días 15 y 16 de junio se celebró en Washington la 45 Asamblea General de la Organización de Estados Americanos. La ocasión fue propicia para la presentación pública de Luis Almagro, ex canciller uruguayo durante el mandato presidencial de José Mujica, como nuevo Secretario General del organismo. Sustituía Almagro a otro ex canciller, el chileno José Miguel Insulza, quien tras 10 años en el cargo, según ha señalado Santiago Cantón, ex secretario ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA y actual director ejecutivo de la fundación Robert F. Kennedy para los Derechos Humanos, contribuyó, y añadiría yo que de manera muy notable, al “continuo y ‘exitoso’ descrédito de la organización.”

Almagro no podía pasar por alto la penosa situación de la OEA que recibe, y en un artículo titulado La hora del cambio en la OEA, publicado 5 días antes de la Asamblea General en el diario español El País, nos anuncia que su gestión al frente del organismo perseguirá el propósito de hacer de la OEA “el foro político del hemisferio que asegure más derechos para cada vez más gente en las Américas.” Se trata, sin embargo, de una irreprochable pero sólo retórica declaración de principios que, a estas alturas del proceso político latinoamericano, caracterizado por la debilidad creciente de la institucionalidad democrática en América Latina, no resulta suficiente para crear esperanza razonable alguna en nadie. Y que puede, en cambio, terminar siendo un serio peligro para el futuro político de la región.

 La realidad y los deseos

En enero de 1947, George Kennan, asesor entonces de James Forrestal, secretario de Defensa de Harry S. Truman, le presentó a su jefe un informe en el que desarrollaba el concepto de lo que se conocería más tarde como “política de contención.” Su recomendación era precisa y no dejaba lugar a la menor duda: cualquier intento por llevar el comunismo más allá de la zona de influencia natural de la Unión Soviética, incluso si se propagaba por la vía electoral, como parecía posible que ocurriera a muy corto plazo en Italia, constituía una amenaza inaceptable para Estados Unidos. La crisis política en Irán, la aparición de guerrillas comunistas en Grecia y el proyecto de expansión soviética en Turquía fueron los escenarios donde se puso a prueba la doctrina de Kennan y motivó al gobierno de Estados Unidos a garantizarse el apoyo militante de América Latina en esta política anticomunista, Guerra Fría y Plan Marshall mediante, con la firma ese mismo año de un Tratado Interamericano de Ayuda Recíproca (TIAR). Este acuerdo hemisférico de cooperación política y militar quedaría consolidado un año después con la creación de la OEA, cuya finalidad principal, más allá de la defensa principista de la democracia, era respaldar a Estados Unidos en la tarea de impedir a toda costa la expansión comunista en América Latina. Es decir, revivir la doctrina Monroe para conservar la región como coto privado y exclusivo de Estados Unidos. El grado de sumisión de la OEA a Washington quedó en evidencia cuando en abril de 1965 el presidente Lyndon B. Johnson ordenó personalmente a sus fuerzas militares invadir y ocupar República Dominicana y ni siquiera informó al organismo de su decisión.

Dos décadas después, con la caída del muro de Berlín y el progresivo deterioro de Estados Unidos como potencia hegemónica en el sur del continente, la OEA perdió su rumbo. En realidad, el fin de la Guerra Fría le arrebató su razón de ser, de modo que convertida en objeto inservible, para no ser sepultada del todo en el basurero de la historia, debía ser reformulada en cuanto a sus objetivos y su funcionamiento. De ahí el acuerdo propuesto por Venezuela y adoptado en la Asamblea General celebrada en Santiago de Chile en junio de 1991, según el cual cualquier interrupción del orden democrático en un país miembro daría lugar, en un plazo máximo de 10 días, a una reunión inmediata de cancilleres para evaluar la situación y adoptar medidas, que podían abarcar, desde la ruptura colectiva de relaciones diplomáticas hasta el uso de la fuerza. Mes y medio más tarde esta resolución profiláctica en defensa de la democracia se puso a prueba con el golpe militar que destituyó al presidente haitiano Jean Bertrand Aristide. De inmediato se produjo la reunión de cancilleres en la sede de la OEA, incluso 8 de ellos viajaron diariamente a Port-au-Prince tres veces en los cuatro días siguientes para reunirse con los coroneles golpistas y hacerles entender las posibles consecuencias de su acción, pero con el paso de las horas y los días, con la excepción de Venezuela y Argentina, la firmeza inicial de los países miembros se vino abajo y al final no hubo concierto regional para pasar de la teórica defensa de la democracia a la práctica.

Diez años más tarde, la Asamblea General celebrada en septiembre de 2011 en Lima, Perú, trató de remediar este pobre rendimiento del mecanismo con la firma de la llamada Carta Democrática Interamericana, que en su parte declarativa y en sus conclusiones va mucho más allá de la resolución aprobada en Chile. En su artículo 3, por ejemplo, se establece que “el ejercicio efectivo de la democracia representativa es la base del estado de Derecho”, y en el artículo 4 se fijan, como componentes esenciales de esa democracia, “la separación e independencia de los poderes públicos y la libertad de prensa.” Por último, en su artículo 19, se advierte que “la ruptura del orden democrático o una alteración del orden constitucional que afecte gravemente el orden democrático en un Estado Miembro, constituye, mientras persista, un obstáculo insuperable para la participación de su gobierno” en las actividades de la OEA.

 El caso de la democracia

Hasta el día de hoy, si bien la OEA legitimó las acciones de Washington en la región para cerrarle el paso a la expansión soviética en América Latina, de muy poco o nada ha servido para hacer realidad el sueño de la democracia. Los acuerdos de Santiago de Chile y Lima de nada han servido. Sobre todo, porque las actuales perturbaciones políticas que alteran la normalidad democrática en la región desde hace 15 años nada tienen que ver con la URSS ni con la violencia revolucionaria promovida desde la Cuba comunista en los años sesenta y setenta: en diciembre de 1989 el ex teniente coronel golpista venezolano Hugo Chávez tomó el poder por la vía legítima de un proceso electoral transparente, pero en lugar de recurrir al precepto de Von Clausewitz según el cual la guerra es la política por otro medios, hizo de la política guerra por otros medios. Desde entonces, en América Latina han surgido líderes que han logrado conquistar el poder político de sus países por la vía electoral, pero no para comportarse democráticamente, sino copiando al pie de la letra el modelo puesto en marcha por Chávez, quien no sólo se dedicó en vida a agitar las inquietas aguas sociales del continente en estrecha alianza con la Cuba de Fidel Castro, sino que utilizó la inmensa riqueza petrolera de su país para financiar una cruzada “antiimperialista”, que hoy por hoy se extiende a Nicaragua, Ecuador y Bolivia, y tiene influencia decisiva en Brasil, Argentina, Uruguay y, en menor grado, en Chile. Y que por diversos caminos ha logrado neutralizar a la mayoría de los gobiernos del Caribe, Centroamérica y Suramérica. Incluyendo a Colombia, cuyo presidente, Juan Manuel Santos, a cambio de la intermediación de Chávez con las FARC, abandonó su oposición radical a la Venezuela bolivariana y revolucionaria hasta el extremo de que Chávez llamó a Santos su “nuevo mejor amigo.

El truco chavista ha sido sencillo. Darle a los líderes latinoamericanos afines recursos políticos y financieros suficientes para garantizarle a sus proyectos políticos un origen sin duda democrático, entre ellos el asesoramiento para redactar nuevas constituciones mediante las cuales poder modificar las reglas del juego, incluyendo el sistemático resquebrajamiento de la disidencia, el control por parte de la Presidencia de todos los poderes públicos y el acoso constante a la libertad de prensa. Incluir en las nuevas normas constitucionales la reelección presidencial y hacer del populismo, con el respaldo material de Venezuela y el ideológico de Cuba, doctrina esencial del nuevo nacionalismo latinoamericano.

En el marco de esta nueva realidad, ¿cuál puede ser la transformación de la OEA que espera realizar Almagro como punto central de su agenda al frente de la organización? ¿Acaso la OEA no está precisamente conformada por gobiernos aliados de Venezuela o neutralizado por la novedosa injerencia revolucionaria cubano-venezolana en todo el continente? Desde esta inquietante perspectiva, ¿qué significará el reingreso de Cuba a la OEA, a pesar de que su gobierno revolucionario no cumple los requisitos que exige la Carta Democrática Interamericana para ser calificado de gobierno democrático, sistema político obligatorio para ser miembro del organismo? ¿No será la presencia cubana en la OEA y el no ver la paja antidemocrática en los ojos del gobierno venezolano factores adicionales que le imprimen a los cambios que pretende introducir Almagro en OEA un sesgo no democrático? ¿O será que su deseo de convertir la organización en un foro político capaz de “asegurar más derechos para cada vez más gente en las Américas” nada tiene que ver con el perfeccionamiento real de la democracia representativa en el continente, sino con la utopía demagógica y populista de los derechos sociales del hombre al precio incluso de sus derechos políticos? Vaya, ¿no será el discurso reformista de Almagro una maniobra por el flanco para convertir a la OEA en la sucursal oficial del Foro de San Pablo? ¿Será posible que esa sea la verdadera intención de Almagro?

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