Democracia y Política

Laberintos: ¿Para qué sirve la OEA?

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   La semana pasada Colombia sufrió lo que a todas luces pareció ser una penosa derrota en la OEA. Aspiraba a sumar los 18 votos que necesitaba para hacer aprobar su solicitud de convocar una reunión de cancilleres donde acusar a Venezuela de la crisis generada en San Antonio del Táchira, el punto más activo de la larga frontera colombo-venezolana (por el puente Simón Bolívar, que une a la venezolana San Antonio con la colombiana Cúcuta cruzaban en ambas direcciones más de 400 mil personas cada día), pero solo consiguieron 17. Venezuela, que venía de sumar 23 votos en la votación que le permitió el año pasado impedir que la dirigente opositora María Corina Machado, incorporada en esa ocasión por Panamá a su delegación para que pudiera plantear ante el Consejo Permanente su visión sobre el caso Venezuela, ahora sólo obtuvo 5, el suyo, y los de Ecuador, Bolivia, Nicaragua y Panamá (la chequera chavista ha quedado exhausta tras década y media de despilfarro insensato), pero suficientes para derrotar a Juan Manuel Santos gracias a 11 prudentes abstenciones, derrota que obliga a Colombia a someterse al escrutinio de UNASUR el próximo 7 de septiembre, organismo inventado por Hugo Chávez como alternativa latinoamericanista a la OEA, si es que al fin decide participar en un espectáculo servido por Ernesto Samper para mayor gloria de Nicolás Maduro.

   Una invención llamada OEA

   En este punto me parece oportuno hacer un poco de historia. En 1947, George Kennan, asesor entonces de James Forrestal, secretario de Defensa del presidente Harry S. Truman, le había presentado a su jefe un informe en el que desarrollaba el concepto de lo que se conocería más tarde como “política de contención”, cuyo texto completo lo publicó la revista Foreign Affairs en su edición de julio de ese año. La recomendación que hacía Kennan era precisa y no dejaba lugar a la menor duda: cualquier intento por llevar el comunismo más allá de la zona de influencia natural de la Unión Soviética, incluso si esa propagación se producía por la vía legítima de un proceso electoral democrático (sin duda, Kennan pensaba en la fuerte posibilidad de un triunfo electoral comunista en Italia), constituía una amenaza inaceptable para Estados Unidos.

   Truman utilizó estos argumentos de Kennan para prevenir al Congreso de su país el 12 de marzo de ese año sobre la necesidad de aplicar una firme política exterior dirigida a frenar la expansión de la Unión Soviética. Convencido del poder alcanzado por Estados Unidos gracias a su gran victoria militar en la II Guerra Mundial y al impacto sobrecogedor ocasionado en todo el planeta por las dos bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, Truman sostuvo que en ese instante decisivo de la historia, “todas las naciones están obligadas a escoger entre dos modos de vida diferentes. Uno se basa en la voluntad de la mayoría y se distingue por el libre juego de las instituciones, por la representatividad del gobierno, por la convocatoria a elecciones libres, por garantizar la libertad individual, la libertad de palabra y de culto, y por la total ausencia de opresión política. La otra forma de vida se basa en la voluntad de una minoría impuesta por la fuerza a la mayoría. Se apoya en el terror y la opresión, y en la supresión de las libertades individuales. La política de Estados Unidos debe ser la de apoyar a los pueblos libres que luchen contra el yugo que se pretende imponer mediante la fuerza de minorías armadas o por presiones extranjeras.”

   En definitiva, su discurso, cuyo propósito principal era solicitar autorización parlamentaria para concederle a Grecia y Turquía préstamos por 400 millones de dólares, le sirvió a Truman para señalar que uno de los objetivos de la política exterior de Estados Unidos a partir de ese momento era la creación de condiciones en las cuales ellos y sus aliados pudieran forjar una manera de vivir libre de coacciones, causa fundamental de la guerra que se había librado contra Alemania y Japón, y razón por la cual ahora resultaba necesario abandonar la tradicional política estadounidense de aislamiento y asumir la responsabilidad de enfrentar la política expansionista de la Unión Soviética.

   La crisis de Irán, la aparición de guerrillas comunistas en Grecia y el proyecto soviético de expansión en Turquía serían los primeros escenarios donde se pondría a prueba, con éxito rotundo, la aplicación de esta “doctrina Truman”, primer paso de la Guerra Fría y de lo que poco más tarde sería el Plan Marshall. Nada casualmente, el Gobierno de Estados Unidos se propuso por esos mismos días apuntalar el apoyo de América Latina a esta política antisoviética patrocinando ese mismo año de 1947 la firma de un tratado de seguridad colectiva suscrito por todas las naciones americanas, el Pacto de Río, es decir, el TIAR, Tratado Interamericano de Ayuda Recíproca, que aportaba a la región un componente de cooperación militar hemisférica en caso de agresión contra algún gobierno firmante del pacto. Este acuerdo quedaría institucionalizado un año después con la constitución de la Organización de Estados Americanos (OEA), cuya verdadera finalidad como mecanismo regional sería impedir la entrada del comunismo a la región, considerada coto privado de Estados Unidos.

   El desafío cubano

   En el marco del nuevo conflicto mundial que surgía de las cenizas de la II Guerra Mundial, las élites latinoamericanas se vieron obligadas a tomar sus decisiones políticas en función de la confrontación de los poderes que a partir de entonces dividían al planeta en dos polos ideológicos irreconciliables. Esta realidad determinó que, para principios de aquel año de 1959, el escueto orden personalista de caudillos y dictadores militares típicos del siglo XIX y primera mitad del XX se había venido transformando en un orden político muchísimo más problemático, dirigido como siempre desde Washington, pero ahora con la vista clavada en Moscú. A su vez, los gobiernos que se imponían en América Latina, al calor del más intenso sentimiento anticomunista, entendían que ellos pasaban ahora a representar un papel de vital importancia en el perfeccionamiento de relaciones entre Estados Unidos y América Latina mucho más exigentes. Aún no se recurría al argumento de la Seguridad Nacional tal como se hizo años más tarde en América Central, Chile, Argentina, Brasil y Uruguay para justificar el uso del terror como política de Estado, pero la imprevista aparición en Cuba, a sólo 90 millas de la Florida, de un régimen revolucionario, socialista a la manera bolchevique y por supuesto anti-estadounidense, se convirtió de inmediato en un desafío continental.

La creación de la OEA le había permitido a Washington poner el poder político en la región en confiables manos militares y civiles, capaces de asumir y apadrinar, en coordinación con Washington, al precio que fuese necesario, la defensa política, económica y doctrinal de los intereses de Estados Unidos en la región. Para derrocar a Jacobo Arbenz en 1954 había bastado el silencio de todo el continente, pero en el caso cubano, la alianza abierta de La Habana con Moscú, cuya expresión más amenazante fue la advertencia que hizo Nikita Jruschov el 9 de julio de 1960 de que los cohetes intercontinentales soviéticos defenderían la revolución cubana ante cualquier pretensión intervencionista de Estados Unidos en la isla, puso a prueba la solidaridad activa de América Latina con la política antisoviética de Washington.

   Ese fue el trasfondo de la VII Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores de la OEA, solicitada por el canciller peruano para considerar la declaración del Kremlin sobre una posible intervención nuclear soviética en Cuba. El encuentro se realizó en San José de Costa Rica, entre el 22 y el 29 de agosto de 1960, y le correspondió al entonces canciller colombiano y futuro presidente, Julio César Turbay Ayala, la tarea de plantear, en nombre de los gobiernos de la región, el rechazo de todos a la pretensión formulada por Jruschov “de intervenir en el diferendo entre dos países americanos (Cuba y Estados Unidos) con sus armas dirigidas, en inequívoca violación de los principios jurídicos y políticos del sistema interamericano.” El resultado de esta reunión fue el previsto por el gobierno de Estados Unidos. En primer lugar, se rechazó y condenó la advertencia del Kremlin, “por cuanto ella pone en peligro la paz y la seguridad del Hemisferio.” Por otra parte, reafirmó que el sistema interamericano es incompatible con toda forma de totalitarismo y proclamó que “los Estados miembros de la OEA tienen la obligación de someterse a la disciplina del sistema interamericano”, argumento que serviría, muy poco después, para excluir a Cuba del organismo.

   Año y medio después, en Punta del Este, Uruguay, entre el 22 y 31 de enero de 1962, se celebró la VIII Reunión de Consulta, y allí se acordó, ante la masiva presencia militar soviética en Cuba, y a la luz de la Carta de la organización y de los artículos 6 y 11 del TIAR, la adopción de medida individuales y colectivas “con el fin de fortalecer la capacidad de contrarrestar las amenazas o los actos de agresión, subversión u otros peligros para la paz y la seguridad que resulten de la intervención continuada en este continente de las potencias sino-soviéticas.” Y para eso sirvió la OEA desde entonces, hasta que la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989 y la subsiguiente desintegración de la URSS marcaron el final de la “guerra fría” y, por lo tanto, de la función de la OEA como instrumento funcional de la política de Estados Unidos en el sur del continente.

   Entra Chávez en escena

   La consecuencia más directa de este cambio radical en las confrontaciones y equilibrios políticos en el mundo determinó a su vez el fin de la subversión y la insurgencia armada según la prédica de Ernesto Che Guevara, que habían sido la vía adoptada, sin ningún éxito, por las fuerzas revolucionarias en toda la región. Paradójicamente, el adiós a la violencia, les abría ahora las puertas del cielo, tal como demostró Hugo Chávez en el terreno de los hechos concretos.

   El camino venezolano perseguía el mismo propósito de la revolución cubana, pero por otros medios. En primer lugar, con la conquista del poder político no en el campo de batalla, sino en las urnas electorales, donde ahora sí era al fin posible alzarse con el triunfo gracias a que la corrupción generalizada de la clase política tradicional y los estragos ocasionados a los ciudadanos de menores recursos por las políticas neoliberales aplicadas en América Latina durante los años ochenta, le daba un impulso inesperado a causas más heterodoxas. El segundo punto en esta nueva agenda estratégica ha consistido en aprovechar la popularidad generada por la victoria electoral para hacer aprobar nuevas constituciones que aparten del camino los obstáculos que impidieran implantar un poder cada vez más autoritario y hegemónico, y la incorporación de una opción inadmisible hasta entonces en la región, la reelección presidencial indefinida. El tercer y decisivo aspecto de este programa ha sido aprovechar el fin de la guerra fría y de la “amenaza roja” implícita en ella, para romper las ataduras que unían a Latinoamérica con los intereses estratégicos y comerciales de Estados Unidos. El ALBA y UNASUR, creados por Chávez con la finalidad de enfrentar al “imperio” desde posiciones supuestamente institucionales, y el uso generoso de la riqueza petrolera venezolana para financiar un desafío que el azúcar cubano no podía sostener ni remotamente, le dio nueva vida a Cuba como foco de una peculiar actividad subversiva, definida por Chávez en febrero de 1999, cuando en su discurso de toma de posesión le dio un vuelco a la famosa definición de la guerra que había acuñado Von Clausewitz, “la guerra es la política por otros medios”, para advertirle a quien quisiera escucharlo con atención que la política por venir, o sea, la que él encarnaba, era “la guerra por otros medios.”

   En el marco de esta sinuosa forma de entender la política como extensión natural de una guerra con todas sus consecuencias contra sus enemigos internos y externos, conducir a Venezuela y al resto de la región hacia el “mar de la felicidad” socialista, exigía la neutralización de Estados Unidos como árbitro de la vida política y económica de la región, lo que cual pasaba, forzosamente, por la tarea de darle a la OEA una función opuesta a la que había inspirado su creación, por una parte modificando las alianzas históricas de América Latina con Estados Unidos, y por la otra haciendo elegir a su candidato, el socialista chileno José Miguel Insulza, como secretario general de la OEA. Luego, con UNASUR y más tarde el CELAC, mecanismos regionales de desarrollo y conducción política al margen de Washington.

   En Venezuela se suponía que la elección por unanimidad de Luis Almagro, ex canciller de Uruguay durante el gobierno de José Mujica, como sucesor de Insulza en la OEA, garantizaba la continuidad del colaboracionismo, pero algunas discrepancias públicas del nuevo secretario general con Maduro dispararon en Caracas todas las alarmas. Ahora, desde que el sábado pasado, Almagro, en compañía de la canciller María Ángela Holguín visitó a los refugiados colombianos acogidos en la ciudad de Cúcuta, se puso de manifiesto la debilidad actual del gobierno de Venezuela en América Latina y los vientos que quizá comiencen a soplar en la OEA. Y han provocado que el régimen chavista clame desde Caracas, iracundo, “¡Fuera la OEA!”

   Tres interrogantes quedan flotando en el ambiente. Una, si la confusa votación de hace una semana en la OEA y la visita de Almagro a Cúcuta son indicio de una pérdida permanente de la influencia venezolana en la política regional, o sólo se trata de un traspié circunstancial. Dos, ¿cuál es el sentido real que le dará a la OEA la probable reincorporación de una nueva Cuba, de la mano de Estados Unidos y a la vez de Venezuela, al viejo sistema interamericano del que fue expulsado hace más de medio siglo. Y por último, el incierto futuro de Maduro al frente del gobierno “bolivariano.” Mientras se despejan estas incógnitas, cabe preguntarse para qué sirve la OEA hoy por hoy, si es que en verdad sirve de algo, en medio de una realidad política regional cambiante, pero que en ningún caso tiene algo que ver con la realidad que fue su razón de ser en 1948.

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