Landscapers, la deconstrucción del “true crime”
La miniserie británica de true crime no busca determinar la culpabilidad o inocencia de sus protagonistas ni narrar los esfuerzos de los detectives que investigan el caso, sino deconstuir la fórmula del género a partir de una inventiva puesta en imágenes.
En la escena inicial de Landscapers (Reino Unido, 2021), miniserie británica de cuatro episodios estrenada en diciembre pasado en HBO Max, escuchamos un teléfono celular que suena mientras un hombre camina y luego corre con un paraguas, bajo una lluvia artificial. Es evidente que alguien está dirigiendo la escena que estamos viendo: los extras se mueven al fondo del encuadre, las luces se prenden para iluminar el momento y el agua de lluvia es lanzada desde una pipa. Por un momento, pensé que estaba en el prólogo de la obra maestra autorreferencial La noche americana (1973), en la que François Truffaut hizo una lúcida y a la vez emotiva disección de las dificultades que enfrenta cualquier cineasta al hacer una película.
La llamada en cuestión es para Douglas Hylton (Dipo Ola), el inminente defensor de oficio de una tal Susan Edwards (Olivia Colman) que, nos enteraremos a continuación, ha sido detenida por la policía británica. Susan permanece en custodia, pues está siendo investigada junto con su marido Christopher (David Thewlis) por el asesinato y la inhumación clandestina de los padres de ella, William y Patricia Wycherley (David Hayman y Felicity Montagu), ocurridos en 1998, quince años atrás. Tanto la tranquila, educada y “frágil” Susan como el no menos tranquilo, educado y muy elocuente Christopher –quien es interrogado por separado y ha optado por llevar su propia defensa, sin ayuda de ningún abogado– alegan, insisten, juran y perjuran que ellos no asesinaron a los ancianos. Es cierto que los enterraron en el pequeño jardín que está en la parte trasera del hogar de los ancianos pero, en realidad, este es el único crimen que cometieron. Es más, a pesar de que en 2014 fueron condenados a 25 años de prisión, los dos siguen afirmando, hasta el día de hoy, su inocencia absoluta.
Que conste en actas que no estoy develando ningún misterio, ninguna vuelta de tuerca: esta información que he anotado –que la pareja fue detenida, juzgada y condenada por el doble asesinato– es lo primero que aparece en pantalla en el primer episodio. Estamos pues, ante una miniserie sobre crímenes de la vida real –o true crime, como se conoce popularmente a esta fórmula– que nos adelanta lo que va a suceder al final. Así pues, si ya sabemos que Susan y Christopher serán condenados y que no importarán los esfuerzos del abogado de Susan o los del propio Christopher por demostrar sus respectivas inocencias, ¿cuál es el objetivo de esta serie, creada y escrita a cuatro manos por Ed Sinclair y Will Sharpe? ¿Probar que se ha cometido una injusticia y que, en efecto, Susan y Christopher no son culpables? ¿O, al contrario, atestiguar los esfuerzos forenses, técnicos e intelectuales de los detectives encargados del caso que lograron la condena de dos psicopáticos asesinos?
Ninguno de los dos, aunque ya para el tercer episodio cualquier espectador puede hacerse una idea más que clara sobre la inocencia o la culpabilidad de esta excéntrica pareja. La realidad es que Landscapers tiene otra meta muy distinta, que tiene que ver con la escena descrita al inicio de este texto: en lugar de apelar a la estructura narrativa del true crime tradicional, se opta por una calculada deconstrucción de la fórmula, a partir de la inventiva puesta en imágenes de uno de los dos cocreadores, Will Sharpe, quien dirige los cuatro episodios y que, desde el inicio, con ese prólogo al estilo de La noche americana, rompiendo continuamente la cuarta pared, nos sitúa en terrenos formales muy distantes del prosaico realismo forense de innumerables teleseries similares disponibles, digamos, en Netflix.
La paradoja es que Sharpe y su coguionista Sinclair partieron, de hecho, de la propia realidad. Esto nos queda claro en la secuencia de créditos, al final de cada episodio, cuando vemos y escuchamos fragmentos auténticos de la cobertura noticiosa del doble asesinato de los Wycherley: las declaraciones de los acusados, los descubrimientos que da a conocer la policía y los hechos más excéntricos y absurdos que acabamos de ver dramatizados, todos ellos, resultan ser verídicos, no una invención de los guionistas. El conocido dictum atribuido a Mark Twain de que “la verdad es más extraña que la ficción” se cumple, pues, con creces en la experimental puesta en escena de esta miniserie. La apuesta de Sharpe y Sinclair, y de su par de espléndidos actores, Colman y Thewlis, es abrazar esas mismas excentricidades que resultarán ser muy auténticas y muy reales, para llevarlas al límite.
De esta manera, la cinefilia tóxica de la pareja –ella era fanática del western clásico hollywoodense, él era admirador de Gérard Depardieu– es usada por los creadores para dejarnos entrar en el mundo de fantasía en el que los Edwards han vivido desde que se encontraron y se enamoraron, imaginándose, al vivir ocultos en Francia, como los heroicos protagonistas de A la hora señalada (Zinnemann, 1952) o recibiendo cartas ¿auténticas? del mismísimo Gérard Depardieu. La estilizada puesta en imágenes –cámara de Erik Wilson, diseño de producción de Cristina Casali– pasa del cine del oeste de los años 50 –con todo y algunas inocultables tomas fordianas con las siluetas de los actores en el quicio de las puertas– al expresionismo clásico en el uso de la emblemática iluminación de manchas, y de ahí a algunas escenas que parecen provenir del cine de horror de la casa Hammer, con ese dominio del verde putrefacto en la paleta de colores.
Los Edwards viven en una burbuja existencial y moral creada por ellos mismos y recreada de manera brillante por Sharpe y Sinclair. Uno se queda con la idea de que los dos juran ser inocentes no por cinismo, sino porque realmente creen que lo son, porque se han convencido de no ser responsables de lo que han hecho. En este sentido, tanto Colman como Thewlis interpretan de manera memorable a este par de repelentes y, al mismo tiempo, fascinantes monstruos: él, aprovechando al máximo su rostro angular, casi rapiñesco, que contrasta con las comedidas maneras de su articuladísimo personaje; ella, sonriendo abiertamente, mostrando siempre su dentadura superior y con una mirada que denota inseguridad y que busca la constante aprobación del contrario. De alguna manera, Colman es el equivalente criminal de aquella otra obsesa del cine, la Cecilia de Mia Farrow en La rosa púrpura del Cairo (Allen, 1985), cruel y devastadora obra maestra sobre el amour fou por el cine.
Es una prueba del prodigioso talento de Colman que, aunque uno sabe desde el inicio que será condenada por el asesinato de sus padres, desea que el veredicto sea diferente y que a esta ¿frágil? mujer le vaya mejor. Después de todo, le gusta el cine, el western y Gary Cooper. ¿Qué más pruebas quiere usted de que, en el fondo, Susan no es tan mala? Ah, sí, un par de cadáveres enterrados en un jardín. Por un momento lo olvidé.