Las lecturas del pasado
Se lo escuché hace poco a un conocido politólogo: “Javier Cercas está blanqueando los sepulcros del fascismo”. La afirmación me pareció tan peculiar y el tono tan pintorescamente exaltado, que le pedí que desarrollara la cuestión. Me explicó que Cercas se dedicaba en su última novela a embellecer el papel de la Falange, tanto en la Guerra Civil como en los años previos al conflicto y yo le pregunté si se había tomado la molestia de leerla. No lo había hecho. Tampoco lo creía necesario. Para sacar tal conclusión le bastaban algunos comentarios leídos al respecto y el hecho de que su autor tuviera una columna en EL PAIS desde la que, en vez de cuestionar severamente la transición y sus derivaciones, optaba por exponer y razonar un punto de vista más templado. Fue un diálogo interesante, en tanto que explica bien algunas perversiones propias de este tiempo nuestro.
La primera tiene que ver con el escaso peso del que goza el concepto de “autoridad”, entendido en un sentido meramente académico. El fenómeno me llamó la atención a principios de este año, justamente cuando se anunció la publicación de El monarca de las sombras (Penguin Random House) y se dijo que Cercas seguía en su nueva novela las huellas de un tío suyo, falangista, al que no llegó a conocer porque murió en las trincheras del Ebro, cuando apenas era un adolescente. Antes de que llegase a las librerías, se desató un aluvión de reacciones que comenzaron por cuestionar el propósito del libro para terminar impugnando toda la obra del escritor. Lejos de aguardar a que el texto pudiera leerse y hubiera, por lo tanto, una base desde la que labrar una opinión solvente, no tardaron en aparecer voces que reconvenían seriamente al novelista a partir no de lo que había escrito, sino de lo que se dijo que decía en las páginas que acababa de dar a imprenta. No era necesario acreditar esa «autoridad» que da el conocimiento porque el juicio previo se instaló sin reservas y campó por sus respetos.
No tenía la menor importancia que El monarca de las sombras, que yo sí leí, no dedicara sus páginas a elogiar o disfrazar el papel de la Falange, sino que más bien se afanara en todo lo contrario. Si algo hay es una crítica acerba a quienes se aprovecharon de las necesidades del campesinado de la España de 1936 para aglutinar adeptos en torno a una causa que no sólo era ilegítima, sino también inmoral. Lo que hace Javier Cercas con su tío no es incurrir en los elogios propios de quien se siente abrumado ante un modelo de conducta irreprochable, sino apiadarse de alguien que tomó partido por el bando equivocado, a una edad demasiado temprana para entrar en disquisiciones políticas.
Por aquellas mismas fechas, yo acababa de leer Recordarán tu nombre (Destino), la espléndida novela en la que Lorenzo Silva glosa la biografía del general José Aranguren, que hizo que la Guardia Civil salvaguardara en Barcelona la legalidad republicana el 19 de julio de 1936. Alguien me trasladó su desagrado ante el hecho de que el escritor se obstinase en defender al cuerpo fundado por el duque de Ahumada. Fue inútil explicarle que si por algo se caracterizó el instituto armado en 1936 fue por mantenerse fiel, en un apreciable porcentaje, al Gobierno de la República. También que le advirtiera de que no hay en todo el libro de Silva una sola línea complaciente con el dictador Franco. Como ocurriera meses atrás con Javier Cercas, aunque en este caso a menor escala, la sentencia ya estaba pronunciada.
Todo esto entronca con la segunda reflexión a la que me condujo mi breve conversación con el politólogo. A la hora de referirse a los artículos que Javier Cercas publica en EL PAÍS, explicó que cualquier persona que disponga de un espacio en los medios de comunicación está haciendo política y añadió que llega un momento en el que todo intelectual tiene que mojarse. No puedo no estar de acuerdo con su primera afirmación, que yo ampliaría: todos hacemos constantemente política, en cualquier faceta de la vida. Respecto a la segunda, en cambio, tengo serias dudas. Por lo que entendí, mi interlocutor consideraba que “mojarse” equivale a defender una determinada causa, sin atender a sombras ni matices. Pero quizá la verdadera labor intelectual consista en cuestionarlo todo, incluso (o principalmente) aquello que se defiende o con cuyos fundamentos se comulga. Pienso, sin salir del contexto de la Guerra Civil, en Arturo Barea o Manuel Chaves Nogales, que tan bien narraron aquellos años, instalados en la izquierda pero sin escamotear ni una sola de sus penumbras; o en el George Orwell brigadista, que contó en su Homenaje a Cataluña las luchas intestinas que tenían lugar dentro del bando republicano; o en Dionisio Ridruejo, coautor de la letra del Cara al sol, que supo cuestionar sus propios dogmas hasta convertirse en un firme opositor al franquismo.
Hace tiempo que la política se maneja en una endiablada dialéctica entre el “ellos” y el “nosotros”, extrapolada a todas las escalas imaginables. Todos hacemos política constantemente, sí, pero están quienes aspiran a adquirir responsabilidades públicas y los que sólo pretenden intervenir en los asuntos colectivos mediante su opinión, su voto o sus tertulias. Los primeros posiblemente tengan que apostarse en su trinchera retórica y mermar como sea al adversario. Los segundos, en cambio, hacen bien en evitar maniqueísmos y situarse a una altura desde la que juzgar, con ecuanimidad y sin consignas, lo que les rodea. Luego sus opiniones o sus análisis podrán evaluarse en función de sus propios méritos o defectos, pero nunca mediante juicios anticipados, estereotipos o falsas acusaciones de blanqueamiento de sepulcros.
Nadie puede pontificar sobre lo que deben escribir quienes rehúsan seguir la senda marcada porque han preferido trazar ellos mismos su camino. A algunos les gusta tanto sentarse ante el tablero y elegir blancas o negras que terminan olvidando los matices de gris, los claroscuros. No deja de resultar curioso que quienes más críticos se muestran al leer nuestro pasado reciente sean también quienes más agresividad destilan cuando se ponen de manifiesto las grietas de las que adolecen los cimientos de sus convicciones. Mientras sigan optando por ocultar esos resquicios, y no por asumir que tal vez convenga replantear la estructura, no podremos decir que el miliciano de Robert Capa sea un personaje anónimo. En realidad, somos nosotros, cayendo constantemente abatidos por la bala de nuestro revanchismo inerte.
Miguel Barrero es escritor. Su último libro, La tinta del calamar (Trea), obtuvo el premio Rodolfo Walsh. En octubre publicará su nueva novela, El rinoceronte y el poeta (Alianza).