Las memorias de Diego Arria sobre otra guerra europea, por Javier Conde
«Guerra y terrorismo en el corazón de Europa», el libro presentado por Arria sobre su período como embajador venezolano en la ONU y presidente del Consejo de Seguridad en 1992, es un alegato de vigente actualidad sobre la ineficacia de los organismos internacionales creados para preservar la paz y contra el secreto juego de poderes que condena a las naciones más débiles.
«El cuarto sin vista» desde donde
cinco países controlan el mundo
Diego Arria se sentó por primera vez en la «cima del mundo» el jueves 2 de enero de 1992.
Tres meses antes, exactamente el 8 de octubre de 1991, el día de su 53 cumpleaños, Venezuela había sido elegida para ocupar uno de los 10 puestos no permanentes del Consejo de Seguridad (CS, en adelante) en sustitución de Cuba para el período 1992-1993.
Desde entonces y hasta ese instante en que ocupó su puesto en la enorme mesa en forma de herradura del gran salón donde el CS delibera y anuncia sus resoluciones sobre los grandes e insondables conflictos del mundo, el embajador venezolano se preguntó con insistencia cuál debía ser su verdadero papel como representante de un país latinoamericano en un escenario dominado por las potencias del globo.
Se decía, cuenta, que solo los representantes de las cinco naciones más poderosas —Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido y Francia, los miembros con carácter permanente y derecho a veto— eran los que participaban activamente en las decisiones que se tomaban sobre los asuntos calientes de la agenda internacional.
«Me negué a creerlo (…) no tenía por qué condenarme a ser un convidado de piedra en la más importante instancia de la ONU», escribe.
Y no fue un convidado de piedra. Sí, un rebelde, un personaje incómodo: un Don Quijote que enfrentó a la organización y salvó el honor, y vidas, dice el escritor y filósofo Bernard Henri-Levy en las primeras páginas de Guerra y Terrorismo en el corazón de Europa, el libro que Arria presentó en abril pasado en el que recoge de forma minuciosa, y también apasionada, su intenso y combativo tránsito en el Consejo de Seguridad.
Arria llegó a presidir el CS y desde allí junto con un puñado de pequeños países promovió denodadas gestiones para cambiar la mirada de los poderosos —escudados, asienta, en una cínica interpretación de la no intervención— sobre la guerra en los Balcanes y la política de «limpieza étnica» comandada por el dirigente serbio Slobodan Milosevic y secundada por el serbio bosnio Radovan Karadzic contra la población musulmana de Bosnia. Para sobre las ruinas, y la muerte, levantar la “Gran Serbia”. ¿Suena próximo?
Arria encabezó en abril de 1993 la primera misión de embajadores del Consejo de Seguridad a un escenario de guerra en desarrollo. Se entrevistó, y enfrentó, con los actores fundamentales de la guerra de los Balcanes, estuvo en el sitio de Sarajevo y derrotó las artimañas de última hora para impedir la entrada de la misión en la acorralada ciudad de Srebrenica, donde denunciaría que se estaba produciendo un «genocidio en cámara lenta» contra la población musulmana bosnia.
No lo escucharon: dos años después más de ocho mil adultos y adolescentes del enclave fueron asesinados en cuestión de dos o tres días.
«Mientras arde la guerra en el oriente de Europa, las memorias de Diego Arria de su tiempo como embajador de Venezuela ante las Naciones Unidas (1991-1993) y presidente del Consejo de Seguridad de la ONU no podrían ser más oportunas», escribe Niall Ferguson, historiador y profesor británico.
Ferguson rescata el argumento central, y reiterativo, de Arria sobre las insuficiencias de la ONU para insistir en la necesidad de una reforma estructural profunda de las Naciones Unidas «para poder desempeñar las funciones y obligaciones previstas en su Carta Constitutiva».
Cuando Arria llega a las Naciones Unidas, designado durante la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez, la atención del mundo está puesta en el desmoronamiento de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS) —cuyo fin anuncia en el CS el embajador Yuri Vorontsov el día de Navidad de 1991— , las secuelas de la primera guerra del Golfo tras la invasión iraquí de Kuwait, la inestabilidad del Medio Oriente, las vinculaciones de Libia con el terrorismo y la crisis del fallido estado de Somalia.
Ningún tema le fue ajeno a Arria pero sus memorias se centran en el sangriento conflicto en los Balcanes después de la desintegración de la antigua Federación Yugoslava.
Movido por la idea de que al ser un representante de un país sin gran protagonismo internacional le daría más independencia y libertad para ofrecer una visión comprometida exclusivamente con la tarea de defender la paz y defender los derechos políticos y humanos de todas las naciones y sus habitantes, Arria asumió un rol muy activo en los grandes conflictos de su época. Lo que causó asombro, y provocó desplantes, entre sus pares porque se ocupaba de temas tan distantes a los intereses de Venezuela.
Una comprensión que tampoco logró en la diplomacia venezolana. En agosto de 1993, a su regreso a Nueva York tras una segunda visita al teatro de la guerra en Bosnia, se topó con la notificación oficial de su destitución como embajador venezolano ante las Naciones Unidas firmada por Fernando Ochoa Antich, canciller del gobierno interino de Ramón J. Velásquez.
«No me tomó del todo por sorpresa», dice en el capítulo que llama ajuste de cuentas.
Alude a sus desencuentros con Ochoa Antich sobre la posición de Venezuela en el conflicto bosnio. «Esta posición que mi ministro-general pretendía alterar para satisfacer los intereses que representaban los embajadores de Francia y Reino Unido», con los que Arria había mantenido duras confrontaciones en el Consejo de Seguridad.
La Fórmula Arria
Diego Arria siempre ha sido Diego Arria.
Desde sus tiempos como gobernador de Caracas y luego ministro de Información —el primero de un gobierno democrático en Venezuela—, Arria destacó por su estilo moderno y desenfadado, imagen de eficiencia y su condición de hombre independiente, siempre a su aire.
Aun en su fracasada experiencia electoral de 1978, cuando desafió a las engrasadas maquinarias electorales de AD y Copei. Magra cosecha en votos para una campaña audaz y costosa de la que trasciende su lema «primero la gente»: quizá una advertencia muy temprana del declive que aquellos poderosos partidos vivirían hasta su agotamiento en poco más de una década.
A finales de los años 70, Arria echó a andar un proyecto editorial que remozaría el periodismo venezolano, muy apegado entonces a las formas del poder político.
El Diario de Caracas (EDC) fue una iniciativa singular que tomaba como ejemplo los diarios La Opinión de Buenos Aires (fundado en 1971) y El País de Madrid (1976), para el que reclutó a un grupo de exiliados argentinos, liderados por el historiador y político Rodolfo Terragno y el escritor Tomás Eloy Martínez, llegados a la capital venezolana huyendo de las dictaduras militares que asolaban el cono sur del continente. Antes era al revés de lo que hoy padecen los venezolanos.
EDC introdujo el primer libro de «estilo, usos y modos» en un diario de la prensa venezolana, concebido para «evitar el dogma pero no la disciplina» de la que huía el periodismo mal entendido.
De manera que cuando arriba a las Naciones Unidas, es un hombre curtido en batallas políticas y mediáticas pero nada parecido a lo que le tocaría lidiar en ese período de dos años como embajador venezolano ante la ONU.
Guerra y terrorismo en el corazón de Europa discurre con fluidez, a pesar de las tragedias que narra, los olvidos que recuerda y la infinidad de personajes de todo tipo que discurren por sus páginas. El texto es el resumen de la gestión de un hombre decidido a dejar su impronta y la de su país en favor de las mejores causas de la humanidad.
Muy pronto, al sentarse en la mesa del CS, Arria descubrió los secretos caminos del poder y lo lejos que estaba la ilusión, de la realidad.
Lo más revelador, recuerda, fue constatar que las grandes decisiones de Naciones Unidas no se toman en las sesiones formales del CS, sino en otras reuniones a puerta cerrada —sin grabadoras, ni taquígrafos, ni medios de comunicación— en una sala más pequeña a pocos metros del salón del Consejo.
Es el espacio reservado para las llamadas «consultas informales» donde solo entran los 15 miembros del CS y algunos funcionarios de sus embajadas y allí acceden a los documentos más sensibles y reservados: lo más estremecedor del mundo expuesto sobre hojas de un blanco inmaculado.
«Un desapego, anota Arria, que sirve para permanecer indiferentes ante las peores monstruosidades».
Ese lugar, que él compara con un ring de boxeo, donde los contrincantes se dan con todo y sin miramientos, y terminan negociando en la intimidad al margen de escrutinio alguno, tiene un enorme ventanal que mira al East River de Nueva York, pero un cortinaje lo oculta por completo. Arria lo bautizó «the room without a view (el cuarto sin vista)».
«Gracias a ese hermetismo casi absoluto, en esa sala sin vista al East River, esas cortinas solo sirven para desfigurar y ocultar las presiones, los prejuicios, las fortalezas y debilidades que definen la verdadera naturaleza del doble funcionamiento de las Naciones Unidos y de su Consejo de Seguridad.»
La información relevante es un privilegio del secretario general de la ONU y de los cinco miembros permanentes, el club del P5, mientras que los 10 países restantes que tienen la extraordinaria posibilidad de acceder al cuarto sin vista, son abrumados por «asuntos demasiado intrincados, ajenos a sus intereses o sencillamente irrelevantes».
Las insuficiencias evidentes de los más débiles, se ahondan aún más en aquella maraña de confabulaciones del CS y «les hace muy difícil (a las pequeñas naciones, como Venezuela, Djibouti o Marruecos que compartieron escenario con Arria) adoptar posiciones independientes» de los poderosos del P5.
Contra la desinformación, la pieza clave del funcionamiento del CS, el embajador venezolano promovió otro concepto de encuentros informales que terminó denominándose la Fórmula Arria, que prevalece desde hace 30 años como un mecanismo que llevó algo de transparencia a las deliberaciones del Consejo de Seguridad.
Un lugar sin reglas ni ceremonias donde se pueden oír otras voces sobre conflictos en desarrollo, que no tenían cabida en la sala «sin vista».
La primera reunión de este tipo fue en marzo de 1992 cuando Arria invitó a los embajadores del Consejo de Seguridad a tomarse un café con el sacerdote franciscano croata Jozo Zorko, que previamente había relatado al funcionario venezolano la violencia entre serbios y croatas y episodios atroces que había presenciado.
«La descripción que hizo fue tan horrible que contrastaba muchísimo con la ausencia de información de estos hechos que se recibía por parte de la secretaría general de las Naciones Unidas, lo cual me escandalizó», le dijo Arria a la Revista de Mediación de España.
De aquel café sin mayores pretensiones, surgió un mecanismo de plena vigencia en el CS, flexible, que puede ser convocado por cualquier miembro del Consejo de Seguridad y que ha permitido tener información distinta, de observadores reales de los conflictos y poner en evidencia mentiras que algunos países sostenían en el seno del CS.
En palabras del propio Arria, la fórmula que lleva su apellido.
Ella «abrió una puerta a los países pequeños a la realidad que se debate». Como si se hubiera corrido la cortina del «cuarto sin vista» y entrara algo de luz. En marzo de este año, la ONU celebró un acto por los 30 años de uso de la Fórmula Arria al más alto nivel de las relaciones internacionales.
El libro del embajador venezolano —que se puede adquirir en Amazon, Barnes&Noble y Casa del Libro en España— donde se reviven aquellos terribles acontecimientos en el corazón de Europa es una denuncia vigente, ahora que la invasión rusa a Ucrania vuelve a poner la pelota en el terreno de los organismos internacionales creados después de la Segunda Guerra Mundial para preservar la paz y promover los derechos humanos.
Arria denuncia la manipulación de la información; la retórica con la que se encubre una hipócrita neutralidad —se salió al rescate de Kuwait en la mayor movilización militar desde el desembarco de Normandía con la Operación Tormenta del Desierto, por ejemplo, pero se le negó a Bosnia incluso el derecho a la legítima defensa ante la agresión armada de serbios y croatas— para dejar sola a una nación musulmana, y por ello inconveniente, en el corazón de Europa.
En su última intervención ante el Consejo de seguridad, a fines de agosto de 1993, Arria insistió en que el CS no podía admitir que la fuerza fuera fuente de derecho.
«Si lo aceptamos, todos los miembros de este órgano tendremos una cuota de culpa en las consecuencias de este imperdonable error».
Javier Conde es periodista (UCAB) hispano-venezolano. Exjefe de Redacción y Ex Gerente de Administración de TalCual.