Siri Hustvedt: Las Pandoras de la pandemia
A principios de abril, cuando la ciudad de Nueva York estaba casi totalmente paralizada, oía día y noche las sirenas de las ambulancias. Leía las noticias de que habían llevado camiones frigoríficos para albergar los centenares de cadáveres que salían de los hospitales a diario. Leía sobre los sepultureros que no daban abasto para enterrar los cuerpos. Pensaba en todas las personas que lloraban a sus muertos, por culpa de un virus completamente indiferente a su dolor.
Esa misma semana, el New England Journal of Medicine publicó un ensayo titulado ‘Huida de la Caja de Pandora’. El epidemiólogo David Morens y sus colegas usaban el mito griego de la primera mujer que abrió su caja y dejó salir las enfermedades, la muerte y otras desgracias al mundo como una apropiada analogía de la pandemia. “Debemos ser conscientes —escribían— de que, en este mundo superpoblado, con 7.800 millones de personas, la mezcla de comportamientos humanos alterados, cambios medioambientales y mecanismos insuficientes de salud pública en todo el mundo pueden fácilmente hacer que unos virus animales desconocidos se transformen en amenazas existenciales para los seres humanos”. Es decir, hay motivos para temer que otros virus zoonóticos pasen calladamente, invisibles, de otras especies a la nuestra. “Ojalá”, decían, “podamos volver a meter a los demonios en la caja”.
Estamos en septiembre. Los demonios siguen volando por todas partes. En Estados Unidos —pero no solo aquí—, la trayectoria del virus ha dependido mucho de las historias que se contaban sobre él, muchas de ellas ficticias.
Todas las culturas humanas crean relatos para explicar por qué las cosas son como son. En el mito original que cuenta el poeta griego Hesiodo, Zeus está furioso porque Prometeo ha robado el fuego a los dioses y entonces ordena la creación de la mujer, “un hermoso mal”, en castigo por ese delito. El sufrimiento humano tiene una causa, que adopta la forma de una mujer atractiva, insidiosa y malévola. La pandemia se ha convertido en caldo de cultivo para las historias que presentan la transmisión ciega de un virus como un malvado plan humano. El Pew Research Center ha averiguado que el 71% de los adultos en Estados Unidos conoce la teoría de que varios personajes poderosos pusieron deliberadamente en circulación el virus SARS-CoV-2. La tercera parte de los encuestados respondió que la historia era “probablemente” o “indudablemente” cierta.
La cifra oficial de muertos en Estados Unidos —que seguramente es más baja de la real— sobrepasa los 200.000. Una quinta parte de la cifra mundial, que ronda el millón de fallecidos.
En estos momentos, Nueva York es un oasis. El 8 de abril fallecieron de covid 700 personas. El 18 de septiembre murieron dos. Después de una primavera aterradora en la que estaba dormida, salvo las ambulancias, la ciudad ha ido despertando poco a poco. El tráfico ha vuelto. Las sirenas han recuperado su ritmo de siempre, pero no podemos comer en el interior de un restaurante y el comienzo del curso en los colegios ha estado lleno de dificultades. En mi barrio casi todo el mundo lleva mascarilla, aunque a veces las veo por debajo de la barbilla o con la nariz fuera. Sin embargo, en el conjunto del país la mascarilla no está generalizada, ni mucho menos. Llevar el rostro desnudo es una declaración política, una señal visible de la historia que esa persona ha decidido creer.
En los mítines de Trump, las muchedumbres sin mascarilla le vitorean mientras él sonríe y expresa ruidosamente su aprobación. Hay millones de estadounidenses convencidos de que el virus es un “fraude” o de que las cifras de muertos se han exagerado. Circulan, con ayuda del presidente, teorías de la conspiración que hablan del “Estado profundo”. En Internet se vende una mascarilla que muestra esta frase: “Esto parece una simple mascarilla, pero en realidad forma parte de una vasta conspiración de los progresistas y China para destruir Estados Unidos y derrocar al hombre blanco”. Cuando la vi me reí, pero es un humor siniestro. Algunas teorías conspirativas son más estrambóticas que otras y Estados Unidos no es el único país en el que circulan. Lo irónico es que además son letales. Nadie sabe exactamente cuántos seguidores de Trump han contraído la enfermedad o han muerto después de sus mítines. Lo único que sabemos es que el número de casos en esas zonas ha aumentado inmediatamente después.
Los seres humanos son víctimas de las ficciones colectivas que difunden. Los científicos utilizaron el viejo mito de Pandora para ilustrar los peligros provocados por un planeta en rápida transformación. No creo que estuvieran pensando en la misoginia descarada de la historia, pero el odio a las mujeres, como el odio a los negros y los morenos, los inmigrantes, los judíos, las comunidades LGTB y las élites urbanas, ha favorecido la propagación de la covid-19 en Estados Unidos. Muchos Estados se negaron a tomar unas precauciones razonables. Después del confinamiento, abrieron las tiendas y los negocios demasiado pronto. No exigieron mascarillas ni medidas de distanciamiento. Eran bravuconadas republicanas dirigidas al miedo a la castración. “Representa la sumisión”, le dijo un hombre a la periodista Brie Anna Frank a propósito de la mascarilla. “Es ponerse una mordaza, mostrar debilidad, sobre todo para los hombres”.
El politólogo Tyler T. Reny investigó las reglas masculinas y el coronavirus en un ensayo publicado en julio. Su conclusión es que las ideas sexistas “son, una y otra vez, el indicador más fiable de emociones, comportamientos y actitudes políticas relacionadas con el coronavirus e incluso de la probabilidad de contraer la covid-19”. “Este estudio”, escribe, “pone de relieve que la ideología de género puede afectar a la salud y ser un obstáculo para las campañas oficiales de salud pública”. Otros ensayos ofrecen distintos puntos de vista. En Estados Unidos, el mayor indicador de la probabilidad de contraer el virus y, sobre todo, de morir debido a él, es la pobreza. La pandemia ha resaltado las desigualdades de un sistema privado de salud basado en los beneficios empresariales y el racismo inherente a él.
Se suele pensar que la biología es una realidad fija, diferenciada de nuestra psicología y de los mundos sociales en los que vivimos. Tenemos corazón, pulmones, hígado y cerebro que, a veces, sufren averías. Vamos al médico para que arregle el problema, pero no siempre hay remedio. Nos morimos. Nuestras conversaciones con otras personas y nuestras opiniones políticas están separadas de nuestro cuerpo, son aéreas e inmateriales. Pero la pandemia nos ha demostrado que estas divisiones son falsas. No es posible separar lo biológico, lo psicológico y lo sociológico. Las circunstancias sociales y los relatos políticos están estrechamente unidos a la epidemia en general. El odio y las desigualdades influyen en la salud. El sistema inmunitario es muy sensible al estrés y, si sufre tensiones continuas, puede modificar la expresión génica y provocar una inflamación que, con el tiempo, tiene efectos perjudiciales para la persona. El racismo es un factor de estrés, y se están estudiando sus repercusiones. Olusola Aijore y April Thames publicaron en agosto un artículo sobre este tema en Brain, Behavior, and Immunity: “El incendio en esta ocasión: la tensión del racismo, la inflamación y la covid-19”.
Las personas que creen en la ciencia miran asombradas las extravagantes teorías de extrema derecha que se han difundido en todo el mundo, sobre planes siniestros en los que a menudo figuran Otros que sirven de chivos expiatorios: la mujer, Hillary Clinton, el hombre negro, Barack Obama, y el judío, George Soros, tres personas a las que en 2018 se enviaron paquetes que contenían bombas. Los tres llevan mucho tiempo formando parte de la mitología de Trump: Hillary Clinton es una delincuente, “Hillary la corrupta”, Obama no es estadounidense y nació en Kenia, y Soros paga a los manifestantes de Black Lives Matter para que protesten. Cuidado, las cosas no son lo que parecen. La verdad está oculta y es terrible. Bajo el bello exterior de Pandora reside el mal. QAanon ha atraído a un gran número de seguidores con su historia sobre progresistas pedófilos, malignos y poderosos que esclavizan a los niños. Los grandes medios de comunicación se apresuran a señalar que “los hechos” no sostienen estas mentiras, pero me da la impresión de que eso les da bastante igual a los creyentes. Lo que no suele destacarse es que sí hay gente poderosa que ha urdido verdaderas conspiraciones contra una población desprevenida.
Las compañías tabacaleras y farmacéuticas están acostumbradas a censurar los estudios que las perjudican para aumentar sus beneficios. La historia de Estados Unidos está llena de estudios médicos abusivos, algunos llevados a cabo en secreto. En 1941, un grupo de virólogos, entre los que estaban Thomas Francis y Jonas Salk, inocularon a pacientes de centros de salud mental en Michigan el virus de la gripe, sin que ellos lo supieran. No falleció nadie, pero fue cuestión de pura suerte. Entre 1946 y 1948, el Gobierno estadounidense, con la cooperación de las autoridades guatemaltecas, infectó de sífilis, sin su consentimiento, a 700 hombres y mujeres, muchos de ellos prisioneros y enfermos mentales. En el tristemente famoso experimento de Tuskegee, en Alabama (1932-1972), en el que se manipuló a 600 hombres negros, 400 de los cuales padecían sífilis, el Gobierno les prometió una atención médica gratuita que nunca recibieron. Mucho después de que se descubriera el antibiótico que cura la sífilis, los médicos a cargo del experimento seguían viendo morir a los hombres de una enfermedad horrible. Como dijo un comentarista: el siniestro “experimento” reveló muchas más cosas sobre el racismo que sobre la sífilis. La ciencia no está libre de ideologías repugnantes, ni históricamente ni en la actualidad.
Aunque muchos miembros de la Administración han declarado la “guerra” al virus, una serie inerte de sustancias bioquímicas que solo cobran vida cuando entran en contacto con un organismo no sacia el ansia de tener un enemigo, una Pandora capaz de asumir las culpas de nuestra situación. El nombre de un clérigo paquistaní, Maulana Tariq Jameel, llegó a los titulares de prensa en mayo cuando dijo que la pandemia era prueba de la ira de Dios contra “la desnudez y la obscenidad”. En su opinión, las impúdicas culpables que han acarreado este castigo sobre su país y, por extensión, el mundo entero, son “las hijas de la nación”, no los hijos. Hizo mención especial de las chicas que bailan con faldas cortas.
Las ideologías fascistas florecen aprovechando la angustia, la incertidumbre y una firme identidad nacional y nativista, a menudo envuelta en significados casi religiosos u ortodoxos. España, Italia y Alemania desarrollaron distintas versiones del fascismo europeo en diferentes circunstancias culturales pero con rasgos comunes, como la fuerte necesidad de recortar los derechos de las mujeres, especialmente los derechos reproductivos. Ahora están volviendo a aparecer en todo el mundo nuevos tipos de movimientos autoritarios, antidemocráticos y con tintes fascistas. La actitud beligerante de los nacionalistas hindúes me recuerda a los airados partidarios de Trump, los miembros de nuestras milicias de extrema derecha y los neonazis que desfilaron en Charlottesville, Virginia, en 2017. Estos sistemas de creencias solo sobreviven cuando hay enemigos humanos a los que vilipendiar. Para los violentos nacionalistas hindúes inspirados por las ideas de pureza racial de Hitler, los musulmanes, los cristianos y otras minorías religiosas son objetivos a los que atacar. En Occidente, las feministas, las personas de género no binario, los inmigrantes, las minorías raciales y los marginados de todo tipo son objetivos engullidos por relatos grandiosos que explican por qué las cosas están tan mal. Esos relatos son rudimentarios y eficaces. Dividen el mundo en dos, el bien y el mal, hombres y mujeres, negros y blancos, y así proyectan sus demonios sobre los demás para realzarse a sí mismos.
Un camión frigorífico hace las veces de morgue para los fallecidos por covid en el hospital Brooklyn Center de Nueva York, el pasado 31 de marzo.
Durante una pandemia mundial en la que hay tantas personas aisladas, sin seguridad económica y con miedo al futuro, las teorías sobre Pandora cobran fuerza. En mi país estamos en vísperas de unas elecciones que es muy posible que sean decisivas para la muerte o la supervivencia de la república democrática. Donald Trump y otros aspirantes a déspotas o déspotas en toda regla tienen en todo el mundo muchos millones de seguidores que se tragan sin rechistar las teorías paranoicas sobre los Otros que nos amenazan. Si no contaran con ese apoyo de masas, estos hombres desaparecerían al instante. Lo irónico y terrible es que, si hemos aprendido algo de la pandemia, es que todos los seres humanos somos ciudadanos vulnerables del mismo planeta y dependemos no solo unos de otros sino también de unos ecosistemas cada vez más frágiles sin los que no podemos sobrevivir como especie. La acción colectiva puede cambiar las cosas. Las protestas sonoras y el voto pueden cambiar las cosas. Y la versión que decidamos contar de la historia de nuestra humanidad común sobre la Tierra también puede cambiar las cosas.
Siri Hustvedt (Northfield, EE UU, 1955) es escritora y Premio Princesa de Asturias de las Letras 2019. Es miembro fundador de la plataforma Escritores contra Trump.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.