Leonardo Padrón: La ingenuidad revolucionaria
Ponen cara de marido cornudo. Ojos de búho a medianoche. Se agitan de pesar frente a las cámaras. “¡Traición!”, gritan en cadena nacional. “¡Decepción!”, rugen hacia la galería. Intentan simular sorpresa. Hacen planas de indignación frente a los micrófonos. Pero no hay caso. El país no les cree. Ya no existe candor posible en esta antigua tierra de gracia. Ya es demasiado el tamaño de la devastación. Hoy el país huele a podrido en todos los rincones donde hay una estampita de la revolución.
En estos días salen a flote, a través de altos voceros del gobierno, escándalos que han sido denunciados durante más de una década por notables periodistas de investigación y no pocos diputados de la oposición. Denuncias que caían en un sordo hueco negro. Denuncias que eran arrojadas en el sótano más profundo de los olvidos. Se ha hablado de guisos gigantescos, de corruptelas descomunales, de lavado de dinero y testaferros absurdos, de personeros oficiales con cuentas hinchadas de dólares y euros en remotos paraísos fiscales. Se ha hablado de Andorra, de Odebrecht y los Panamá Papers. Se ha hablado del olor a podrido en todas las áreas donde reina el todopoderoso régimen chavista: en la otorgación de divisas, en la licitación de grandes proyectos, en la venta de gasolina, en las aduanas, en las fronteras, en el arco minero, en la bolsa de valores, en la compra y venta de comida. Y, por supuesto, en PDVSA, la descomunal piscina de petróleo de Rico McPato que la revolución ha convertido en su chequera privada para costear sus campañas electorales y centenas de acciones de dudosa legalidad.
Se denunciaba siempre y el régimen volteaba hacia los lados, apuraba el paso, cambiaba de tema. El ministro de turno, el heredero o el propio galáctico, satanizaban a los medios, los acusaban de golpistas, de desestabilizadores. El régimen entonces era monolítico en su accionar. Un bloque uniforme y disciplinado en las acrobacias del saqueo. Actuaba en equipo. Todos para uno y uno para todos. Todos los elegidos, se entiende. Pero los vientos han cambiado. Las riñas internas dentro del gobierno son inocultables. Así como las ambiciones de cada grupo. El poder es una toxina demasiado poderosa. Hoy crujen las columnas del régimen gracias a las sanciones internacionales. Ya cada cual quiere salvar su propio pellejo. Ya cada quien tiene su trozo de legado en su chequera y saben que hasta eso está en peligro. Las esposas de la nomenklatura deben reclamarles a sus maridos en el tenso clima de las alcobas el no poder viajar más – hijos, abuelas, mascotas – a las montañas rusas de Universal Studios, ni tomarse más fotos con los muñecos gigantes de Disney ni jugar a las Kardashian en las tiendas de Rodeo Drive y la Quinta Avenida. ¿De qué sirve el dinero si no puedes hacer aspavientos del mismo? Huele a podrido también en los bolsillos de algunos opositores que son más hábiles haciendo dinero que conquistando votos. Huele a podrido en las arcas de muchos empresarios que supieron birlar a tirios y troyanos. Huele a estafa en todas partes. Hoy los venezolanos contemplamos con estupor una patética orgía de dinero mal habido.
Pero eso ya lo sabíamos. Siempre lo hemos sabido. Lo que asombra, por exceso de descaro, son los golpes de pecho de los líderes de la revolución que, en mitad del ventilador prendido, dicen sentirse engañados por gente que se ponía una camisa roja para robar en nombre del comandante supremo. Asombra que fueron tan pródigos en adjetivos de amistad y elogios pomposos a esos que se sentaban a su lado en cadena nacional y hoy los señalan como ladrones y corruptos. Como si no hubieran bloqueado decenas de veces cualquier investigación a sus camaradas de turno. Como si no fueran corresponsables de tanto dólar hurtado al erario nacional. Como si la complicidad y la omisión no fueran delito. Asombra que pretendan escurrir el bulto tan limpiamente y vocear a los cuatro vientos que ellos sí son revolucionarios químicamente puros, y digan, a estas alturas de la hecatombe, que el único interés en su vida es procurar el bien de los desterrados de la sociedad, conseguir alimento para el hambriento y vivienda a los que nunca han tenido techo.
Tanta cancioncita de trovador de izquierda, tanta consigna trillada, tanto Alí Primera en el metro, tanto Simón Bolívar en el verbo y en las paredes de los ministerios, para terminar siendo mucho más corruptos que los políticos de la Cuarta República, cuya mayor deshonra es habernos traído a estos lodos.
Cuesta creer en una cruzada anti corrupción que tarda diecinueve años en despertar. Cuesta creer que el mismísimo presidente Maduro no sabía nada de lo que ocurría ante sus narices, si –como bien lo ha recordado el diputado Julio Montoya- en el año 2005 Maduro, en ese entonces presidente de la Asamblea Nacional, “prohibió la comparecencia de Rafael Ramírez cuando era ministro de Petróleo; en el 2011 fue directivo de Pdvsa, y en el 2017, el Tribunal Supremo de Justicia prohibió investigar a Rafael Ramírez”. Maduro dice que ha sido traicionado . Cuesta creer tanta ingenuidad revolucionaria. Ellos, que han sido tan hábiles, tan zorros, tan impúdicos para burlar las reglas de la democracia tantas veces.
Todos sabemos que un terremoto, ya no tan subterráneo, estremece al régimen. Se cumplen diecinueve años de lo que llaman “la victoria perfecta”, pero básicamente ha sido la burla perfecta a todo un país. Hoy, en vez de la multiplicación de los panes, han multiplicado el hambre, la violencia, las mafias, el guiso y la rebatiña de un dinero que le pertenece a todos los venezolanos. El saqueo tiene tantos ceros a la derecha que no caben en la imaginación. No hay aritmética que soporte tamaño desfalco. Y caerá este régimen, y algunos de sus prohombres aterrizarán en la cárcel y tal vez otros logren un exilio VIP, pero pasarán los años y no alcanzarán para desmadejar todo el gigantesco ovillo de corrupción que, en nombre de los pobres de solemnidad, se armó en las sórdidas filas del chavismo.
Venezuela no se merecía tanta inmoralidad.