Leonor de Aquitania, una feminista en palacio
Olvidada por la historia, esta mujer, dos veces reina, madre, abuela y bisabuela de reyes, fue mucho más que eso. Desde su poderosa situación en Aquitania alentó la independencia femenina y sobre todo el amor cortés, la literatura que cantó el siglo XII.
La leyenda ha hecho de ella una heroína de literatura cortés, un símbolo de la mujer ideal del siglo XII, pero esta vez el mito no anda muy lejos de la realidad. Leonor de Aquitania, primero reina de Francia y después soberana de Inglaterra, tuvo una vida digna de un novelón. Ella reunía todos los requisitos que un mito celta necesitaba: era guapa, inteligente, amante del arte, poderosa, ambiciosa y con ansias de luchar por la libertad femenina, dentro, eso sí, de lo que las férreas costumbres medievales le permitían.
Leonor era todo esto y muchos de sus contemporáneos jamás le perdonaron estas virtudes, por eso fabularon una leyenda de mujer fogosa y adúltera. Aún así nada de esto paralizó a una reina que iba a sobrevivir a la mayor parte de sus contemporáneos, no sólo en edad -llegó hasta los 82 años-, sino también en importancia.
A Leonor de Aquitania la historia le debe mucho más que una simple película de amor y aventuras. Jean Markale, un prestigioso medievalista, lo dejó dicho: «Nunca se insistirá bastante sobre la influencia que Leonor de Aquitania tuvo personalmente en la evolución de las costumbres del Norte, en este siglo XII en que Francia no era más que un reino teórico en busca de su personalidad».
Leonor de Aquitania, la mujer que estaba llamada a ser la impulsora de una nueva literatura y de un tímido feminismo, nació en 1122, hija primogénita de Guillermo X de Aquitania y VIII de Poitiers y de Aenor de Châtellerault. Era por tanto la heredera de todo el sureste de la Francia actual donde, al contrario que en los demás dominios galos, no reinaba la ley sálica. Leonor, soberana de una tierra próspera, rica en cereales y en vino, con un comercio creciente y con señores poderosos, pesaba mucho en el juego de apoyos y alianzas en el que se basaba el sistema de vasallaje. De su abuelo, Guillermo IX, que muchos reconocen como el primer trovador, Leonor heredó su inclinación por la cultura, pero también su carácter tozudo, su pronto malhumorado y sus reservas hacia el mundo clerical, tan poderoso en aquella época.
Llevó a París los corsés, los escotes de vértigo y la sensualidad. Pero el entorno del rey Luis VII la odiaba e inventó rumores de adulterio
Pero la entrada de Leonor (Aenor en occitano, lengua que entonces se hablaba en sus tierras) en la historia fue por supuesto por la puerta grande, con una boda que la convirtió en reina. A los 15 años Leonor contrajo matrimonio con Luis VII en la catedral de San Andrés de Burdeos. Corría el 25 de julio de 1237. La unión fue por supuesto política y muy ventajosa para la corona francesa, que se hacía con la rica Aquitania y el próspero Poitou, pero por parte de Luis fue además un matrimonio por amor, un sentimiento que en ningún momento compartió la aquitana, quien a cambio revolucionó París.
Leonor estaba dispuesta a llevar lo mejor de su tierra a la soporífera corte parisina y así la llenó de sensualidad, de corsés, de escotes de vértigo, de telas coloridas, de juegos y de músicos y trovadores que no exaltaban gestas ni victorias viriles, sino que se dedicaban a cantar al amor. Si bien es cierto que aquello fue muy probablemente el inicio del esplendor que acabaría teniendo la corte francesa, para Leonor fue desastroso: sólo consiguió el odio del entorno del rey. Un odio que se tradujo en mentiras y confabulaciones para despertar la desconfianza y los celos del joven monarca.
Al principio Luis VII se dejó, enamorado, aconsejar por su mujer, una auténtica estratega, pero la anunciada crisis acabó por llegar en el peor momento, cuando ambos estaban inmersos en la II Cruzada. ¿Qué ocurrió en Tierra Santa para cambiar el destino de sus vidas y de la historia? Las hipótesis han sido muchas. La mayor parte de los cronistas coinciden en aventurar que Raimundo Poitiers, tío carnal de Leonor y con quien ésta ya había tenido un escarceo en su adolescencia, fue el culpable de la ruptura, pues Luis VII no estaba dispuesto a aguantar que su linaje se manchara con un adulterio. Pero lo único seguro es que allí se gestó el sonado divorcio de la pareja, basado en la nulidad eclesiástica por consanguinidad.
Cierto es que los reyes franceses eran parientes en noveno grado, pero aquello poco había importado a la Iglesia en el momento del matrimonio. Es más, el propio papa Eugenio III hizo lo posible porque se olvidaran de su divorcio, más aún cuando se había demostrado que Leonor no era estéril (en aquella época los problemas de esterilidad sólo se concebían en la mujer), pues había tenido dos hijas, aunque todos esperaban el anhelado varón. ¿Por qué entonces se empeñó Leonor en poner fin a aquella unión? Sencillamente porque tras 18 años de matrimonio Leonor no quería ceñirse a su papel de reproductora y quiso ser dueña de su propio destino, no en vano su ambición tenía muy pocos límites.
Con el divorcio firmado Leonor no paró ni un minuto más en la corte francesa. Salió de allí volando y, al parecer, sin demasiados remordimientos por abandonar a sus dos hijas, María, de siete años, y Aélis de 18 meses. Pero su apresuramiento tenía una explicación: Leonor se había convertido de nuevo en un buenísimo partido y había quien podía raptarla para casarse con ella y hacerse con sus tierras, de las que seguía siendo dueña. De hecho esto fue lo que planeó el propio conde de Blois, llamado también Thibaud el Tramposo, quien tiempo después se casó con su hija Aélis.
Una vez a salvo, Leonor se afanó en la siguiente meta, que había mantenido en secreto y por la que había decidido separarse. El 18 de mayo de 1152, casi dos meses después de la anulación de su matrimonio con el rey de Francia, Leonor, condesa de Poitiers y duquesa de Aquitania de 30 años, se casaba con el joven Enrique, de 19 años, conde de Anjou, duque de Normandía y aspirante al trono de Inglaterra.
Lo que sí es de suponer es que cuando su ex marido, el rey de Francia, se enteró, comprendió su error, su política falta de malicia y de miras: la rica Aquitania y el próspero Poitou escapaban de la corona francesa para echarse en brazos de la inglesa, su rival.
¿Por qué Leonor llevó a cabo esta maniobra política? Porque de haberse quedado en Francia, Leonor no hubiera sido lo que fue como reina de Inglaterra, porque los reyes capetos jamás habrían consentido que una mujer tuviera el poder que de hecho ejerció en el país angevino. ¿La razón? En el sistema francés el poder del rey, siempre varón, era indiscutible, a él se le debía total obediencia. En cambio, en el sistema inglés, aunque habitualmente se guardaron las formas, el poder estaba en realidad en manos de los vasallos que podían rebelarse si lo veían oportuno. Esta importante diferencia de matiz fue lo que llevó a Leonor a cambiar a su monarca capeto por el angevino. Pero había una razón más: esta vez Leonor sí se había enamorado del joven Enrique, futuro rey de Inglaterra.
Lo cierto es que ambos eran tal para cual. Si Leonor era sagaz, autoritaria, amante de la política y tremendamente ambiciosa, Enrique no le iba a la zaga. Leonor había encontrado la horma de su zapato y la relación no iba a estar exenta de discusiones y encontronazos.
Al principio todo fue viento en popa. Si Leonor había manifestado en su anterior matrimonio que se había casado con un monje y no con un hombre, no pudo decir lo mismo de Enrique, con quien tuvo ocho hijos. Los primeros años uno y otro compartieron el poder y Enrique incluso se dejó aconsejar por su esposa, aunque, muy consciente de su papel, jamás le entregó el verdadero poder. Aunque ella se ganó el respeto de sus súbditos. En aquella época, las costumbres feudales exigían que todo buen rey recorriera sus dominios para impartir justicia, dirimir rencillas y combatir. Y Leonor lo hizo. Fue una mujer dura, valiente, que no se amilanó jamás y que no dudó en cabalgar constantemente por su territorio. Es de suponer, por tanto, que esto aumentó su leyenda, no sólo de bella e inteligente, sino de combativa e infatigable tanto o más que su poderoso esposo.
Los rumores de escarceos amorosos que tanto se escucharon en la corte francesa cuando Leonor estaba casada con Luis VII no se repitieron. Aunque parece que tuvo un romance con el trovador Bernard de Ventadoru, a quien Enrique II hizo alejar de la corte, esta vez fue el rey, que jamás había estado enamorado de Leonor, quien exhibió públicamente su adulterio con una dama conocida como La bella Rosamunda.
Durante 16 años deambuló de fortaleza en fortaleza, prisionera de su marido Enrique II, sin que ninguno de sus hijos se acordara de ella
A partir de entonces Leonor, apartada de las decisiones políticas, se retiró a su adorado Poitiers muerta de celos. Desde allí atrajo a los mejores poetas y músicos de la época. Su corte ya de por sí refinada gracias a su carácter de frontera ligüística del mundo francés y occitano y a sus buenas relaciones con Normandía, Bretaña e Inglaterra, fue un foco cultural de primer orden. Y lo hizo en compañía de su hijo preferido, Ricardo Corazón de León, María de Francia, autora de los Lais, y de su hija María, que había tenido con Luis VII. Aquella fue una atmósfera refinada que influyó decisivamente en toda la literatura del siglo XII y fue también el primer núcleo feminista en el que las mujeres buscaron defender su diezmada libertad.
El deseo de equiparar a los hombres preocupaba a Leonor y ésta se vengó a su manera inspirando el fino amor, el amor literario de los trovadores. Pero entre poema y poema Leonor también tuvo tiempo de urdir una venganza, un maquiavélico plan contra su esposo, que consistía en enfrentar a sus cuatro hijos varones (Enrique, Ricardo, Godofredo y Juan), tan ambiciosos como ella, contra su padre. No tuvo suerte, Enrique II la descubrió y la encerró. Desde entonces y a lo largo de 16 años, Leonor deambuló prisionera de fortaleza en fortaleza sin que ninguno de sus hijos se acordara de ella.
La libertad le llegó con la muerte de su esposo en 1189. Este, enfermo y traicionado, tuvo que enfrentarse solo a la elección de su heredero. Y no lo tuvo fácil. Enrique II debía decidir entre la razón -otorgar el poder a Ricardo Corazón de León (a quien le correspondía el trono tras la muerte del primogénito Enrique)-, y los dictados de su corazón, que querían dar el poder a Juan Sin Tierra, su ojo derecho a pesar de su crueldad y su locura. Finalmente, pudo la cordura y Ricardo I se sentó en el trono. A su lado siempre estuvo Leonor que, ahora sí, iba a tomar las riendas de la historia, a ser reina indiscutible a sus 67 años.
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