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Lo repugnante

«Me cuesta digerir que, existiendo aún causas pendientes en los tribunales contra miembros de la banda, haya líderes que insistan en que ETA es cosa del pasado»

Escucho a la ministra Irene Montero calificar de repugnante que el Partido Popular hable de ETA porque «nadie debería usar en campaña el dolor de las víctimas». Horas antes calificaba de normalidad que Bildu elija a los candidatos para sus listas electorales que considere «oportunos», a pesar de que entre éstos se encuentren 44 condenados por pertenencia a la banda terrorista, de los cuales siete lo fueron por asesinato.

Es difícil que unas pocas palabras condensen tanta ignominia y cinismo, considerando que vienen de alguien que ha cimentado su carrera política en la politización del dolor: el de las familias desahuciadas, el de las víctimas del maltrato, el de las mujeres violadas o el de los homosexuales agredidos. La instrumentalización partidista de la miseria es consustancial a la forma de hacer política de la ministra de Igualdad y del partido político al que pertenece. No está de más recordar las palabras que en 2016 pronunció el que fuera fundador de Podemos, vicepresidente del Gobierno y progenitor no gestante de sus hijos, Pablo Iglesias Turrión: «Nada hay más ideológico que politizar el dolor. Y eso es hablar de desahucios, de camas de hospital que faltan… Eso es hablar de política».

Creo que a estas alturas ya tenemos claro que el único dolor que esta gente admite politizar es aquel que coadyuva la construcción de su relato. Hay otros dolores que deben ser relegados, postergados, por más tangibles y evidentes que sean: el de las personas privadas de su vivienda por un okupa, el de los padres alejados de sus hijos por denuncias instrumentales o el de los inocentes estigmatizados sin juicio ni sentencia. Unos lo llaman doble rasero, otros lo identifican con ley del embudo: «Lo estrecho para otros, lo ancho para uno». Pero en realidad no es más que la exhibición descarada de una impúdica hemiplejia moral autoinfligida.

«Quienes politizan el dolor de las víctimas son quienes apretaron el gatillo o detonaron la bomba en nombre de la política»

Porque quienes politizan el dolor de las víctimas del terrorismo no son los que condenan la incorporación de sus verdugos a unas listas electorales, sino quienes apretaron el gatillo o detonaron la bomba derramando sangre inocente en nombre de la política. Los asesinados por ETA superan los 800, de los que más de 300 se encuentran todavía sin resolver. Guardias Civiles, periodistas, policías, políticos, catedráticos, fiscales, ciudadanos de a pie y niños: el punto de mira de los asesinos no hacía distingos, sembraban el terror de forma transversal. Uno de los ejecutores premiados por Bildu con un puesto en sus listas es Juan Ramón Rojo, que asesinó a Francisco Gil Mendoza de 14 disparos. Se jugó a cara o cruz con otro etarra ser el autor de los disparos porque ambos tenían «ganas de hacerlo». Ahora Bildu lo ha premiado con un puesto en las listas para el Ayuntamiento de Irún a pesar de que ni él, ni los seis condenados por asesinato restantes, han mostrado públicamente arrepentimiento.

Entenderán que escriba estas líneas desde la náusea. Me cuesta digerir que, existiendo aún causas pendientes en nuestros tribunales contra miembros de la banda, haya una parte de nuestros dirigentes y de sus serviles votantes que insistan en convencernos de que ETA es cosa del pasado. La memoria democrática que exhiben para el franquismo es pisoteada cuando se trata del terrorismo, porque ambos fenómenos los abordan únicamente en clave de poder. Creo que a estas alturas no es aventurado afirmar que Sánchez nombraría a Francisco Franco su vicepresidente primero si de ello dependiera mantenerse en el Gobierno. Porque igual de repugnantes que las palabras de la ministra de Igualdad son las justificaciones, las excusas o los silencios de los socialistas que alcanzaron la Moncloa asegurando a los españoles que «con Bildu no se acuerda nada». Que nos hayamos acostumbrado a las mentiras de Sánchez no significa que tengamos que normalizarlas ni soslayarlas.

No es más despreciable el hombre que carece de principios morales que el que los destierra para satisfacer sus ambiciones. Por eso la cuestión no debería girar en torno a si los socialistas abominan del terrorismo etarra, sino si están dispuestos a renunciar al poder en la medida en que éste dependa del apoyo de un partido que integra en sus filas a miembros condenados de la banda. Y la respuesta a esta pregunta es que no hay precio que no estén dispuestos a pagar para garantizarse la gobernabilidad. Teniendo claro, pues, que éste es el punto de partida, no hemos de olvidar la parte de responsabilidad que nos es atribuible en nuestra condición de electores. Deberíamos cuidarnos de quienes, o bien carecen de conciencia, o bien la silencian. Escuchemos a la nuestra para que el seguidismo político no nos lleve a abrazar la indignidad.

 

 

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