López Obrador no puede dejar que México se aísle
CIUDAD DE MÉXICO — El gobierno de Andrés Manuel López Obrador, que entrará en funciones en México en diciembre de este año, enfrentará un escenario tenso y fragmentario en América Latina. La política exterior del nuevo presidente mexicano estará marcada por el ascenso de una nueva derecha conservadora en Suramérica y la deriva autoritaria y represiva de una parte de la izquierda en Venezuela y Nicaragua. Se trata de un contexto polarizado en el que el liderazgo regional de México será indispensable.
En buena medida, López Obrador llegó al poder porque la izquierda mexicana asimiló los valores democráticos. Por lo mismo, imponer a su diplomacia la camisa de fuerza del viejo nacionalismo no solo es incongruente, sino dañino para el interés de México. Una estrategia diplomática como la mexicana, consciente de su vocación latinoamericanista y a la vez comprometida con el vínculo bilateral con Estados Unidos, no debe cerrar los ojos al ascenso de los nuevos autoritarismos de izquierda o derecha en la región. Hacerlo equivaldría a recaer en el divorcio entre soberanía y democracia y regresar al ambiente polarizado de la Guerra Fría.
Durante su campaña electoral, López Obrador le imprimió un tono impreciso a su futura política exterior. Por un lado, planteaba una vuelta a los principios de no intervención y autodeterminación de los pueblos y, por el otro, reiteraba que la “mejor política exterior era la interna”. El mensaje que trasmitían estas frases era que la estrategia diplomática de su gobierno intentaría un regreso a la política exterior mexicana del Partido Revolucionario Institucional (PRI) durante las décadas de los setenta y ochenta. Y lo único que parecía conservar de la diplomacia de los últimos tres gobiernos serían dos prioridades: el tratado comercial con América del Norte y una agenda favorable a la seguridad migratoria y fronteriza. En las conversaciones telefónicas entre AMLO y Trump en los últimos meses, esos han sido los dos temas centrales y casi exclusivos.
Hasta ahora, la hipotética “vuelta” a una diplomacia de no intervención se basa a las declaraciones de su próximo secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, quien ha repetido que “lo que va a guiar la política exterior de México […] son los principios constitucionales de autodeterminación de los pueblos”. Es curioso, sin embargo, que López Obrador y Ebrard, quienes conocen muy bien la historia del PRI —un partido en el que ambos militaron de jóvenes—, asocien la política exterior del México de los setenta y ochenta con el retraimiento o el aislacionismo. Es una concepción equivocada.
En esos años de apogeo del nacionalismo revolucionario, México desplegó una política exterior muy activa en América Latina: respaldó el Movimiento de los No Alineados durante la Guerra Fría, impulsó la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados en las Naciones Unidas, recibió a miles de exiliados de las dictaduras militares del Cono Sur, respaldó a Salvador Allende en Chile, a Fidel Castro en Cuba, a Omar Torrijos en Panamá y a los sandinistas en Nicaragua y contribuyó a negociar la paz en Centroamérica por medio del Grupo Contadora.
Por lo tanto, si es fiel a esa tradición, López Obrador podría optar por participar en los debates regionales sobre las grandes crisis del continente. Sería una buena noticia: en este comienzo de siglo, América Latina es la región más violenta del mundo y hoy vive crisis políticas y humanitarias. Si decide involucrarse, sin embargo, se enfrentará a un momento hostil: existe un profundo desgaste de los foros y alianzas latinoamericanos causado por la fractura en torno a Venezuela y Nicaragua.
El año pasado, la imposición en Venezuela de la Asamblea Nacional Constituyente, un poder legislativo que anuló de hecho las potestades del parlamento legítimo y facilitó la reelección de Nicolás Maduro, divide a la comunidad regional, incluso a la izquierda.
La recuperación política de la derecha en los últimos años, con los triunfos electorales de Mauricio Macri en Argentina, Sebastián Piñera en Chile e Iván Duque en Colombia, que podría lograr su impulso definitivo con la llegada de Jair Bolsonaro a la presidencia de Brasil, complicará aún más el entramado regional. Si esa derecha —que especialmente en Brasil es más neoconservadora o antiprogresista que neoliberal— logra hacer alianza con el presidente estadounidense, Donald Trump, y dictarle al gobierno estadounidense una agenda latinoamericana, el papel de México en la región podría verse doblemente amenazado: como socio de Estados Unidos y como agente de equilibrio en América Latina.
Con el efecto de contrapeso a una hegemonía continental de la derecha se corre el riesgo de que López Obrador quiera abandonar su identidad de izquierda democrática y termine por hacerle juego al polo bolivariano. Por eso será crucial que su nuevo gobierno fije una postura clara y firme sobre las crisis de Venezuela y Nicaragua y que no abandone las gestiones diplomáticas que México ha seguido en los últimos años desde el Grupo de Lima, la OEA y la ONU.
Si se abandonan bruscamente esas iniciativas, México perderá capital diplomático en la región y podría permanecer aislado o, en el peor de los casos, alineado al polo bolivariano. No sería acertado que el gobierno de López Obrador optara por este giro geopolítico: no obtendría ninguna ventaja a ojos de la comunidad internacional ni tampoco en México. La buena relación de los gobiernos mexicanos con Castro o los sandinistas fue una estrategia utilizada, de Luis Echeverría a Carlos Salinas, para contener la presión de la izquierda mexicana. Ahora eso no será necesario porque la izquierda está en el poder.
López Obrador, como un mandatario de la izquierda democrática, debe ser el contrapeso diplomático e ideológico de la derecha continental más anacrónica y reaccionaria, pero sin dejar de denunciar los desbordes autoritarios de las izquierdas igual de radicales. En el caso de que se conforme un bloque de derecha latinoamericana en alianza con Estados Unidos es muy probable que se decida incrementar la presión sobre los regímenes de la izquierda antidemocrática —especialmente Venezuela y Nicaragua—, al punto de contemplar “intervenciones humanitarias”. En ese escenario, México seguramente se opondrá. Pero esa oposición, plenamente justificada desde la tradición diplomática mexicana, tendría que adoptar un posicionamiento crítico sobre el evidente despotismo de Maduro y Ortega.
Cuando López Obrador llegue a la presidencia, dos de los países americanos más grandes, Estados Unidos y Brasil, podrían estar encabezados por políticos abiertamente racistas, misóginos, homófobos y chovinistas. Por lo mismo, su gobierno tendrá que anteponer el interés nacional a cualquier tentación ideológica que arriesgue las ventajas de México como frontera entre las dos Américas. Pero tampoco podrá desentenderse de las circunstancias que pongan en juego la soberanía y la democracia de sus vecinos. Desde hace décadas, en América Latina, están en riesgo tanto las soberanías como las democracias. Ambas merecen la misma voluntad de protección y desarrollo.