Los días de Cristina en Cuba
Las decisiones de política exterior, sobre todo en la crisis de Venezuela, parecen muy condicionadas por la composición del Frente de Todos.
La Argentina está en una encrucijada de su política exterior. Como nunca antes en democracia, esa cuestión permite traslucir las contradicciones objetivas dentro de la coalición gobernante. Se conocen, pero todavía no se derraman en la superficie pública. Las sorpresas y los efectos del mundo globalizado plantean un desafío inesperado a Alberto y Cristina Fernández.
Hasta ahora el binomio presidencial viene funcionando, dentro de la crisis profunda que heredaron, en cierta zona de confort político. Alberto está enfrascado en tratar de hallarle una salida al pantano económico. Cristina y sus fieles no se meten. Ella sigue diseñando su sistema de poder que amarra sobre todo en la Justicia y organismos vinculados. Además, en lugares de cajas frondosas que cede con encomio a La Cámpora.
El recrudecimiento de la grave situación en Venezuela y la escalada de tensión y violencia entre Estados Unidos e Irán abrieron un abanico de problemas que los Fernández no esperaban con tanta prontitud. Aunque parezca exagerado, por su mínima incidencia internacional y posición geográfica, la Argentina se ve involucrada en la totalidad del panorama mundial convulsionado. Con ramificaciones. La situación frente al régimen de Nicolás Maduro irradia sobre los vínculos con Washington, Teherán y Cuba. También, por supuesto, en torno al principal vecino y socio comercial, Brasil.
Los movimientos del Gobierno han sido hasta ahora, en especial por la realidad venezolana, de una ambivalencia ostensible. Condicionados antes, tal vez, por la necesidad de no desequilibrar el Frente de Todos que de ir construyendo alguna huella firme en materia de política exterior. Se puede repasar la sucesión de hechos que lo explican. Felipe Solá, el Canciller, calificó de “inadmisible” el intento inicial de Maduro de impedir la asunción de Juan Guaidó como presidente de la Asamblea Nacional.
Cuando el otro hombre fuerte del régimen, Diosdado Cabello, lanzó una advertencia (“no necesitamos de la Argentina”, afirmó) el Gobierno resolvió cancelar las credenciales a Elisa Trotta, la representante de Guaidó que había sido reconocida por Mauricio Macri. Un gesto simbólico porque no se trata de una embajadora. Es una simple representante política, emergente de la crisis institucional en Venezuela.
Hubo más: Solá criticó el intento de Maduro pero decidió no avalar un documento similar del Grupo de Lima ─que la Argentina integra por decisión de Macri y se mantiene por sugerencia de Washington─ porque definió al país caribeño como una dictadura. Una palabra que, referida a Caracas y La Habana, nunca cabe en el léxico de Cristina y del kirchnerismo que arrastra.
Aquí, el capítulo de Cuba ocupa un lugar trascendente. Es un aliado clave de Venezuela con una relación estrecha sellada desde 1994 por Hugo Chávez y Fidel Castro. La puerta franca es sostenida por Maduro. Miles de agentes cubanos participan en la estructura del régimen en inteligencia, Fuerzas Armadas, salud y economía. El lazo es inalterable pese a que Caracas, debido a su decadencia, disminuyó en forma sensible el envío de barriles de petróleo a La Habana. El reflejo son los permanentes apagones y las dificultades del transporte.
Cristina realizó en un año, con la que acaba de finalizar hoy, ocho visitas a Cuba. Posee razones más que fundadas: su hija Florencia está en tratamiento en la isla desde hace casi un año por una compleja enfermedad psicológica y orgánica. Fuentes diplomáticas habían deslizado hace semanas sobre la existencia de una leve mejoría en la paciente. Ratificaron dicho diagnóstico en los últimos días, mientras la vicepresidenta estaba en La Habana. Incluso arriesgaron la posibilidad de un regreso al país en un mediano plazo. Si se mantiene aquel progreso y se disipan los nubarrones judiciales en nuestro país. Cristina, junto a Florencia y Máximo Kirchner, el diputado, tienen un procesamiento en dos causas por sospecha de lavado de dinero: Hotesur y Los Sauces.
Alberto Fernández define su política internacional (EFE/ Juan Ignacio Roncoroni)
Cristina, por consejo médico y características del tratamiento, no tendría contacto a diario con su hija. El resto de sus actividades permanecen casi blindadas por las seguridades que le brinda el régimen cubano. Ni el embajador argentino sabe demasiado pese a la afinidad política con la vicepresidenta. Se trata de Javier Figueroa, diplomático de carrera que, como paradoja, fue designado en la capital cubana por Jorge Faurie, el ex canciller de Macri. Es cierto que entre 2010-12 había cumplido actividades en otros rangos de la misma sede. El macrismo consideró la utilidad política de sostenerlo.
Cristina suele tener conversaciones con Raúl Castro, el emblema viviente del régimen. También con el nuevo presidente, Miguel Díaz Canel, a quien se le dispensó un gran trato durante la asunción de Alberto. En su agenda figura a veces Bruno Rodríguez Padilla, el Canciller. Tuvo en septiembre del año pasado una reunión con el ex mandatario ecuatoriano, Rafael Correa, de visita circunstancial en la isla. No hay constancia que alguna vez se haya cruzado con Maduro. El heredero de Chávez alterna visitas oficiales a Cuba y otras mantenidas en secreto con frecuencia.
A Cristina se la observa viajar con una custodia mínima cada vez que sale del país. No necesita más. De su privacidad y garantía personal se encargan en Cuba oficiales del Departamento de Seguridad del Estado (DSE). Organismo que también suele ocuparse de tareas de contrainteligencia interna. La vicepresidenta recibe un trato similar al de jefe de Estado.
Cuba no sólo remite a la crisis en Venezuela. También a Irán, sumida en un pleito verbal y bélico con Washington. Los lazos estrechos entre La Habana y Teherán son muy anteriores a los que el chavismo estableció con la República Islámica. Sus programas de cooperación incluyen casi todos los rubros. Pero Caracas viene avanzando a mayor velocidad. En noviembre del año pasado suscribió un acuerdo en “nanotecnología (experimentos con átomos y moléculas), educación, biotecnología e ingeniería”. Así presentados dirían poco. Según Washington, fortalecería un pacto militar e industrial que podría afectar la seguridad en la región. Ayudaría a que el grupo terrorista iraní Hezbollah, por caso, pudiera tener asentamiento móvil en el territorio.
El fantasma de Irán perfora irremediablemente la política nacional. Sobre todo cuando despunta a menos de una semana el quinto aniversario de la muerte del fiscal Alberto Nisman. El mismo que investigó el Memorándum de Entendimiento que Cristina rubricó con Teherán por el atentado en la AMIA que arrojó 85 muertos. Al ambiente lo enturbia ahora la difusión de un documental que reaviva íntegramente las dudas acerca de si Nisman fue asesinado o se mató.
También repone interrogantes sobre los motivos todavía inexplicables que condujeron a la ex presidenta a arriesgarse a aquel pacto. Alberto pugna por hacerle un favor a la vicepresidenta. Trata de invalidar la pericia realizada por expertos en Gendarmería que determinó que el fiscal habría resultado ejecutado, al menos, por dos personas. Pero Mohsen Rabbani, el principal acusado del ataque a la AMIA, insistió con la idea del crimen. Y defendió el pacto firmado por la expresidenta. Vergüenza y escándalo.
El Presidente avanza, en ese terreno, a contramano de la opinión de Estados Unidos. Convencido de la responsabilidad iraní en el atentado a la AMIA. La correspondencia con lo que le sucedió al fiscal sería automática. Existe otro problema respecto de Teherán y el terrorismo. Jair Bolsonaro se pronunció de manera desbordada y tajante acerca de la matanza que el gobierno de Donald Trump hizo del principal militar iraní, comandante Qasem Soleimani.
Los frecuentes extremismos de Bolsonaro constituyen otro obstáculo para Alberto. No comparte, por convicción, sus opiniones. Tampoco tiene margen interno ─el que le concede el kirchnerismo─ para intentar jugar a media agua. Como acostumbra a hacerlo con Washington. De allí la decisión de emergencia de trabajar con un aliado que está distante de la región. El México que conduce Andrés Manuel López Obrador.
El país azteca le sirve de plataforma para tener una compañía importante frente a los desafíos que plantean los efectos del mundo globalizado. Pero difícilmente México pueda convertirse en un sustituto comercial de Brasil. Vale un ejemplo. Solá estuvo negociando estos días la posibilidad de vender cupos de carne a los mexicanos. Le solicitaron a cambio la apertura del mercado de autos. Se trata de la columna vertebral que sostiene el intercambio con Brasilia. Amparado por el Mercosur. El Gobierno no podría hacerlo sin provocar otro estallido de Bolsonaro, que manifiesta más voluntad de emigrar que de quedarse en el bloque regional.
Las limitaciones exteriores de Alberto están a la vista en otro registro. Halló una buena excusa, la emergencia interna, para no tener que definir su primera excursión como presidente al exterior. Deberían ser, por lógica, Washington o Brasilia. Pero ninguna calza por ahora en sus necesidades de política interna y exterior.
En la última semana recibió una buena noticia. Alejandro Werner, director del Hemisferio Occidental del Fondo Monetario Internacional (FMI), opinó que las primeras medidas económicas del Gobierno van en buena dirección. Por colocar como prioridad el equilibrio fiscal. Para el Presidente conseguir una razonable renegociación de la deuda es crucial hacia el futuro. La tarea se haría imposible sin el respaldo de Washington.
Por esa razón, seguramente, Alberto hizo una invocación casi vaticana para que EE.UU. e Irán pongan fin a su peligrosa escalada. A diferencia de las raciones de combustible que echaron las palabras de Bolsonaro. Un indicio de destreza y moderación presidencial.