Los límites de las encuestas
Un cartero entrega el voto por correo en un colegio electoral de L’Hospitalet de Llobregat (Barcelona) durante la jornada del 26-J. ALBERT GARCÍA
En estas elecciones, además de las encuestas fallamos los analistas. Entre todos —periodistas, politólogos, comentaristas— casi dimos por sentado un resultado, aunque sabíamos, ¡por experiencia!, que los sondeos ni son precisos ni son exactos.
Es evidente que las encuestas fallaron. Infraestimaron al Partido Popular y sobrestimaron a Unidos Podemos, que logró cuatro puntos menos de lo presagiado por los sondeos. En el debate público se dio el sorpasso casi por seguro, pero en realidad el sorpasso no se produjo.
Pero esos errores no debieron cogernos tan por sorpresa. En 2011, el PSOE mejoró los datos de las encuestas en dos o tres puntos. En 2014, Podemos entró en el Parlamento Europeo batiendo a los sondeos por cinco puntos y el PP se quedó siete por debajo. En 2015, Podemos obtuvo dos puntos menos de lo previsto en las elecciones andaluzas, y Ciudadanos tres más en las catalanas. Unos meses antes, Ada Colau batió a las encuestas por tres puntos y Manuela Carmena casi por diez.
Ocurre igual en otros países. El año pasado, en Reino Unido, las encuestas no vieron la distancia de seis puntos que había entre los dos grandes partidos. Hace dos semanas tampoco anticiparon que los británicos votarían por el Brexit.
Con este repaso no quiero decir que las encuestas sean un desastre, sino recordar que son un ejercicio de aproximación.
Quienes participamos del debate público no fallamos tanto por hacer malas predicciones del 26-J, sino por hacerlas demasiado rotundas. No transmitimos algo con la fuerza suficiente: la idea de incertidumbre.
Es una idea sencilla, pero escurridiza. Consiste en asumir que somos incapaces de responder con exactitud muchas preguntas. No sabemos anticipar perfectamente el rumbo de la economía o el futuro geopolítico de un continente. Tampoco es fácil predecir un resultado electoral.
Los sondeos pueden capturar grandes tendencias, como que el PP marchaba primero o que Ciudadanos ni desaparecía ni ganaba las elecciones —y aunque esos pronósticos parecen poca cosa, en un mundo sin encuestas serían una incógnita—. Los sondeos también pueden ofrecer predicciones probabilísticas, como hizo Nate Silver hace unos días, cuando estimó que Donald Trump tiene un 22% de probabilidades de ser elegido presidente de los Estados Unidos. Los sondeos, en definitiva, como los datos y la teoría, a veces pueden reducir la incertidumbre, pero nunca evaporarla.
Es un reto para el debate público comunicar esa incertidumbre. Las personas rechazamos la duda por naturaleza —seguramente por buenas y biológicas razones—. En nuestras cabezas actúan un montón de atajos cognitivos contra ella. Las explicaciones simplistas nos resultan más convincentes; y somos máquinas de conectar causas y efectos sin mucho fundamento. Además, tendemos al exceso de confianza: el 93% de los conductores estadounidenses piensa que conduce mejor que la mayoría.
Si el 26-J dimos por seguro el sorpasso, en parte fue porque caímos en una espiral de confianza.
Primero: exageramos el valor del consenso de encuestas. Imaginen una moneda imperfecta que cae en cara el 51% de las veces. Si antes de lanzarla preguntamos a cien expertos, los cien nos dirán que el resultado más probable es que salga cara. Pero la probabilidad de que salga cruz seguirá siendo del 49%.
Segundo: minoramos las alternativas. Según mis cálculos de antes de las elecciones (basados solo en las encuestas y sus errores históricos), el PSOE tenía un 28% de mantenerse segundo en escaños. Eso es mucho para ser ignorado.
Tercero: ¿y si se produjo un efecto cascada? La confianza en el sorpasso de algunos analistas alimentó la confianza de otros, y así sucesivamente. En el debate público, el eco puede hacer que una creencia se refuerce a sí misma.
El 26-J debimos estar más en guardia e insistir en que el resultado más probable ni se produce siempre ni es siempre muy probable. Debimos recordar también que no todos los consensos son firmes. Puede ocurrir que el consenso se equivoque, que los indecisos no caigan del lado del statu quo y Reino Unido se despierte sorprendido y fuera de la UE.
Si queremos cometer menos errores, tenemos que hacer predicciones menos rotundas. Y aunque es posible argumentar que las encuestas alimentan nuestro exceso de confianza, yo pienso lo contrario. Creo que necesitamos más datos y más teorías, porque como decía Montaigne, uno cree más firmemente en aquello que menos conoce.
Kiko Llaneras es ingeniero y analista de datos.