Los restos de Franco
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BARCELONA — Cuando murió, hace casi 43 años, el generalísimo Francisco Franco tenía a su lado la mano momificada de una monja. La monja —escritora y fundadora de conventos, mística exaltada— había muerto en 1582. Se llamaba Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada; después se bautizó como Teresa de Jesús, y así siguieron llamándola cuando la declararon santa. En estos cuatro siglos su mano incorrupta y adorada soportó variadas peripecias; ninguna tan dura como su requisa por los republicanos durante la Guerra Civil española; ninguna tan celebrada como su recuperación por la “Cruzada Nacional”. Tanto que Franco, su jefe, se la quedó y, muchos años después, le pidió su protección para morirse. Su muerte fue el principio de la España actual; ahora, esta España discute su cadáver.
Hay culturas donde ciertos muertos siguen muy vivos: la variante católica de eso que llamamos Occidente, con sus santos y sus reliquias y sus iglesias construidas para conservarlas, es un ejemplo claro. El cadáver de Francisco Franco se ha pasado estas décadas en un templo monstruoso que su régimen obligó a construir a sus prisioneros de guerra: la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, en las afueras de Madrid, es una gran fosa común donde yacen más de 33.000 cuerpos, tan mezclados en la construcción que no hay forma —dicen— de individualizarlos.
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El cadáver de Franco no tuvo ese problema: lo hizo enterrar frente al altar su heredero, el entonces rey Juan Carlos, al día siguiente de su coronación, y ninguno de los presidentes democráticos osó o quiso moverlo. Hasta que, la semana pasada, este gobierno imprevisto del socialista Pedro Sánchez promulgó un decreto-ley para sacar sus restos de esa tumba de Estado. Y entonces la sombra del dictador volvió a ensañarse con España.
Su vida y su obra y sus asesinatos volvieron a la escena. Unos 700 militares —mayormente retirados— firmaron una carta defendiéndolo y un general Manuel Fernández-Monzón, exjefe de la policía municipal madrileña bajo el Partido Popular, recorrió las televisiones explicando que su sublevación de 1936 fue necesaria porque los rojos amenazaban con instalar el comunismo. Las asociaciones por la Memoria Histórica recordaron sus más de 100.000 víctimas. El Partido Popular dijo que “este asunto (la exhumación) no va con la España de 2018 ni con el Partido Popular”; el partido Ciudadanos, que “no es urgente”; la Iglesia católica, que “acatará el mandato legal”. Y Pedro Sánchez, este martes, en un avión entre Chile y Bolivia, que la cuestión está resultando “más compleja” que lo que había imaginado.
Se discute por qué el Partido Socialista (PSOE), tras gobernar España veinte años de los últimos cuarenta, se acuerda ahora de transplantar ese cadáver. Algunos dicen que quiere dar un golpe de efecto: que, con un apoyo parlamentario muy débil, no puede tomar medidas estructurales y debe intentar estas movidas. Otros suponen que está cumpliendo con un reclamo de otras fuerzas de izquierda, con las que ahora debe aliarse. No queda claro si, más allá del símbolo, tienen alguna intención de revisar lo simbolizado.
Los restos de Franco no son solo sus huesos en una tumba benedictina. Se ha hablado tanto de la transición hispana hacia la democracia como un éxito institucional modélico; se ha hablado muy poco del modelo económico y social que esa transición mantuvo y que fue el que Franco y los suyos organizaron durante sus cuarenta años de poder. Y muy poco, también, de la monarquía que Franco instaló para sucederlo. Un tuit que circula en estos días resulta, de puro impertinente, pertinente: sobre un retrato del rey actual, Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos de Borbón y Grecia, con ceño adusto y uniforme militar, el título dice “Exclusiva: fotografía de los restos de Franco”.
Pero la monarquía es un tabú: en todos estos años nadie se atrevió a debatirla. Últimamente se ha impuesto la política del avestruz: el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), encuestadora que depende de la Presidencia del Gobierno, lleva tres años sin hacer la pregunta con que medía la opinión de los ciudadanos sobre la monarquía y el monarca. Y los partidos evitan con esmero meterse con el tema.
Hasta que, hace unos días, la dirección de Unidos Podemos —el aliado que los socialistas necesitan para aprobar sus leyes en el Parlamento— hizo saber que pediría la comparecencia del “rey emérito” Juan Carlos para preguntarle por ciertos negocios oscuros que revelaron, antes del verano, unos audios de su “amiga especial”, la alemana Corinna zu Sayn-Wittgenstein.
Sería absolutamente inédito que el rey o exrey o todavía algo rey y sin dudas padre del rey tuviera que dar explicaciones como cualquier ciudadano. Y que sus actos y su condición puedan ser revisados: solo la corrupción podía conseguirlo.
Que un señor haya sido nombrado por un dictador para ser jefe de Estado inamovible y hereditario, que un señor tenga todo tipo de privilegios de cuna en una sociedad donde nadie debería tenerlos es materia opinable. Algunos pueden estar en contra, otros a favor. Y, con gran coherencia, los que están en contra prefieren no discutirlo para no ponerse en contra a los que están a favor. En cambio, si ese señor cobró sobornos de un país o una corporación para favorecerlos, su infracción sería indiscutible.
Para eso sirve, entre otras cosas, la corrupción: frente a la desorientación política contemporánea, ofrece líneas claras, límites precisos. Ya no se trata de debatir si es justo que alguien sea jefe de un Estado porque es hijo de su papá, o si un punto menos en el presupuesto de salud deja a millones sin atención médica, o quién debe aportar esos dineros; los hechos de corrupción son delitos tipificados por la ley, que no dependen de las opiniones de cada quien, que producen —se supone— un acuerdo inmediato e incuestionable. Y, así, están sirviendo para encauzar la política en la mayoría de nuestros países.
Así fue como el PSOE accedió al gobierno en España; así, como el Partido de los Trabajadores lo perdió en Brasil y el PRI en México; así, como el kirchnerismo quedó groggy en la Argentina. La corrupción se ha transformado en el actor político decisivo: se reduce el debate a una cuestión policial, se insiste en que “no es de izquierda ni de derecha” y que “no tiene ideología”, como si lanzarse a ganar mucho dinero haciendo trampas no fuera una decisión ideológica profunda.
Pero su fuerza tiene un flanco débil: en las crisis económicas como la que —casi siempre— sacude a la Argentina, por ejemplo, muchos ciudadanos dejan de pensar que la corrupción es lo peor. Allí, en medio de las revelaciones más espectaculares de la corruptela kirchnerista, una encuesta lo planteó en los términos más crudos: “¿Preferiría que termine la corrupción o que mejore la situación económica?”. El 51 por ciento eligió el fin de la corrupción; el 46, la mejora económica. En general, preferían la mejora económica los votantes más pobres —los más afectados por la crisis—. Con lo cual la pelea contra la corrupción se transformaría, en ciertos casos, en otro privilegio de los prósperos.
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Es un problema. Para que la corrupción termine de ocupar el centro absoluto de la escena deben convencernos de que es la causa de esas dificultades económicas. Ya lo intentan. Empiezan a aparecer cifras, siempre muy hipotéticas, que tratan de mostrarlo. Y el presidente argentino, Mauricio Macri, lo dijo en Tucumán, con su oratoria escueta: “Toda la plata de la corrupción explica las cosas que nos faltan”. Si esa idea se impusiera, no solo podríamos prescindir de las opciones políticas; tampoco sería necesario discutir el orden económico, porque la corruptela también explicaría la pobreza y sus efectos.
A veces las causas más legítimas se usan para ocultar otras. A veces tratan de convencernos de que los restos de un dictador son solo un paquete de huesos. A veces, de que la razón del fracaso de un orden social son sus errores, sus excesos, sus delitos. En nuestras sociedades, injustas, desiguales, la corrupción es un problema grave; suponer que es el problema principal es la mejor manera de no solucionar los más estructurales.