Lula: lecciones de la caída de un ídolo
El complicado proceso brasileño en curso podría considerarse como el dolor de parto necesario para alcanzar un orden republicano más auténtico: habrá inestabilidad y conflictos cruzados durante un tiempo, probablemente el celo de los jueces no ayude a que la salida de la crisis económica se abrevie, seguramente los empresarios y políticos tardarán en entender a qué reglas someterse, ahora que las costumbres colusivas de siempre dejaron de brindar cobijo y seguridad. Pero dentro de unos años tal vez pueda verse el momento actual como un punto de quiebre mucho más positivo que el que hoy vemos en el proceso de fortalecimiento institucional.
Los sudamericanos hispanohablantes nos hemos pasado los últimos 30 o 40 años esperando que Brasil finalmente cumpla su destino de potencia regional y actúe como locomotora del desarrollo de sus vecinos. En los 2000 pareció que la promesa se estaba cumpliendo, pero desde hace un tiempo que esa ilusión se pinchó.
Por su parte, a lo largo de la última década los progresistas de la región depositaron sus esperanzas en un proceso de inclusión social y ampliación de las clases medias que, de nuevo, tuvo en Brasil su ejemplo más potente y prometedor. Apostando a que abriera el camino de un cambio largamente postergado, el que alguna vez va a permitir que la región deje de ser la máxima expresión mundial de la desigualdad y la inestabilidad, para por fin anotarse al club de las democracias consolidadas e inclusivas. Aunque sabemos que bastó que cayeran los precios de nuestras commodities para que ese celebrado proceso de inclusión no sólo se interrumpiera sino que empezara a revertirse.
Lula Da Silva fue la mejor expresión de ambas promesas. Y por ello su caída en desgracia puede ser doblemente traumática para nuestros sistemas políticos y climas de opinión colectiva. Más que la muerte de Hugo Chávez y la crisis venezolana, o que la salida de los Kirchner del poder.
Y no sólo para la izquierda. Esta seguramente está inclinada a lamentar lo que sucede por mera solidaridad de facción, independientemente de la culpabilidad o no del expresidente brasileño en el «Lava-Jato» y otros casos de corrupción, y de que a la larga la investigación en su contra pueda fortalecer el gobierno de la ley. Pero más allá de cómo se reaccione en este sector, de que las acusaciones puedan o no comprobarse, y de que el PT resulte más o menos afectado por ellas, no puede decirse que sea bueno para los latinoamericanos en general que la mejor expresión de nuestras esperanzas compartidas termine enchastrada por todo este escándalo, encima en medio de un fenomenal descalabro de la mayor economía de la región.
Cabe preguntarse de todos modos: ¿de la caída en desgracia de Lula se seguirán sólo frustraciones y desilusión, o con el tiempo pesarán más los efectos positivos?.
En caso de suceder esto último, aunque Brasil no haya cumplido la promesa de ser locomotora sostenida para el desarrollo regional, ni haya podido ser guía eficaz de una más perdurable inclusión social, podría sí contribuir, a su pesar, mostrando el camino para hacer efectivas la independencia de la Justicia y la igualdad ante la ley.
Al respecto es importante destacar un hecho que en ocasiones la prensa y los políticos de izquierda interesadamente desatienden: que los desvelos judiciales del expresidente que ellos más admiran han sido precedidos y provocados por el enjuiciamiento y en varios casos la prisión efectiva de varios de sus connacionales más acaudalados, algunos de ellos entre los más ricos y poderosos de toda la región.
Por eso cuando Lula dice que las acusaciones en su contra son fruto de una “venganza de las elites” no se entiende muy bien de qué habla: esas élites están tan o más aterradas que él ante la requisitoria de los jueces.
Esta triste e inesperada sintonía entre la suerte del liderazgo de Lula y la de los máximos representantes del capitalismo de amigos brasileño, se sabe, deriva de ciertos rasgos peculiares del sistema institucional y legal del vecino país, que se llevan muy mal con hábitos políticos y económicos que él tiene más en común con el resto de nuestros países. La autonomía y fortaleza de la judicatura, armada de una «ley del arrepentido» extremadamente eficaz para desmontar redes de corrupción, no podía si no entrar en colisión con el prolongado y pronunciado dominio político de una estructura partidaria que buscó comprometer en su reproducción a los dueños del capital, en una fórmula que Fernando Henrique Cardoso describió bien como “subperonismo”, aunque sería mejor decir que quiso ser un “supraperonismo”.
Visto así, el complicado proceso brasileño en curso podría considerarse como el dolor de parto necesario para alcanzar un orden republicano más auténtico: habrá inestabilidad y conflictos cruzados durante un tiempo, probablemente el celo de los jueces no ayude a que la salida de la crisis económica se abrevie, seguramente los empresarios y políticos tardarán en entender a qué reglas someterse, ahora que las costumbres colusivas de siempre dejaron de brindar cobijo y seguridad. Pero dentro de unos años tal vez pueda verse el momento actual como un punto de quiebre mucho más positivo que el que hoy vemos en el proceso de fortalecimiento institucional.
¿Puede generar este proceso un efecto imitación en otros países, por ejemplo en el nuestro? Se sabe que las prácticas corruptas entre nosotros son tan o más extendidas que en Brasil. Pero nosotros no tenemos ni judicatura independiente y eficaz, ni ley del arrepentido. Aunque existe una demanda social de mayor transparencia no nos hemos distinguido por estar dispuestos a invertir esfuerzos y recursos en conseguirla.
Como sea, lo cierto es que el manipulite brasileño cae en un buen momento para influir positivamente en la política nacional. Un nuevo gobierno que ha prometido sanear la vida pública tiene que lidiar con una oposición peronista desafiante al mismo tiempo que con la sospecha social de que está inclinado a «favorecer a los ricos», aunque los grandes empresarios se muestren muy poco dispuestos a cooperar con él. Se entiende por ello que esté impulsando una ley del arrepentido y que denuncie la corrupción como uno de los componentes más pesados de la herencia recibida.
¿Seguirá tan interesado en combatirla si empresarios y opositores le ofrecieran colaboración a cambio de impunidad? La actual inestabilidad brasileña podría entonces actuar como un disuasivo del curso reformista: ¿para qué replicar aquí semejante descalabro, si el público probablemente premiará más la estabilidad y el crecimiento, aunque sean conseguidos con instrumentos nada transparentes? Ojalá la república no se vuelva entonces un lujo demasiado caro y lejano por el que no valga la pena esforzarse, ni para nuestros gobernantes ni para los argentinos de a pie.