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Maduro y Milei se necesitan

Maduro y Milei creen haber encontrado, el uno en el otro, la negación antagónica que necesitan para justificarse a sí mismos y ante los demás

Imágenes del presidente de Argentina, Javier Milei (izq.), y el presidente de Venezuela Nicolás Maduro. Foto: EFE / Archivo

En la dialéctica hegeliana, también en la marxista, suele hablarse de la unidad de los contrarios. Quiere decir que existe una relación entre la afirmación con la negación. No puede haber una negación sin afirmación y no puede haber una afirmación sin su correspondiente negación. La afirmación produce su propia negación y, al producirla, la afirmación se afirma sobre sí misma.

La vida y la muerte son antagónicas, pero gracias a ese antagonismo, las cosas, entre ellas nosotros mismos, son. El día existe gracias a la noche y viceversa. Y en la vida política, la derecha existe gracias a la izquierda y viceversa. En cada cosa hay un sí y un no. La contradicción es una ley de la vida. De la vida política, también. No puede haber política sin contra-dicción lo que, en sentido literal significa, decir-en-contra.

Ahí donde la posibilidad de-decir-en-contra no existe, no hay política. Eso significa que autocracias, dictaduras, tiranías, no son Gobiernos políticos sino antipolíticos. Por esa razón, el día 28 de Julio de 2024, día en que Nicolás Maduro robó las elecciones a su propio pueblo, en un megafraude que no encuentra comparación histórica, se declaró, quiera o no quiera, como dictador, es decir, como el hombre que suprimió a la política. Esa dictadura, al afirmarse sobre la negación de la política construyó su propia negación, la que al oponerse (negar) a Maduro, busca su re-afirmación es decir, exige su derecho a elegir y, por lo mismo, a ser un pueblo político. La política en Venezuela solo la puede salvar la oposición. De la dictadura no se puede esperar nada. En sentido hegeliano, la negación de la dictadura, sería la negación de la negación.

La narrativa imposible

Hay que distinguir, en cualquier caso, que no todo antagonismo supone una negación total. Hay en ese sentido negaciones relativas y negaciones absolutas. Entre un Gobierno autoritario y una dictadura, por ejemplo, hay un antagonismo relativo; entre un Gobierno dictatorial y un Gobierno democrático, hay un antagonismo absoluto. Ese antagonismo absoluto, la negación de la democracia en todas sus formas, está representado actualmente por el gobierno de Maduro.

Hubo un tiempo en el que al nombrar la palabra dictador, en las primeras asociaciones aparecían nombres como Idi Amin, Kabila, Mugabe, Hussein, Gadafi, Kim Jong-Un. Y, en América Latina, sujetos como Trujillo, Somoza, los Castro, Videla, Pinochet. Hoy, la primera asociación que viene a la mente, no solo en América Latina, es el nombre de Maduro, salvo naturalmente para los regímenes dictatoriales que comanda Putin, o para despojos políticos como Podemos en España, o para Gobiernos de países con precaria cultura democrática como son Bolivia y Honduras. No existe en efecto ningún Gobierno democrático en el mundo que no repudie al régimen de Maduro. Las actas de votación que no ha mostrado, son las actas de violación, no de una democracia que no había, sino de la propia condición republicana de Venezuela.

Hay quienes piensan que a la dictadura de Maduro le da igual como la denominen en otros países, pues mientras controle al petróleo para negociar (o para chantajear) con otras naciones, el reconocimiento de regímenes autocráticos —sobre todo los dirigidos por las dictaduras de Rusia, Irán y China, y hacia lo interno: el apoyo incondicional de los generales venezolanos— tendrá cogida a la sartén por el mango. Pero no es tan simple. Maduro intuye quizás que, si bien hoy controla mediante la fuerza bruta la situación local, las condiciones internacionales pueden cambiar de un día a otro y Gobiernos que hoy le juran amistad no tendrían problemas para negociarlo (Venezuela podría ser una pieza en las negociaciones que alguna vez habrá entre Occidente y Rusia). Tal vez habrá captado que, vaya donde vaya (si es que puede salir de Venezuela más allá de Cuba) será catalogado como el ladrón que robó los votos a su pueblo. En fin, como hemos advertido en otros textos, Maduro ha perdido su legitimidad política. Quizás para siempre.

¿Cuánto tiempo logrará gobernar con un Ejército y con colaboradores cercanos que se espían unos a otros, desconfiando todos de todos? Para decirlo en los términos que utilizaba el mismo Hugo Chávez, “la de Nicolás fue una victoria pírrica”. Maduro está condenado a vivir sufriendo el mismo delirio persecutorio de todo dictador. Y al final, él mismo, con sus miedos crecientes, puede convertirse en su principal enemigo.

A fin de salir de ese atolladero que no lo dejará nunca gobernar con tranquilidad, Maduro ha hecho esfuerzos para otorgar a su perdida legitimidad de derecho, una legitimidad de hecho. Algo así como una razón superior que lo obligó, aún en contra de su voluntad, a delinquir. Como evidentemente ningún Gobierno de derecha o centro lo reconocerá si es que no muestra las actas de votación, ha intentado apelar a la comprensión de los Gobiernos de izquierda, especialmente a los de Colombia y Brasil. De este modo, cuando Maduro dice que Venezuela está amenazada por la “derecha fascista” interna y externa, acepta entre líneas que cometió el fraude, pero solo para impedir lo que a su juicio era un mal mayor. Así, el horrible robo de votos es reducido a un mal necesario para salvar a su país (estoy casi seguro que Maduro y su banda así lo piensan; más aún: así lo comentan entre ellos). El problema es que cualquier tonto sabe que en la oposición venezolana están representadas diversas tendencias ideológicas y que, si hubiera algunos fascistas, también los hay en las filas de Gobierno (basta escuchar un par de minutos a Diosdado Cabello para darse cuenta lo que hoy es un fascista).

Esas son las razones por las cuales, previendo que con la burda narrativa de “una derecha fascista” (en donde ubica hasta al presidente Boric de Chile) no avanzará mucho, Maduro ha buscado un oponente frente al cual su Gobierno representaría una alternativa continental. Un oponente, una negación radical de la afirmación que quiere representar, creyó encontrarlo Maduro en el Gobierno más temido y odiado por la izquierda continental: el presidente argentino Javier Milei.

Falsos enemigos

A primera vista podría pensarse que Maduro eligió bien a Milei como enemigo simbólico. Pese a que Venezuela no tiene ningún problema con Argentina, Milei representa todo lo que un izquierdista de hoy combate o cree combatir: el llamado neoliberalismo económico del cual Milei aparece como principal exponente latinoamericano.

Milei es una especie de Trump sureño. Sus relaciones con las ultraderechas fascistoides de Europa —al estilo de VOX, de los Hermanos de Italia y otras ultraderechas similares, casi todas apoyadas desde Rusia que a la vez apoya a Maduro— son óptimas. Sus programas antinflacionarios son drásticos y amenazan arrasar con todo el sector social del Estado, incluyendo la educación y la sanidad pública. Como todo defensor del ultraliberalismo supone Milei que el desarrollo económico debe pasar por una suerte de “acumulación originaria” que favorezca las bajas de ingreso a favor de la detención de la inflación, para lo que se requiere de un Estado políticamente y militarmente sólido. Puede ser ese uno de los motivos que explican sus comentarios positivos hacia las dictaduras militares argentinas del pasado. Milei en fin, no es (todavía) un gobernante autoritario, pero sus objetivos e ideales sí lo son.

Maduro pensó probablemente que si lograba perfilarse como el anti-Milei, lograría el apoyo de los Gobiernos de izquierda latinoamericanos, sobre todo los de Brasil, Colombia y México. Pero eso no ha ocurrido y probablemente nunca ocurrirá. Maduro no contaba con que el autodenominado libertario también había elegido a Maduro como blanco principal de sus diatribas. Efectivamente, Maduro es la caricatura de todo lo que Milei piensa que es y debe ser un socialista. Por eso, a través de Maduro, Milei imagina atacar a todas la izquierdas, incluyendo por supuesto, a la de su propio país.

Maduro y Milei creen haber encontrado, el uno en el otro, la negación antagónica que necesitan para justificarse a sí mismos y ante los demás. Dicho de modo breve, Milei necesita a Maduro como Maduro necesita a Milei. De ahí que, como si fueran dos gemelos políticos, ambos, casi al unísono, han llamado a las organizaciones internacionales a emitir orden de detención en contra del otro. Ahora bien, en esa competencia simbólica —a veces grotesca— fraguada entre ambos contrincantes ideológicos, Maduro solo puede perder. Hay por lo menos dos razones que explican su derrota frente a Milei.

La primera razón es elemental: Milei es un gobernante legal y legítimo. Maduro en cambio es un gobernante ilegal e ilegítimo. El primero llegó al Gobierno mediante una elección libre y soberana. El segundo intenta mantenerse en el Gobierno gracias a un, a estas alturas, inocultable fraude electoral. Más todavía, Milei es un líder de masas —su retórica histriónica se parece más a la del finado Chávez que a la que intenta sin éxito imitar Maduro—. A su manera Milei es un populista de derecha como también lo fue Perón en algunas ocasiones. Maduro en cambio no es líder de nada. El chavismo de masas ya no existe, de modo que ni siquiera a Maduro le da el ancho para ser definido como populista. Su poder reside en un Ejército que ilegalmente lo apuntala; y nada más.

La segunda razón es más importante: Milei, en su competencia con Maduro, cuenta con el apoyo de las derechas latinoamericanas. Maduro en cambio, está rompiendo con las izquierdas democráticas del continente. Un Gobierno de izquierda, el de Boric en Chile, ya no reconoce el resultado electoral fraguado por Maduro, es decir, no reconoce la legalidad de su triunfo. Los Gobiernos de Lula y Petro ya están en vías de no reconocerlo. El presidente colombiano ha sido en ese punto muy preciso. De visita en Nueva York para la Asamblea General de las Naciones Unidas, en una entrevista con CNN, declaró “Nosotros (Petro y Lula) quedamos en un punto, si no hay presentación de actas no hay reconocimiento”. Quiso decir: no habrá reconocimiento pues las actas demuestran la derrota de Maduro.

Por cierto, las izquierdas democráticas del continente no se pronuncian en contra de Maduro por razones altruistas. Hay en ese sentido un punto común que une a Boric, Lula y Petro. Ese punto es que los tres quieren ganar las próximas elecciones, lo que es lógico y natural. Y bien; para ganar elecciones, los tres necesitan no solo del apoyo de las izquierdas fanáticas, también el del centro político. Ahora, presentarse a los comicios electorales y aparecer, si no como defensor, como un conciliador frente a la tiranía de Maduro, sería esa la mejor vía para perder las elecciones. En otras palabras: Maduro, al declararse de izquierda (objetivamente no lo es: sus políticas con respecto al Estado social han sido más depredadoras que las del propio Milei) se ha convertido en un fardo imposible de ser arrastrado por cualquiera izquierda con pretensiones de poder.

Maduro, hay que concluir, no tiene recursos políticos, solo militares. Puede que entienda un día que el precio que ha debido pagar por violar a todas las instituciones, a todo lo que quedaba de democracia, a toda la soberanía popular, ha sido mucho más alto que el que hubiera debido pagar como jefe de una oposición social alineada en contra del Gobierno del que lo derrotó en las elecciones: el de Edmundo González Urrutia. Como oposición política al legítimo Gobierno de González, el chavismo, como movimiento social, podría haber renacido. Con su Gobierno ilegítimo, Maduro lo ha sepultado.

El antagonismo Maduro-Milei no existe más allá de la imaginación de Maduro y de Milei. El verdadero antagonismo que se da en la realidad es el que existe entre la democracia, en sus más diversas versiones, y la antidemocracia representada en estos momentos por el dictador Nicolás Maduro.

 

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