Manuel Puig y sus “ojos de Bette Davis”
Un día como hoy hace treinta años murió Manuel Puig en Cuernavaca. Si su evocación viene de la pluma memoriosa de Ricardo Bada, siempre será un goce recordar al autor argentino, como en las siguientes viñetas cargadas de franca ironía.
Tres veces en mi vida me encontré, y una me desencontré, con Manuel Puig. El primero de los encuentros fue en Fráncfort, y un par de días más tarde en Colonia, durante el otoño de 1970, yendo él en un grupo invitado por el ministerio alemán de AA.EE. y del que formaban parte García Márquez y Vargas Llosa, inseparables —¡eran otros tiempos!—, Miguel Ángel Asturias, Enrique Estrázulas, Manuel Arce, entre otros: allí y así los conocí personalmente a todos.
La segunda vez fue nuevamente en Fráncfort, 1976, durante la Feria del Libro que aquel año, por primera vez en su larga historia, estuvo dedicada a “América Latina, un continente por descubrir”, y que me tocó cubrir para la Radio Deutsche Welle, la emisora en cuya redacción en lengua castellana me estuve desempeñando 35 años.
Aquella Feria fue para mí extenuante. Eran nada menos que 21 pabellones nacionales, incluyendo una representación de la literatura hispánica en el gran vecino del Norte, y eran unas dos docenas de autores latinoamericanos de primera magnitud los que se hallaban presentes. La plana mayor —con excepción de García Márquez y Octavio Paz— y un par de planas menores estaban en Fráncfort esos días: desde Rulfo a Cortázar pasando por Vargas Llosa (quien inauguró la muestra con un discurso en inglés, acerca del cual apostillé irónico, pensando en la “Oda a Roosevelt”, de Rubén Darío: “Con mucha visión de futuro”).
Uno de los últimos días de la Feria regresaba exhausto al estudio, para dejar allá mis bártulos, y lo hice atravesando el pabellón de la editorial alemana Suhrkamp, abanderada de la difusión de América Latina en el mercado germánico. Y allí estaban sentados, departiendo, Manuel Puig, el brasileño Osman Lins y el peruano Manuel Scorza que me había negado una entrevista, pero entretanto ya manteníamos una buena amistad, cimentada a base de tragos y canapés en las docenas de cocteles que se alargaban hasta primeras horas de la madrugada.
Scorza me vio pasar, y al ver mi aspecto derrotado se apiadó de mí. “¿Vas cargando la grabadora, hermano?”, me preguntó. Le contesté que sí (de hecho mi espalda se inclinaba peligrosamente fuera de la línea de equilibrio después de ocho horas de apechugar con aquel armatoste Nagra, anterior a los casetes) y me dijo: “Y bueno, ¿no me querías hacer una entrevista? Esto es mucho mejor, te sientas acá, echas a andar la grabadora, y tienes un diálogo con tres escritores famosos de América Latina, ¿qué más quieres, dime, hermano?”
Dicho y hecho, y platicamos y grabé, y la grabación existe, está asequible en los archivos de la Radio Deutsche Welle, aunque no pienso citar acá nada de ella porque soy de un supersticioso subido, y se da la triste circunstancia de ser yo el único superviviente de aquella plática. Osman Lins murió inesperadamente sólo meses más tarde, el Manuel peruano en la catástrofe aérea de 1984 muy cerca de Madrid (donde también perecieron Marta Traba, Ángel Rama y Jorge Ibargüengoitia), y el Manuel argentino en Cuernavaca, hace ahora 30 años, como consecuencia desdichada de unas complicaciones postoperatorias. El siguiente en la lista soy yo, así que mejor es no meneallo. Sólo, eso sí, decir que no sólo soy supersticioso sino también fetichista, y conservo como oro en paño el papelito en que MP me escribió ese día su dirección, por si pasaba por Nueva York y quería llamarlo para encontrarnos y ver juntos alguna peli.
Luego vino un desencuentro, en junio de 1979, durante el primer Congreso de Escritores de la Lengua Española, en Las Palmas de Gran Canaria, lúdico evento al que bauticé como “Congreso Etílico del Idioma Español”, a causa de los hectólitros de whisky que corrieron en él. De que Manuel Puig participó en el mismo me vine a enterar 20 años más tarde, leyendo Maricones eminentes:
Pubis angelical acababa de salir al mercado y Manuel encantado de que estuviera en primer lugar en ventas en España. Esos diez días en las islas Canarias fuimos inseparables, y Manuel me presentó a Severo Sarduy y a otros novelistas y críticos prominentes del mundo de habla hispana. Yo era un recién llegado a ese medio y él me presentaba como “mi hija, la debutante”.
La palabra clave de la cita anterior es “inseparables”. Yo no le vi el pelo a Manolo durante todos esos diez días, y leyendo las líneas precedentes me quedó claro el porqué. No sólo que yo estaba súper atareado tratando con todos los escritores a los que con Felipe Boso queríamos incluir en una magna antología de literatura española contemporánea a publicarse en Alemania (tenía que conseguir sus autorizaciones para incluirlos, antes de que Carmen Balcells impusiera sus condiciones, impensables para el editor alemán); es que también Manolo andaba de seguro viviendo un romance con su “hija, la debutante”.
El escritor argentino Manuel Puig en 1979. Fotografía de: Elisa Cabot, con licencia CC BY-SA 2.0
Y la tercera y última vez que nos encontramos fue en Berlín 1982, en el marco del Festival Horizontes; esta vez sí nos vimos, aunque muy poco porque cada uno tenía literalmente docenas de compromisos diarios, pero de aquellos días me queda un segundo testimonio suyo, autógrafo, en la página de guarda de Sangre de amor correspondido, recién acabada de aparecer: “Para Ricardo Bada, con la alegría de reencontrarlo y mis gracias anticipadas por su lectura, Manuel Puig”.
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Pero eso no es todo. He tenido dos encuentros posteriores con él, uno a través del libro Maricones eminentes: Arenas, Lorca, Puig y yo, del colombiano Jaime Manrique, y otro gracias a la biografía Manuel Puig y la mujer araña. Su vida y ficciones, por Suzanne Jill Levine (Seix&Barral, Barcelona, 2002), que reseñé en mayo 2003 para la madrileña Revista de Libros.
Al cabo de la extenuante tarea de meterme esta biografía entre pecho y espalda, me quedó la sensación de que la autora y la editorial desperdiciaron un tiempo enorme y dilapidaron una reserva forestal. Todo hubiera sido más fácil, para ellos y los interesados en la vida y obras de Manuel Puig, si hubiesen incluido el material íntegro en un banco de datos o en un CD-Rom ad usum consultantes. Aunque la verdad es que no puede imputársele la culpa tan sólo a la autora y la editorial. La lista de agradecimientos del libro (pp. 393-4) se lee como si fuera el canon de créditos de los últimos largometrajes de Stanley Kubrick: por lo tanto es permisible la sospecha de que al menos uno solo de los agradecidos debería haber tenido el coraje, o la clarividencia, de decirle a la autora que su libro —como libro— era (es) una traición a Manuel Puig.
Lo que pasa es que hay una generación, a la que según todas las evidencias parece pertenecer Suzanne Jill Levine, que no ha leído las biografías de Stefan Zweig ni tampoco las de André Maurois. Hélas! Porque el pecado mayor, la traición a Manuel Puig que significa este libro, se comete al transformar en un texto generador de puros bostezos lo que fue una materia prima vital apasionante y divertida. El lector digamos académico, universitario, quizás goce con él de un ágape a cuyo lado las bodas de Camacho y el festín de Baltasar desciendan a la categoría de mole recalentado en una cantina de barrio. Pero el lector de a pie, como usted y como yo, tendrá que ponerse al final en manos de un ortopeda de acrisolada experiencia que le reencaje la mandíbula. Y hacer luego una cura de rehabilitación [re]leyendo las biografías de María Antonieta o Disraeli, de los respectivos supracitados.
El elogio que Mario Vargas Llosa le dedicó a este libro en The New York Times, y que la contraportada recoge ampliamente, induce mucho al despiste. Pero si se lo lee con atención en realidad lo que hace es destacar, justamente, esa condición de banco de datos a la que me refiero más arriba. Sea como fuere, no se entiende bien por qué citar justamente a Vargas Llosa, a quien se debió en su día una frase harto miope sobre Manuel Puig diciendo que era “ese argentino que escribe como Corín Tellado”.
Y para cerrar este acápite no quisiera dejar de mencionar un chiste involuntario, debido a un posible desconocimiento por parte del traductor de la expresión latina “Cum grano salis” y lo que significa: en la p. 292 se nos cuenta que al enterarse Manuel Puig de la noticia —que lo habían propuesto para el Nobel— “se la tomó con un grano de sal”. Como si fuera un tequila, ándele nomás.
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En cuanto a Maricones eminentes, el capítulo dedicado a Manuel Puig es el más personal del libro, y ello se explica por el hecho de que fue alumno suyo en unos cursos en la Universidad de Nueva York y su amistad se extendió a lo largo de los años con múltiples encuentros, entre ellos el posiblemente más íntimo y decisivo, en las Canarias, junio 1979. Resulta curioso pensar que su amistad no comenzó bajo los mejores auspicios. Cuenta Manrique el momento en que se conocieron:
En persona resultó ser más teatral que la Garbo; tenía sus mismos gestos operáticos y grandilocuentes. Sus ojos, como los de la Garbo, eran una herramienta, un arma, órganos no sólo para mirar sino para expresar lo que veía. Al igual que la gran diva, enarcaba la ceja (la izquierda) para indicar dolor, desprecio, desesperanza. La ceja era un telón que se levantaba o se bajaba para dejar al descubierto unos ojos fogosos, ojos que podían reconfortarte o hacerte desfallecer con su frialdad. Tenía lo que en algunos círculos se conoce como “ojos de Bette Davis”.
A lo cual añade una página más adelante:
Si no hubiera sentido una atracción obsesiva hacia las novelas de Puig, es probable que su persona me hubiese repelido por completo. Unos años más tarde, el pintor Bill Sullivan me dijo que Puig, el primer hombre afeminado a quien había respetado, fue una figura clave para ayudarlo a enfrentar su propia homofobia.
Con el tiempo se harían grandes amigos, y es a Manrique a quien debemos la posible mejor explicación de la subtrama de su novela más conocida:
Durante muchos años consideré que su obra maestra era Boquitas pintadas, pero El beso de la mujer araña comenzó a revelarme capas de significados cada vez más profundas. Creo que es una de las más grandes historias de amor jamás escritas, una de las novelas más osadas e innovadoras de nuestro siglo, un trabajo de esplendor místico. Ninguna otra historia combina con tanto éxito el arte de la ficción con el cine. Y por supuesto descubrí por qué Manuel había citado a Don Quijote tiempo atrás en Bogotá: la suya es otra versión de la obra de Cervantes. En el texto de Puig, Medina y Valentín son a la vez Don Quijote y Sancho Panza. Al igual que Don Quijote, El beso… es varios libros en uno; es una exploración de la necesidad humana de libertad y fantasía y sueños, para perseverar y triunfar aún en las peores circunstancias. Es un libro sobre la fuerza redentora del amor.
Las 17 páginas finales del capítulo son una visita demorada a Ciudad de México, para reunirse con una de las “hijas” de Manuel, y a la casa de Cuernavaca, cuyo recorrido acompañamos con una angustia reverente al contrastar el esplendor de la mansión y el tiempo y el trabajo invertidos en ella (“durante los últimos ocho meses de su vida Manuel no escribió ni una sola línea porque estaba demasiado ocupado construyendo su primera y última casa en este mundo”), y todo para ir a morir en una triste habitación de una clínica sin el menor glamour.
Jaime Manrique tiene razón al resumir al final de su libro —cito sus palabras sin restarles ni una coma ni un acento— que “el asesinato de Lorca, el suicidio de Arenas y la muerte de Puig en el exilio, se oponen con claridad cristalina al régimen del general Franco en España durante cuarenta años, al gobierno férreo de Castro en Cuba durante casi cuatro décadas, y a los miles de ‘desaparecidos’ a manos de los militares argentinos en los años 70. Estos escritores (además de ser artistas de primer orden, grandes innovadores) no sólo hablaron en sus obras de la opresión de los marginados, sino que tuvieron los cojones de los que carecen muchos escritores heterosexuales».
Séame permitido añadir que, de vez en cuando, pero cada vez más, conviene seguir el consejo del inolvidable Felipe Boso:
Llamemos
a las cosas
por su nombre:
cosas.
Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.