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María Alejandra Aristeguieta: La tragedia de Sudán: ¿qué lecciones nos aporta?

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En los últimos días hemos visto y oído acerca de las atrocidades cometidas por el avance de los grupos paramilitares conocidos como las Fuerzas de Apoyo Rápido en El Fasher, Sudán. Cientos de personas han sido asesinadas a sangre fría, muchas de ellas cristianas, aunque la ONU ha aclarado que no se trata de una guerra religiosa, ni siquiera étnica, sino parte del avance por el control del poder. La ONU también ha advertido que se trata de la mayor crisis de refugiados del mundo y pide a la comunidad internacional que intervenga para parar la masacre, la hambruna desatada y el sufrimiento humano.

En nuestra parte del mundo se sabe poco sobre este conflicto. Sin embargo, no es sólo un asunto regional sino geopolítico, pero para muchos es algo local. De hecho, la propia ONU lo describe como un conflicto desatendido, olvidado, y es que, aunque hay mucha injerencia y responsabilidad internacional en lo que allí sucede, resolverlo no es una prioridad para los actores más grandes. En pocas palabras, están abandonados a su suerte, y a merced de las potencias regionales que financian y sostienen esta guerra para beneficio de sus propias agendas.

¿Cómo se llegó hasta allí?

Para entender un poco lo que sucede hoy, tenemos que remontarnos a varios lustros atrás cuando Sudán estaba gobernada por el dictador Omar Al Bashir y el país se dividió en dos.

La independencia de Sudán del Sur en 2011, luego de un referéndum promovido y vigilado por la comunidad internacional, marcó un hito y fue celebrada internacionalmente como el desenlace pacífico de una larga guerra civil entre el norte mayoritariamente musulmán, y el sur, mayoritariamente cristiano. No obstante tales expectativas, para Sudán (el territorio remanente del norte) significó el inicio de una erosión profunda del poder y de la legitimidad del régimen de Al Bashir. La escisión privó a Jartum de aproximadamente tres cuartas partes de sus recursos petroleros, desestabilizando las finanzas públicas y destruyendo la base económica con la que el régimen compraba lealtades. La pérdida de ingresos debilitó el aparato estatal, erosionó la capacidad de cooptación y reforzó la dependencia del régimen respecto de los servicios de seguridad y de redes de financiamiento opacas, incluyendo contrabando de oro y otros minerales. Así, la secesión —vendida como solución definitiva al conflicto— creó las condiciones para la radicalización autoritaria de  Bashir y la militarización del poder. Pero también será la base para el golpe que los militares le darán a los civiles en 2021 y el enfrentamiento entre militares y paramilitares a partir de 2023.

Vayamos por partes; la pérdida de legitimidad llevó finalmente a la caída de Bashir en 2019, y esa transición negociada tras su caída pretendía ser una oportunidad histórica para democratizar el país. Sin embargo, carecía de los dos ingredientes esenciales para sostenerse: legitimidad interna y capacidad coercitiva propia. La élite civil que surgió en el gobierno transitorio representaba aspiraciones democráticas, pero no poseía maquinaria política ni tenía un liderazgo legítimo. Tampoco tenía base territorial ni poder coercitivo independiente. La institucionalidad militar —fragmentada entre las Fuerzas Armadas leales a Bashir, y las Fuerzas (paramilitares) de Apoyo Rápido— conservó el monopolio fáctico de la fuerza. Al mismo tiempo, la comunidad internacional apostó por un protocolo tecnocrático y externo, diseñado principalmente desde capitales occidentales, expertos en transiciones, y organismos multilaterales.

Es decir, el proyecto transicional se pareció más a un diseño de ingeniería política impuesto desde afuera que a un pacto social interno que atendiera a las necesidades reales de institucionalización de los poderes públicos y atención a las necesidades de la población, por lo que el resultado fue previsible: cuando las reformas amenazaron los intereses militares, el proceso se desplomó y las facciones con capacidad militar terminaron enfrentadas entre sí.

Para mí esta historia no es solo política; también es humana. John fue un compañero de posgrado que trabajaba en un banco suizo en Zúrich y que conducía cuatro horas hasta Ginebra para las clases. Era sudanés y también refugiado. En aquel entonces los venezolanos aún no habíamos vivido el éxodo que después marcaría nuestra propia historia y que Naciones Unidas ni siquiera sabía cómo clasificar. John, cristiano, huyó de Sudán perseguido por el régimen de Bashir. Yo, centrada entonces en temas de salud pública y comercio internacional, tardé años en comprender plenamente lo que significaba. Pero hicimos muy buenas migas, unidos por la frustración ante la indiferencia internacional hacia nuestras tragedias nacionales. Él soñaba con regresar al Banco Central de Sudán del Sur. En 2013 supe que había vuelto a Yuba tras la independencia de esa parte del país  –producto del referéndum– para contribuir con la transición democrática de su país. En 2019, cuando yo ya trabajaba activamente en denunciar la dictadura venezolana ante el Consejo de Derechos Humanos, me dijeron que había regresado a Zúrich. Desde entonces le perdí la pista. Pero cada vez que leo noticias sobre Sudán, me pregunto si estará a salvo.

Lo que ocurre en Sudán nos interpela a todos. Es un fracaso colectivo: actores locales fragmentados y divididos en buena parte por apetencias personales, y élites militares aferradas al poder, aliadas a intereses regionales cuyas agendas poco tienen que ver con la paz y más con las guerras por delegación cada vez más comunes. El conflicto interno de Sudán se alimenta del financiamiento proveniente de Rusia, Turquía, Egipto por un lado, y de los Emiratos Árabes Unidos, y grupos armados de Yemen por el otro. A esto podemos añadirle una comunidad internacional que interviene con fórmulas y modelos, y luego se desentiende o se queda en respuestas declarativas cuando se prende el fuego. En Sudán del Norte, la transición en cohabitación con los propios que habían perseguido y torturado, sin instituciones, ni legitimidad del lado de los civiles, ni fuerza, condujo a la fragmentación y al horror. En Sudán del Sur, la élite posindependencia se enquistó en el poder y secuestró el sueño democrático. Ambas historias muestran que sin poder real, sin legitimidad social o electoral y sin acompañamiento sostenido y honesto, la promesa democrática se convierte en ruina y exilio.

Lo más triste es que sólo recibimos la información cuando la situación es ya tan terrible que por fin se convierte en noticia internacional.  Las lecciones pueden ser muy costosas, muy dolorosas, o llegar demasiado tarde.

 

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