María José Solano: El enemigo de las rubias
La llamada «literatura femenina» se ha convertido en una especie de parque temático emocional con tres o cuatro atracciones fijas: los traumas de la infancia que afloran en la madurez, la soledad del divorcio, la épica de mirar cómo se abulta un vientre en el embarazo o el parto místico.

Ahora que acabamos el año, es momento de reflexionar sobre las cosas, y a mí me ha dado por hacerlo (cada uno habla de lo que puede), inclinada sobre las mesas de novedades de las abarrotadas librerías del mundo. Y hay algo que es asombrosamente común en todas ellas, fruto, imagino, de la globalización. Parece que hemos entrado de lleno en una época gloriosa —o gloriosamente absurda— en la que la llamada «literatura femenina» se ha convertido en una especie de parque temático emocional con tres o cuatro atracciones fijas: los traumas de la infancia que afloran en la madurez, la soledad del divorcio, la épica de mirar cómo se abulta un vientre en el embarazo o el parto místico, como si ninguna civilización hubiera registrado ese fenómeno antes. ¡Qué audacia antropológica!
No hablemos ya del sexo. O mejor dicho, hablemos, porque ellas hablan —y venden— todo el sexo que pueden. Pero no el de Ovidio, Safo o Sade. El bestseller sexual está enfocado el tedio poslaboral; sexo diseñado como manual doméstico con vocabulario atrevido pero ordenado y claro, al modo de instrucción para el uso de un microondas; sexo suavemente rosado que promete una transgresión basada en el fetichismo infantiloide y el masaje con piedras calientes.
Y en el extremo opuesto del género se sigue vendiendo la novela negra «negrísima»: esa donde la protagonista es una detective invariablemente traumatizada, brillante pero incomprendida, cuya complejidad psicológica consiste básicamente en repetir tres veces por capítulo que no confía en nadie.
El mercado llama a este fenómeno «empoderamiento narrativo». Y por ahí se cuela también la mujer cosmopolita en versión Instagram: una heroína que confunde la independencia con el catálogo de vestidos de Sex and the City y la sofisticación con haber comprado una copia de Louis Vuitton en Chinatown. Ella viaja, sí, pero más que ver mundo, se fotografía con él. Y sus reflexiones existen solo para acompañar la iluminación del brunch.
Mientras tanto, se nos dice que esta literatura es «feminista»; peor aún: que describe la experiencia femenina universal. Que representa la voz de las mujeres hoy.
¿De verdad? ¿Han de ser mayoría las mujeres literarias obsesionadas con la terapia del mindfulness, la autoconciencia del útero, el sexo con cláusulas y el bolso de lujo? Lo irónico, lo verdaderamente irónico, es que cuando las escritoras del pasado escribían sobre culpa, crimen, ambigüedad moral o deseo —Lowndes, du Maurier, Highsmith, Tey, por poner algunos ejemplos— nadie les ponía una etiqueta; nadie pensaba que estaban «representando la maternidad» o «explorando la identidad femenina» cada vez que asesinaban a alguien en sus páginas. Simplemente escribían. Y lo hacían muy bien.
Hoy, en cambio, parece que una autora, para que la publiquen y de paso hacer caja con una adaptación por capítulos en Netflix, debe escoger entre tres caminos: hablar de sus entrañas; hablar de sus emociones, o escribir novela negra donde todos mueren menos el cliché.
¿Qué pasaría si dejáramos de etiquetar la literatura de las mujeres y empezáramos a exigirle complejidad, riesgo, ironía?
¿Hemos ido hacia atrás? ¿O simplemente el mercado ha decidido que la inteligencia femenina vende menos que la autoayuda emotiva? Tal vez la pregunta sea otra: ¿qué pasaría si dejáramos de etiquetar la literatura de las mujeres y empezáramos a exigirle —como a cualquiera— complejidad, riesgo, ironía, profundidad, mundo? Quizás entonces descubriríamos que la supuesta «regresión» no viene de las escritoras, sino de lo que se espera de ellas.
Por eso, lector paciente, me va usted a permitir que haga memoria de algunas mujeres, algunas novelas y algunas películas. Y quiero poner como ejemplo a un director de cine de indiscutible misoginia pero que, sin embargo, se rindió al talento femenino precisamente por eso. Por ser talento.
En la penumbra de la literatura del siglo XX, antes de que el ojo de la cámara convirtiera los miedos en gesto y movimiento, escribieron ellas. Mujeres que, sin proponérselo, acabaron dialogando entre sí a través de un huésped común: Alfred Hitchcock, ese lector voraz que encontraba en las ficciones ajenas el origen de su propio imaginario.
Marie Belloc Lowndes fue quizá la primera en ofrecerle un umbral. En su novela The Lodger (El inquilino), el asesino es un espectro urbano, un rumor que se desliza por Londres como una respiración interrumpida. El crimen nace de la oscuridad de la ciudad, pero también de la soledad de quienes la habitan. Lowndes mira el asesinato con una mezcla de horror moral y fascinación humana: allí donde la ley no alcanza, florece la incertidumbre. Su asesino es menos un monstruo que un espejo tembloroso. Ethel Lina White, en cambio, imaginó el mal como un gesto apenas perceptible. En The Wheel Spins (La dama desaparece), la desaparición de una mujer se vuelve un acertijo psicológico en el que nadie quiere ver lo evidente. White entiende que el crimen no siempre grita: a veces se camufla en la cortesía, en la amabilidad superficial, en el silencio de los testigos que prefieren no complicarse la vida. Para ella, la culpa no surge del acto sangriento, sino de la omisión: esa culpa suave, cotidiana, que se adhiere a cualquier conciencia.
Luego aparece Daphne du Maurier, cuyo universo es una geografía de tormentas morales. En Rebecca, la muerte, la culpa y el deseo se confunden como niebla sobre un acantilado. La maldad no es un cuchillo ni una pistola, sino una presencia, un perfume persistente, un recuerdo que domina al vivo más que la propia vida. Du Maurier revela en su obra (también en The Birds, Los pájaros) que la amenaza puede no tener rostro; que el verdadero crimen puede ser psicológico, onírico, abstracto. Profundamente femenino en el sentido natural, amplio y complejo de la palabra.
A unos pasos de ella camina Patricia Highsmith, que no escribe crímenes: los destila. En Strangers on a Train (Extraños en un tren), la maldad aparece como pacto involuntario, como idea que prende en una mente ya inclinada hacia la sombra. Highsmith entiende el asesinato como un contagio moral: un pensamiento sospechoso que se expande, una culpa que se hereda o se proyecta. No hay monstruos, solo seres humanos que descubren, aterrados, que el mal era más fácil de lo que imaginaban.
Josephine Tey ofrece otro matiz: para ella, la culpa es también una construcción social. En A Shilling for Candles (Inocencia y juventud), los indicios engañan, las apariencias condenan, y la verdad es una paciente fugitiva. Su mirada es más detectivesca, pero igualmente humana: nadie es inocente del todo, nadie es culpable del todo. En su mundo, la maldad no es una esencia, sino una sombra que cae de forma desigual sobre las personas. Nadie como una mujer con talento para narrar la gama de grises del ser humano desde el gris más indiscutible de la naturaleza femenina. Por su parte, Helen Simpson y Clemence Dane, coautoras de Enter Sir John (Asesinato) y Sabotage, entienden el crimen a través del teatro, la representación, la impostura. Ellas sospechan que la culpa puede ser un guion aprendido, un papel que alguien se ve obligado a interpretar. La maldad —cuando aparece— es casi siempre un error de percepción, un desenfoque deliberado.
Todas estas escritoras, diferentes en estilo y época, parecen conversar en un mismo salón oscuro: cada una coloca sobre la mesa una forma distinta de entender el talento literario del género. Lowndes aporta el miedo; White, la negación; du Maurier, el deseo y la memoria; Highsmith, el contagio moral; Tey, la ambigüedad; Simpson y Dane, la máscara social.
El «enemigo de las rubias» jamás pudo tocarles ni un pelo porque su poder no estaba en la belleza, sino en la mente
Y mientras todo esto permanece, silencioso, en los libros que casi nadie lee, el mercado sigue horneando novelas con el mismo molde emocional, y las editoriales insisten en sus requisitos tácitos: si eres rubia, presentadora o influencer, mejor que mejor, ya casi tienes un contrato pues la crítica te recibirá como «voz generacional». El talento puede esperar; el algoritmo, no.
Así hemos llegado a la gran ironía de esta historia, pues las verdaderas «rubias de Hitchcock» —las que movieron la maquinaria del suspense, las que dieron forma a la culpa, la maldad, la ambigüedad moral —no eran las que todos creemos, sino otras: Lowndes, White, du Maurier, Highsmith, Tey… mujeres a las que el «enemigo de las rubias» jamás pudo tocar ni un pelo porque su poder no estaba en la belleza, sino en la mente; en la frase exacta que hace temblar.
Sin embargo, en lugar de celebrar ese linaje de inteligencia feroz, nos entretenemos con dramas de pastel, con detectives de plantilla, con autoras elegidas por su fotogenia antes que por su filo narrativo. El resultado es esta época literaria donde la estupidez —bien empaquetada, bien marketeada— se vende como profunda sensibilidad femenina.
Tal vez esa sea la tragedia contemporánea: no que falten escritoras brillantes, sino que abunden los editores y los lectores en manada. Y uno no sabe qué da más miedo, si el cuchillo de Psicosis o la tijera con la que se recortan las ambiciones literarias para que entren, dóciles, en el molde del algoritmo y la masa.
Afortunadamente, las verdaderas rubias de Hitchcock siguen intactas, intocables, luminosas. Ojalá algún día volvamos a buscarlas (para aprender de ellas cómo se hace literatura feminista) allí donde siempre estuvieron: en los libros.
