México en la obra de Mario Vargas Llosa
Los mexicanos de cierta edad en adelante recordamos cómo en agosto de 1990 el nobel Mario Vargas Llosa, invitado por Octavio Paz al “Encuentro Vuelta: La experiencia de la libertad”, se refirió a México y a su sistema de partido hegemónico como una dictadura perfecta. Frente a las cámaras de televisión abierta que trasmitían en vivo las discusiones dijo que: “La dictadura perfecta no es la Cuba de Fidel Castro, es México, porque es una dictadura de tal modo camuflada que llega a parecer que no lo es, pero que de hecho tiene, si uno escarba, todas las características de una dictadura”.
Vargas Llosa veía en los gobiernos del PRI anteriores a la transición democrática mexicana, una versión de las dictaduras militares latinoamericanas, pero una en la que no se eterniza el hombre fuerte, sostenido por la manu militari, sino el partido político. Esa declaración fue, de forma muy clara, una provocación. Vargas Llosa es un demócrata liberal, posición política que en México, con ánimo de descalificar, algunos identifican con posiciones de ‘derecha’, como si la libertad y la democracia estuvieran marcadas por un pecado original.
La provocación de Vargas Llosa fue, pues, una invitación a los mexicanos para utilizar el instrumento central de la democracia liberal, el debate crítico, para hablar con apertura sobre un tema espinoso e incómodo, como lo son todos los debates que valen la pena. Él mismo lo dijo así: “...como este país se está abriendo a la libertad, quiero ponerlo a prueba, quiero decirlo aquí abiertamente, porque esto lo he pensado desde la primera vez que vine a México (a este país que, por otra parte, yo admiro y quiero tanto)… que aquí… se ha vivido durante décadas, con unos matices muy particulares, el fenómeno de la dictadura latinoamericana”. (Enrique Krauze, ‘La dictadura perfecta’, Letras Libres, noviembre 2012).
La provocación, en efecto, tuvo consecuencias y fuera de las críticas xenófobas y oficialistas que descalificaron a Vargas Llosa por hablar de política interna mexicana siendo extranjero, o por ser de ‘derecha’, su declaración animó un debate que sin duda fortaleció la posibilidad de que México emprendiera con éxito un proceso de democratización.
En las novelas de Vargas Llosa la política suele acompañar al arte literario, y en ellas se ha ocupado, en especial, de novelar episodios del trágico pasado político de Latinoamérica, en los que encuentran ángulos donde nacen personajes, brotan narraciones y se reviven los más bajos y oscuros fondos de la miseria humana y la luminosidad de las almas de patriotas y de quienes luchan por la libertad. Desde La Guerra del Fin del Mundo, en donde aborda a fondo la Guerra de Canudos en Brasil, un levantamiento de desposeídos dirigidos por un líder carismático que combinaba el misticismo cristiano con las reivindicaciones sociales, hasta el desgarrador relato de la dictadura del dominicano Leónidas Trujillo, novela que al mismo tiempo denuncia el autoritarismo –en especial, la relación entre el autoritarismo y la sexualidad, tema de gran vigencia hoy en día–, y advierte de forma un poco pesimista sobre las democracias simuladas y el pragmatismo político cuando este se encuentra vacío de contenido.
La semana pasada, Vargas Llosa se volvió a referir a temas de la actualidad política de México en declaraciones que han abierto un nuevo debate y, por desgracia, viejas descalificaciones ad hominem. En el contexto de la presentación de su más reciente libro, La llamada de la tribu, una autobiografía intelectual en la que defiende –¿qué más?– su carácter liberal, Vargas Llosa dijo en declaraciones y entrevistas que Andrés Manuel López Obrador representa una “democracia populista y demagógica, con recetas que están absolutamente fracasadas en el mundo entero”, y que esperaba “que haya suficiente lucidez (de los mexicanos) para ver a dónde conduce ese suicidio de votar por el populismo”.
Esta nueva provocación, esta nueva invitación que Vargas Llosa hace a los mexicanos para debatir libremente, y que estoy seguro viene motivada por un auténtico cariño por México, ha venido acompañada por viejas descalificaciones, curiosamente las mismas de antes, que intentan cancelar el debate porque Vargas Llosa “es extranjero”, “es de derecha” o “es mal político”. Una historiadora llegó al exceso de proponer una quema de sus libros.
Y es que los comentarios de Vargas Llosa no son infundados ni los ha hecho a la ligera: hay una mala experiencia histórica y documentada, en especial en América Latina, con los gobiernos populistas. Venezuela es el caso más actual y dramático, pero también están las experiencias de los gobiernos populistas de Fujimori, del peronismo en Argentina, del orteguismo en Nicaragua y los excesos de los gobiernos mexicanos de los setentas.
El populismo representa, pues, un riesgo real, y más ahora que, como en el caso venezolano, la desilusión y el enojo con los gobiernos democráticos nos puede llevar por la vía de los votos a un populismo que lejos de resolver nuestros problemas actuales, los agravaría seriamente. Putin llegó al poder después de la borrachera –figurada y literal– del gobierno de Boris Yeltsin; Trump fue llevado a la presidencia de Estados Unidos de la mano del descontento social de la población blanca de clase media y baja. Ese es el debate al cual Vargas Llosa nos ha invitado. Es un debate actual, relevante e importante, y que se puede resumir en una sencilla reflexión o pregunta: ¿Vamos a dejar que la desilusión y el enojo nos lleven a la tragedia?