Cuando todo terminó, muchos advirtieron que era el desenlace trágico de un drama anunciado. El 23 de septiembre de 2019, la directora Christine Renon, de 58 años, apareció ahorcada en el vestíbulo de la escuela donde trabajaba. Se había quitado la vida. Tres semanas antes, había enviado una carta para expresar su malestar ante la vuelta a las aulas, en la que le aguardaban una carga de tensiones que le resultaba desbordante. Su trabajo se desarrollaba en Pantin, una localidad del departamento de Sena-San Denis, uno de los más violentos de la región de París. Hace unos días, el rector de la Gran Mezquita de la ciudad compartió un vídeo en el que el padre de una alumna de Conflans-Sainte-Honorine, en Yvelines, acusaban a un profesor por haber dado un curso sobre la libertad de expresión. Poco después, Samuel Paty, el hombre señalado, murió a manos de un terrorista islamista, un joven de 18 años que le mató en la puerta de su colegio, sumergiendo a Francia en el duelo y el desconcierto.
«Una chica le había dicho algo, y mi alumno le respondió que iba a dormir esa noche en el hospital», cuenta Sara, el nombre ficticio de una joven de 30 años que fue profesora en varios «lycées professionelles», el equivalente a los centros de formación profesional españoles, de zonas conflictivas de los alrededores de París. «Pasé un buen rato explicándole por qué estaba mal matar, pero me respondía: ‘’¡Si me ha hablado como un hombre, lo pagará como un hombre!’’. Al final, le tuve que poner un parte. Me empezó a hacer la vida imposible. Dije que si seguía viniendo a mis clases, yo no entraba. La directora me reprochó que no era quién para decidir eso. Y que si tenía problemas con mi clase, era porque no sabía gestionarla», recuerda todavía con rabia.
Como señalaba el pasado miércoles una joven durante el homenaje al profesor Paty en la Sorbona, la enseñanza en las llamadas redes de educación prioritaria (REP) de Francia no resulta nada sencilla. Creadas por el exministro de Educación socialista Alain Savary en 1981, su objetivo era reforzar el sistema educativo en zonas empobrecidas o violentas, con el propósito de reducir las desigualdades sociales. En Francia, alrededor de 1,7 millones de alumnos estudian en centros que se acogen a esa denominación. Son lugares muy temidos por los docentes, que cobran una prima por los riesgos físicos a los que se enfrentan.
Sara, que fue profesora en varios institutos de las REP, relata una sucesión de situaciones violentas, donde la falta de protección resultaba alarmante. «Los primeros dos años yo entraba a sustituir a profesores que se habían cogido la baja por depresión. Pedía que me desdoblaran las clases, porque son niños muy violentos y no te dan medios», señala. «Son alumnos que tienen problemas de bandas o peleas. Algunos venían con la cara hecha un pan. Otros decían que tenían que pasar droga para pagarle los ansiolíticos a su madre. Necesitan otro tipo de educación, derivada en inclusión social», añade. Sus compañeros experimentaban un nivel de esperanza bastante bajo: «Había algunos que se intentaban implicar más, pero otros llegaban a la sala de profesores y lloraban o te contaban que siempre daban clase con la puerta abierta, para llamar a los vigilantes rápidamente…».
«Un alumno me dijo que la mujer tiene que estar en casa, y no trabajar», recuerda también Sara. En algunas de sus clases, los chicos se marchaban porque no veían con buenos ojos tener a una joven como profesora. Para agravar el problema, los talleres de educación sexual solo eran para chicas. «Cuando pregunté por qué no había para hombres, me respondieron que si me pensaba que esto era Suecia o Dinamarca», explica.
Construir ciudadanos
Desde hace años, dar clases en Francia no parece una tarea agradable. Observando los datos, el deterioro de la situación de los profesores resulta evidente. En 2018, se registró un 7 por ciento más de agresiones que el año anterior, como denunció una asociación especializada en este tipo de violencias, el Autonome de Solidarié Laïque (ASL). Con difamaciones, insultos o amenazas que a veces terminan en golpes, la vida de los docentes está lejos de ser un remanso de paz, a pesar de que su función es indispensable para la República. Sin hacer hincapié en ese punto, resultan incomprensibles el dolor de la sociedad francesa y el sentido homenaje que el presidente, Emmanuel Macron, dedicó a Paty en la Sorbona. En su discurso, el mandatario afirmó que el hombre, de 47 años y padre de un niño, era uno de esos maestros que libraba el combate de «hacer republicanos», ciudadanos franceses respetuosos con los valores del país.
«El maestro nacional -resumía hace un tiempo el historiador Álvarez Junco, acerca de la construcción nacional de Francia- se hizo la columna vertebral de la patria, siendo casi más importante que el prefecto o la policía». En París, la estatua del revolucionario Danton reza en su pedestal: «Después del pan, la educación es la primera necesidad de un pueblo». Siguiendo esa idea, el Estado francés desarrolló varios planes para conseguir que los niños pudieran acceder a una educación obligatoria y gratuita durante la Revolución y a lo largo del siglo XIX. Un tipo de instrucción que quedó definitivamente establecida con la ley del 16 de junio de 1881 o ley Jules Ferry, piedra de toque de un sistema hoy amenazado por el terrorismo.